Navegamos sin lastre moral
De la niebla emergió el recinto del Tártaro Laszlo Toth: filas de alambradas
tendidas entre postes de hormigón armado. Los barracones alineados formaban
calles largas y rectilíneas. Aquella uniformidad expresaba el carácter
inhumano del lugar. En la gélida penumbra, bajo la nieve, dormía la
Anglogalician pasada: la felicidad de los primeros viajes ingleses, la
charlatanería incierta de los pájaros en abril, el primer contacto con los
stags al principio extraños, luego familiares. Anónimo Porco Bravo suspiró al
entrar en su celda. "La vieja guardia ha muerto —se decía a sí mismo—;
somos los últimos que molestan y vamos a ser purgados".
— El Main no puede equivocarse nunca —afirmó el supuesto fiscal —. Si usted o yo podemos equivocarnos, el Main no. El Main, camarada Anónimo Porco Bravo, es más que usted y que yo, y que miles de otros como usted o como yo. El Main es la encarnación de la Anglogalician en la historia, y la historia no sabe de escrúpulos ni de vacilaciones. Inerte e infalible, continúa su camino hacia la meta, y en cada vuelta de su órbita suelta el fango que ha recogido y los cuerpos de los ahogados y los facciosos. La historia conoce su destino y nunca se equivoca, y el que no tiene absoluta fe en la Causa no pertenece a la Manada.
"Ahora voy a pagar por aquella entrevista", pensó Anónimo Porco Bravo con una sonrisa desmañada. El cigarrillo estaba llegando a su fin. Le quemaba ya las puntas de los dedos y lo dejó caer al suelo.
- ¿Desde cuándo has pertenecido a la oposición de gusanos organizada contra le Main?
Sabes tan bien como yo que nunca he pertenecido a ninguna organización de oposición. In Main I Trust, eso también lo sabes.
— Como quieras —siguió el fiscal supuesto—; me pones en la desagradable obligación de tener que actuar como un burócrata . O un andamio en la estructura —Y abrió un cajón, del que sacó un legajo de papeles ordenados en carpetas—. Empecemos con el año 2008 —dijo, esparciendo los papeles delante de él—. Segundo partido en Sheffield. Te jactaste de no haber leído el Programa Oficial...
Anónimo se había acomodado en la silla, mientras escuchaba su biografía. Menuda mierda de cargos me espera, pensó.
- En 2014, en la Victoria del "Con Ocho Basta", no le pasaste al Main que estaba desmarcado, un par de veces...
Anónimo miró a la mancha en la pared roja, única señal que habían dejado los hombres con la cabeza numerada.
También sabía cuál había sido su destino. Por una sola vez, la Anglogalician había tomado un curso que, al menos, prometía una forma de competición más digna para el fútbol; ahora todo se había acabado.
- En 2015, borracho en Newcastle, te equivocaste de puente a la hora de regresar a Gateshead... en 2016 en Bueu te quejaste de un presunto arbitraje a nuestro favor...repito, a nuestro favor
Permíteme hacerte una pregunta a mi vez —digo—. ¿Crees verdaderamente esas estupideces, o sólo aparentas creerlas?
- En 2017, en el Captain's Bar, gritaste que Edimburgo te parecía una ciudad del montón...
Se acordó de sus manías de no pisar sobre las losetas negras, de frotar la ceniza en la manga de un viejo... y vio que lo estaba haciendo otra vez.
- En 2019 te hiciste unas autofotos con un reputado traidor en la ciudad de...
Estoy cansado, y no tengo ganas de seguir este juego más tiempo. Hazme el favor de ordenar que me conduzcan a mi celda.
- Mira. Yo tengo necesidad de demostrar que existe una cierta voluntad de tu parte de reconocer que estuviste equivocado. Es para eso que necesito tu declaración en la que incluyas una confesión parcial. Si actúas como héroe, e insistes en dar la impresión de que no se puede conseguir nada de ti, serás liquidado sobre la base de lo que nos salga de los cojones. Por el contrario, si haces una confesión parcial, hay una base para continuar el examen de tu conducta pasada y hacerla más honorable. Aun así, no esperes sacar menos de veinte años de expulsión de la Manada, pero eso significa, de hecho, dos o tres años y luego una amnistía. De modo que en cinco años, estarás otra vez en la palestra. Ahora, ten la bondad de meditar con calma antes de contestarme.
La última verdad ha sido siempre la penúltima falsedad. Aquel que demuestra tener razón al final, parece equivocado y dañino al principio.
Acepto. Confieso lo que me piden. Volveré a ser titular en 2027. Y estoy salvado.
Cuando la unidad es el fin, todos los medios están rúnicos: irascibilidad, malleira, violencia, purga, prisión y muerte. Porque el orden es para el bien del Clan, y el individuo debe ser sacrificado al bien común.
No veía casi nada, pero tenía terreno sólido bajo los pies. Empezó a andar a lo largo de un corredor de paredes borrosas, cuyo fin no podía ver. Ya no habría más Weer Balkings, ni huérfanas ni tractores. El Lansquenete se mantenía a tres pasos de distancia. Anónimo Porco Bravo sentía su mirada fija en la nuca, pero no volvió la cabeza. Tenía que poner con precaución un pie delante de otro.
Le parecía que llevaban andando por el pasillo de ladrillos amarillos 90 minutos, y nada sucedía aún.
Probablemente oiría cuando el Pretoriano de la Cerilla sacase el revólver de la funda; así que hasta entonces estaba seguro. ¿O es que el camelot du Main procedería como el mago, que oculta sus conejos en la chistera, mientras engatusa al respetable? Anónimo Porco Bravo procuraba pensar en otra cosa, pero tenía que concentrar toda su voluntad en no volver la cabeza para no convertirse en estatua de sal.
Un golpe sordo le hirió detrás de la cabeza, pero a pesar de que había estado esperándolo, lo tomó desprevenido. Sintió, vagamente, cómo las rodillas se le doblaban debajo del cuerpo, en tanto que éste giraba dando una media vuelta. "Qué teatral —pensó mientras caía—, espero que piten penalti." Quedó contraído en el suelo, con la mejilla apoyada en las frías losas. Lo rodeó la oscuridad, como si el mar del Norte se lo llevase meciéndolo en su superficie nocturna. Los recuerdos de lustros de servicio al porcobravismo pasaron a través de él como los jirones de niebla sobre el agua. Le vino a la memoria, por fin, el nombre del fiscal. Era el famoso F.U.C.K.
¿De quién era el retrato en colores que colgaba encima de su cama en la celda, y lo miraba condescendiente? ¿Era el Main impío de Yardley Gobion, o era el Main feliz de cuando está en Liverpool? ¿El de la sonrisa irónica o el de la camiseta roja?
Una figura familiar se inclinó sobre él, y percibió el olor a cuero fresco de la cartuchera; pero ¿Por qué llevaba el emblema de Ronnie Farras en las mangas y las hombreras del uniforme? y, ¿Por qué le susurraba Main Vindice cuándo levantaba otra vez el negro cañón de la pistola?
Recibió en la oreja izquierda un segundo golpe, aplastante. Entonces todo quedó en silencio. Allí estaba el mar otra vez con sus resonancias. La novena ola lo elevó lentamente. Avanzaba desde lejos, subiendo y bajando sosegadamente, como un encogimiento de hombros de la eternidad celtoatlántica en las costas de Galizalbion.
454 comentarios:
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Doctor Pyg
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10 de agosto de 2022, 09:52
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Doctor Pyg
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10 de agosto de 2022, 09:52
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Doctor Pyg
dixo...
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10 de agosto de 2022, 09:53
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Doctor Pyg
dixo...
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10 de agosto de 2022, 09:53
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Doctor Pyg
dixo...
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10 de agosto de 2022, 09:55
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Doctor Pyg
dixo...
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10 de agosto de 2022, 09:55
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Doctor Pyg
dixo...
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10 de agosto de 2022, 09:56
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Doctor Pyg
dixo...
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10 de agosto de 2022, 09:56
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Doctor Pyg
dixo...
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10 de agosto de 2022, 09:57
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Doctor Pyg
dixo...
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10 de agosto de 2022, 09:58
-
Un vate con un bate
dixo...
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10 de agosto de 2022, 10:00
-
el follador del zodíaco
dixo...
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10 de agosto de 2022, 10:03
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Λεωνίδας et Les quatre cents coups
dixo...
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10 de agosto de 2022, 10:09
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el follador del zodíaco
dixo...
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10 de agosto de 2022, 10:16
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Del cerdo al infinito
dixo...
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10 de agosto de 2022, 10:21
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Le morte d’Arthur
dixo...
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10 de agosto de 2022, 10:22
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Le morte d’Arthur
dixo...
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10 de agosto de 2022, 10:23
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THE NOTORIOUS 404 error, “Not Found,”
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10 de agosto de 2022, 10:31
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Arturo Cococha
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10 de agosto de 2022, 10:31
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Del cerdo al pingüino
dixo...
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10 de agosto de 2022, 10:32
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Golfiño Kuninkaallinen Perhe
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10 de agosto de 2022, 10:45
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Xandor Korzybskin
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11 de agosto de 2022, 11:42
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0 Comentarios
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17 de agosto de 2022, 19:13
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0 Comentarios
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19 de agosto de 2022, 10:21
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Doctor Pyg
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26 de agosto de 2022, 10:09
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Doctor Pyg
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26 de agosto de 2022, 10:10
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Doctor Pyg
dixo...
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26 de agosto de 2022, 10:10
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Doctor Pyg
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26 de agosto de 2022, 10:11
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Doctor Pyg
dixo...
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26 de agosto de 2022, 10:11
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Doctor Pyg
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26 de agosto de 2022, 10:11
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Doctor Pyg
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26 de agosto de 2022, 10:12
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Doctor Pyg
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26 de agosto de 2022, 10:12
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Doctor Pyg
dixo...
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26 de agosto de 2022, 10:13
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Doctor Pyg
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26 de agosto de 2022, 10:13
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y conspiraciones de toda laña.
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1 de setembro de 2022, 19:15
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Søren Schopenhauer
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5 de setembro de 2022, 12:31
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Las furias
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7 de setembro de 2022, 09:52
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Investido con bata de casa de camocán jaspeado
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7 de setembro de 2022, 09:56
-
La actitud del revolucionario hacia sí mismo
dixo...
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7 de setembro de 2022, 13:27
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León Saint-Just
dixo...
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7 de setembro de 2022, 13:28
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León Saint-Just
dixo...
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7 de setembro de 2022, 13:29
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León Saint-Just
dixo...
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7 de setembro de 2022, 13:29
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León Saint-Just
dixo...
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7 de setembro de 2022, 13:29
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León Saint-Just
dixo...
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7 de setembro de 2022, 13:30
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León Saint-Just
dixo...
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7 de setembro de 2022, 13:30
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Du denkst es kaum, und sieh, das Lied ist fertig!
dixo...
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15 de setembro de 2022, 21:28
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Sláine
dixo...
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15 de setembro de 2022, 22:22
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¿De dónde vienes, digno Thane?
dixo...
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16 de setembro de 2022, 17:52
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¿De dónde vienes, digno Thane?
dixo...
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16 de setembro de 2022, 17:53
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Rand Om
dixo...
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29 de setembro de 2022, 15:55
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Ferroviario Enloquecido
dixo...
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16 de outubro de 2022, 22:32
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Xandor Korzybskin
dixo...
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22 de outubro de 2022, 21:53
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RODILLO
dixo...
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30 de outubro de 2022, 17:39
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Lansquenete de la Lefa
dixo...
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5 de xaneiro de 2023, 10:01
«A máis antiga ‹Máis antiga 401 – 454 de 454 Máis recente › A máis nova»Iban a demoler el
molino de viento.
—¡Imposible! —exclamó Napoleón—. Hemos construido paredes
demasiado gruesas. No podrían derribarlo ni en una semana. ¡Ánimo,
compañeros!
Pero Benjamín observaba con atención los movimientos de los hombres.
Los del martillo y la palanca estaban haciendo un agujero cerca de la base del
molino. Despacio, con aire casi de diversión, Benjamín movió
afirmativamente el largo hocico.
—Ya me lo imaginaba —dijo—. ¿No veis lo que hacen? Dentro de un
instante llenarán de pólvora el agujero.
Los animales esperaron, aterrorizados. Ahora no podían buscar refugio en
los edificios. Unos minutos más tarde vieron cómo los hombres corrían en
todas direcciones. Entonces se produjo un rugido ensordecedor. Las palomas
se arremolinaron en el aire y todos los animales, salvo Napoleón, se arrojaron
al suelo y se taparon la cara. Cuando se levantaron, una enorme nube de humo
negro flotaba sobre el sitio donde había estado el molino de viento. Poco a
poco fue llevándosela la brisa. ¡El molino de viento había dejado de existir!
Al ver eso los animales recuperaron su valentía. La rabia contra un acto tan
vil y despreciable superó el miedo y la desesperación que habían sentido un
momento antes. Se oyó un potente grito de venganza y sin esperar nuevas
órdenes salieron todos juntos, dispuestos a atacar al enemigo. Esta vez no
cejaron ante los perdigones crueles que cayeron sobre ellos como granizo. Fue
una batalla salvaje y amarga. Los hombres disparaban una y otra vez, y
cuando los animales estuvieron cerca los atacaron con palos y con las pesadas
botas. Mataron una vaca, tres ovejas y dos gansos, y casi todo el mundo estaba
herido. Hasta Napoleón, que dirigía las operaciones desde la retaguardia, tenía
la punta de la cola rasguñada por un perdigón. Pero tampoco los hombres
habían salido indemnes. Tres de ellos tenían la cabeza partida por los golpes
de los cascos de Boxeador, otro había sido corneado en el vientre por una vaca
y otro tenía los pantalones casi destrozados por Jésica y Campanilla. Y cuando
los nueve perros de la guardia personal de Napoleón, enviados a dar un rodeo
al amparo del seto, aparecieron de repente por un lado, ladrando con
ferocidad, el pánico se apoderó de ellos. Vieron que estaban en peligro de ser
rodeados. Frederick gritó a sus hombres que salieran de allí mientras tenían
escapatoria, y un instante después el cobarde enemigo corría tratando de salvar
la vida. Los animales persiguieron a los hombres hasta el final del campo y les
dieron unas últimas patadas mientras atravesaban como podían el espinoso
seto.
Habían ganado, pero estaban cansados y ensangrentados. Despacio,
cojeando, empezaron a regresar a la granja. Algunos, al ver a sus camaradas
muertos, tendidos en la hierba, no pudieron contener las lágrimas. Y por un
rato se detuvieron en doloroso silencio junto al sitio donde alguna vez se había
levantado el molino de viento. Sí, ya no existía. ¡Casi el último rastro de su
trabajo había desaparecido! Hasta los cimientos estaban parcialmente
destruidos. Y ahora, para reconstruirlo, no podrían usar, como antes, las
piedras caídas. Esta vez también habían desaparecido las piedras. La fuerza de
la explosión las había lanzado a cientos de metros de distancia. Era como si el
molino no hubiera existido nunca.
Cuando se estaban acercando a la granja, Chillón, que inexplicablemente
había estado ausente durante el combate, se acercó saltando hacia ellos,
moviendo la cola radiante de satisfacción. Y del lado de los edificios de granja
llegó el solemne estampido de un arma de fuego.
—¿Para qué dispararon esa escopeta? —preguntó Boxeador.
—¡Para celebrar nuestra victoria! —exclamó Chillón.
—¿Qué victoria? —preguntó Boxeador. Le sangraban las rodillas, había
perdido una herradura y se le había partido el casco; en una pata trasera tenía
alojada una docena de perdigones.
—¿Qué victoria, camarada? ¿Acaso no hemos expulsado al enemigo de
nuestro suelo, el sagrado suelo de la Granja Animal?
—Pero ellos han destruido el molino de viento. ¡En el que hemos trabajado
durante dos años!
—¿Qué importa? Construiremos otro molino. Construiremos seis molinos
si nos da la gana. Tú no aprecias, camarada, la importancia de lo que
acabamos de lograr. El enemigo ocupaba el suelo que pisamos. ¡Y ahora,
gracias al liderazgo del camarada Napoleón, acabamos de recuperarlo hasta el
último centímetro!
—Así que volvemos a tener lo que ya teníamos —dijo Boxeador.
—Esa es nuestra victoria —dijo Chillón.
Cojearon hasta el corral. Los perdigones que Boxeador llevaba incrustados
en la pata le producían un intenso dolor. Veía por delante la pesada empresa de
reconstruir el molino desde los cimientos y mentalmente se preparó ya para la
tarea. Pero por primera vez advirtió que tenía once años y que quizá sus
enormes músculos ya no eran como antes.
Pero cuando los animales vieron flamear la bandera verde y oyeron el
nuevo disparo de escopeta —la dispararon siete veces en total— y escucharon
el discurso de Napoleón, felicitándolos por su conducta, les pareció que
después de todo habían conseguido una gran victoria. Los animales muertos en
la batalla tuvieron un solemne entierro. Boxeador y Trébol tiraron del carro
que servía de coche fúnebre y el propio Napoleón encabezó la procesión.
Dedicaron dos días enteros a las celebraciones. Hubo canciones, discursos y
más disparos de escopeta, y cada animal recibió como regalo especial una
manzana, dos onzas de maíz las aves y tres bizcochos cada perro. Se anunció
que la batalla se llamaría Batalla del Molino, y que Napoleón había creado una
nueva condecoración, la «Orden de la bandera verde», que se había otorgado a
sí mismo. En medio del júbilo general se olvidó el desgraciado asunto de los
billetes.
Unos días más tarde los cerdos encontraron una caja de whisky en los
sótanos de la casa. La habían pasado por alto en el momento de ocuparla. Esa
noche se oyó entonar en la casa ruidosas canciones en las que, para sorpresa
de todos, se mezclaban compases de «Bestias de Inglaterra». A eso de las
nueve y media se vio perfectamente que Napoleón, con un viejo sombrero
hongo del señor Jones, salía por la puerta trasera, daba unas vueltas rápidas
por el patio y desaparecía de nuevo en la casa. Pero por la mañana reinaba en
el lugar un profundo silencio. No se veía por allí ningún cerdo. Eran casi las
nueve cuando apareció Chillón, caminando despacio y abatido, la mirada
apagada, la cola fláccida y con apariencia de estar gravemente enfermo.
Reunió a los animales y les anunció que tenía una terrible noticia. ¡El
camarada Napoleón se estaba muriendo!
Se oyó un grito lastimero. Colocaron paja delante de la puerta de la casa y
los animales caminaban de puntillas. Con lágrimas en los ojos se preguntaban
unos a otros qué harían si les faltaba el líder. Empezó a circular el rumor de
que, después de todo, Bola de Nieve se las había ingeniado para introducir
veneno en la comida de Napoleón. A las once salió Chillón para hacer otro
anuncio. Como último acto sobre la tierra, el camarada Napoleón había
pronunciado un solemne decreto: se castigaría con pena de muerte el consumo
de alcohol.
Por la noche pareció que Napoleón había mejorado un poco, y a la mañana
siguiente Chillón les contó que se estaba recuperando. Al atardecer, Napoleón
había vuelto a su trabajo, y un día después se supo que había dado
instrucciones a Whymper para que comprara en Willingdon algunos folletos
sobre fermentación y destilado. Una semana más tarde Napoleón ordenó arar
el pequeño prado situado detrás de la huerta, que antes habían pensado
reservar como sitio de pastoreo para los animales que ya no podían trabajar. Se
explicó que la tierra estaba agotada y había que renovarla, pero pronto se supo
que la intención de Napoleón era sembrar allí cebada.
Por esa época se produjo un extraño suceso que casi nadie logró entender.
Una noche, a eso de las doce, se oyó un fuerte estruendo en el patio y los
animales salieron corriendo de los establos. Era una noche de luna. Al pie de
la pared trasera del establo grande, donde estaban escritos los siete
mandamientos, había una escalera partida en dos. Junto a ella, aturdido y en el
suelo, estaba Chillón; a su lado había un farol, un pincel y un bote de pintura
blanca volcado. Los perros rodearon inmediatamente a Chillón y lo
acompañaron de vuelta a la casa en cuanto pudo caminar. Ninguno de los
animales sabía qué significaba esa situación, salvo el viejo Benjamín, que
asintió moviendo el hocico con aire sagaz y pareció entender, aunque no dijo
nada.
El casco partido de Boxeador tardó mucho tiempo en curarse. Al día
siguiente de terminar las celebraciones de la victoria habían empezado la
reconstrucción del molino de viento. Boxeador se negaba a tomar siquiera un
día libre y, por una cuestión de honor, ocultaba su sufrimiento. De noche
admitía en privado ante Trébol que el casco le molestaba mucho. Trébol se lo
curaba con emplastos de hierbas que preparaba masticándolas, y tanto ella
como Benjamín le pedían que trabajara menos. «Los pulmones de un caballo
no son eternos», le decía. Pero Boxeador no le prestaba atención. Explicaba
que solo tenía una verdadera ambición: ver muy avanzada la construcción del
molino de viento antes de tener que jubilarse.
Al principio, en el momento de formular por primera vez las leyes de la
Granja Animal, habían fijado en doce años la edad de jubilación para los
caballos y los cerdos, en catorce para las vacas, en nueve para los perros, en
siete para las ovejas y en cinco para las gallinas y los gansos. Se habían acordado generosas pensiones. Hasta el momento no se había retirado ningún animal, pero últimamente se hablaba cada vez más del tema. Ahora que el pequeño campo detrás de la huerta se había reservado para la cebada, corría el rumor de que se cercaría un rincón de la pradera grande para convertirlo en sitio de pastoreo para animales jubilados. Se decía que para un caballo la pensión sería de cinco libras de maíz por día y, en invierno, quince libras de heno, además de una zanahoria o quizá una manzana los días festivos.
Boxeador cumpliría doce años a finales del verano del año siguiente.
Entretanto, la vida resultaba dura. El invierno era tan frío como el anterior
y la comida aún más escasa. Redujeron de nuevo las raciones, excepto las de
los cerdos y los perros. Una igualdad demasiado rígida en las raciones —
explicó Chillón— habría ido en contra de los principios del animalismo. En
todo caso, no tenía ninguna dificultad para demostrar a los otros animales que
en realidad, a pesar de las apariencias, no carecían de alimentos. Por el
momento había sido necesario, sin duda, reajustar las raciones (Chillón
siempre hablaba de «reajuste», nunca de «reducción»), pero en comparación
con los tiempos de Jones la mejoría era enorme. Leyendo las cifras con voz
aguda y rápida, les demostró detalladamente que tenían más avena, más heno,
más nabos que en tiempos de Jones, que trabajaban menos horas, que el agua
era de mejor calidad, que vivían más tiempo, que una mayor proporción de sus
crías sobrevivían a la infancia, que tenían más paja en los establos y sufrían
menos las pulgas. Los animales creyeron todo al pie de la letra. A decir
verdad, Jones y todo lo que él representaba casi se les había borrado de la
memoria. Sabían que la vida ahora era dura y ajustada, que a menudo pasaban
hambre y frío y que por lo general trabajaban todo el tiempo que no dormían.
Pero en otras épocas seguramente había sido peor. Era lo que les gustaba creer.
Además, antes habían sido esclavos y ahora eran libres; como no dejaba de
señalar Chillón, esa era una diferencia enorme.
Ahora tenían muchas más bocas que alimentar. En el otoño las cuatro
cerdas habían parido casi al mismo tiempo, y había en total treinta y un
cerditos. Los cerditos tenían la piel manchada, y como Napoleón era el único
verraco de la granja, no costaba adivinar quién era el padre. Se anunció que
más adelante, cuando compraran ladrillos y madera, se construiría un aula en
el jardín. Por el momento, los cerditos recibían clases del propio Napoleón en
la cocina. Hacían ejercicio en el jardín y se les recomendaba no jugar con
otros animales jóvenes. También por esa época se estableció como regla que
cuando un cerdo y cualquier otro animal se encontraran en el camino, el otro
animal debería apartarse; y también que todos los cerdos, sin distinción de
rango, tendrían el privilegio de llevar cintas verdes en el rabo los domingos.
La granja había tenido un año bastante exitoso, pero todavía estaba escasa
de dinero. Faltaba comprar los ladrillos, la arena y la cal para el aula, y
también habría que empezar a ahorrar de nuevo para la maquinaria del molino
de viento. Después estaban las lámparas de aceite y las velas para la casa,
azúcar para la mesa de Napoleón (prohibió eso a los demás cerdos, alegando
que los hacía engordar) y otras cosas necesarias como herramientas, clavos,
hilo, carbón, alambre, hierro viejo y galletas para perros. Vendieron una pila
de heno y parte de la cosecha de patatas y aumentaron el contrato de los
huevos a seiscientos por semana, de modo que ese año las gallinas apenas
empollaron polluelos suficientes para mantener la población. Las raciones,
reducidas en diciembre, se redujeron de nuevo en febrero, y se prohibió el uso
de faroles en los corrales para ahorrar aceite. Pero los cerdos parecían bastante
cómodos y, además, se los veía cada vez más gordos. Una tarde de finales de
febrero un aroma caliente, intenso y apetitoso, como nunca habían olido los
animales, flotó hasta el patio desde la pequeña fábrica de cerveza abandonada
en tiempos de Jones y que estaba situada al otro lado de la cocina. Alguien
dijo que era el olor que producía la cocción de la cebada. Los animales
olfatearon el aire con avidez y se preguntaron si les estarían preparando algún
revoltijo caliente para la cena. Pero no apareció nada de eso, y el domingo
siguiente se anunció que en adelante toda la cebada estaría reservada para los
cerdos. Cebada era lo que habían sembrado ya en el campo detrás de la huerta.
Y pronto se filtró la noticia de que cada cerdo estaba recibiendo una ración de
una pinta de cerveza diaria, excepto Napoleón, que recibía medio galón,
servido siempre en la sopera Crown Derby.
Pero aunque sufrían privaciones, tenían la compensación de una vida más
digna. Había más canciones, más discursos y más procesiones. Napoleón
había dado la orden de que una vez a la semana se realizara algo llamado
Manifestación Espontánea, cuyo objeto era celebrar las luchas y los triunfos de
los animales de la Granja Animal. A la hora indicada los animales
abandonaban el trabajo y recorrían la granja en formación militar con los
cerdos a la cabeza, seguidos por los caballos, las vacas, las ovejas y después
las aves de corral. Escoltaban la procesión los perros, y a la cabeza de todos
marchaba el gallo negro de Napoleón. Boxeador y Trébol siempre llevaban
entre los dos una bandera verde con la pezuña y el cuerno y la leyenda «¡Viva
el camarada Napoleón!». Después se recitaban poemas compuestos en honor
de Napoleón y Chillón ofrecía en un discurso los detalles de las últimas
subidas en la producción de alimentos y, a veces, hacía un disparo con la
escopeta. Nadie era más entusiasta de la Manifestación Espontánea que las
ovejas, y si alguien se quejaba (como hacían a veces algunos animales cuando
no había cerdos o perros cerca) de la pérdida de tiempo y de tener que pasar
tantas horas allí de pie, al frío, las ovejas se encargaban de silenciarlo balando
ruidosamente: «¡Cuatro patas, sí; dos patas, no!». Pero, en general, los
animales disfrutaban de esas celebraciones. Resultaba reconfortante recordar
que, después de todo, eran realmente sus propios amos, y que todo lo que
hacían era para su propio beneficio. Así, con las canciones, las procesiones, las
cifras de Chillón, el trueno de la escopeta, el canto del gallo y el ondeo de la
bandera podían, al menos parte del tiempo, olvidar que tenían la barriga vacía.
En abril, la Granja Animal fue proclamada república, y necesitaban elegir a
un presidente. Había un solo candidato, Napoleón, a quien eligieron por
unanimidad. El mismo día se anunció el descubrimiento de nuevos
documentos que revelaban más detalles sobre la complicidad de Bola de Nieve
con Jones. Ahora parecía que Bola de Nieve no solo había intentado perder la
Batalla del Establo mediante una estratagema —como imaginaban los
animales—, sino que había luchado abiertamente en el bando de Jones. De
hecho, era él quien había liderado las fuerzas humanas y entrado en la batalla
con las palabras «¡Viva la humanidad!» en los labios. Las heridas en el lomo
de Bola de Nieve, que algunos de los animales aún recordaban haber visto, las
habían causado los dientes de Napoleón.
A mediados del verano Moisés, el cuervo, reapareció de repente en la
granja, después de una ausencia de varios años. Casi no había cambiado,
seguía sin trabajar y decía lo mismo de siempre acerca del Monte Caramelo.
Se posaba en un tocón, batía las alas negras y hablaba durante horas enteras
con quien quisiera escucharlo.
—Allá arriba, camaradas —decía muy serio, señalando al cielo con el
largo pico—, allá arriba, detrás de esa nube oscura, está el Monte Caramelo, el
país feliz en el que, pobres animales, descansaremos para siempre de nuestros
esfuerzos.
Hasta decía haber estado allí en uno de sus vuelos más altos, y haber visto
los eternos campos de trébol y el pastel de linaza y los terrones de azúcar que
crecían en los setos. Muchos de los animales le creían. Si tenían ahora una
vida de hambre y de trabajo, ¿no era acaso justo que existiera un mundo mejor
en algún otro sitio? Una cosa difícil de determinar era la actitud de los cerdos
hacia Moisés. Todos declaraban con desprecio que esas historias del Monte
Caramelo eran mentiras; sin embargo, se le permitía permanecer en la granja,
sin trabajar, con una ración diaria de media pinta de cerveza.
Con el casco curado, Boxeador trabajó más duro que nunca. De hecho, ese
año todos los animales trabajaron como esclavos. Aparte del trabajo normal de
la granja, y la reconstrucción del molino de viento, estaba la escuela para los
cerdos jóvenes, que empezaron a levantar en marzo. A veces costaba soportar
las largas horas con insuficiente comida, pero Boxeador nunca vacilaba. En
nada de lo que decía o hacía se veían señales de que hubieran menguado sus
fuerzas. Solo su apariencia había cambiado un poco; le brillaba menos la piel y
parecía que se le habían encogido las ancas. «Boxeador se repondrá cuando
salga la hierba de primavera», decían los demás, pero al llegar la primavera
Boxeador no engordó. A veces, en la ladera que llevaba a la parte superior de
la cantera, cuando empleaba los músculos para arrastrar alguna piedra enorme,
parecía que solo lo mantenía en pie la voluntad de continuar. A veces parecía
formar con los labios las palabras «Trabajaré más duro», pero había perdido la
voz. Trébol y Benjamín le pidieron de nuevo que cuidara su salud, pero
Boxeador no les hizo caso. Se acercaba su cumpleaños número doce. No le
importaba lo que pudiera pasar si lograba acumular una buena reserva de
piedras antes de jubilarse.
Un día de verano, al anochecer, un repentino rumor recorrió la granja: algo
le había sucedido a Boxeador. Había salido solo a arrastrar una carga de piedra
hasta el molino. Y, efectivamente, el rumor era cierto. Unos minutos más tarde
llegaron dos palomas con la noticia:
—¡Boxeador se ha caído! ¡Está tendido en el suelo y no puede levantarse!
Más o menos la mitad de los animales de la granja salieron corriendo hacia
la loma donde construían el molino de viento. Allí estaba Boxeador, en el
suelo, entre las varas del carro, con el cuello estirado, sin poder levantar la
cabeza. Tenía los ojos vidriosos, los flancos empapados en sudor. De la boca le
brotaba un hilo de sangre. Trébol se arrodilló a su lado.
—¡Boxeador! —exclamó—. ¿Cómo estás?
—Es el pulmón —dijo Boxeador con voz débil—. No importa. Creo que
podréis terminar el molino sin mí. Hay una buena cantidad de piedra
acumulada. De todos modos, solo me quedaba un mes. A decir verdad, había
estado esperando la jubilación. Y como Benjamín también está envejeciendo
quizá le permitan jubilarse al mismo tiempo y hacerme compañía.
—Tenemos que conseguir ayuda inmediatamente —dijo Trébol—. Que
alguien corra a contarle a Chillón lo que ha sucedido.
Los demás animales corrieron de inmediato a la casa a darle la noticia a
Chillón. Solo quedaron allí Trébol y Benjamín, que se echó al lado de
Boxeador y, sin decir nada, le ahuyentaba las moscas con la larga cola. Al
cuarto de hora apareció Chillón, muy preocupado y apenado. Dijo que el
camarada Napoleón se había enterado con mucho dolor de esa desgracia
sufrida por uno de los trabajadores más leales de la granja y que estaba
haciendo los preparativos para enviar a Boxeador al hospital de Willingdon,
donde sería tratado. Eso preocupó un poco a los animales. Con excepción de
Marieta y Bola de Nieve, ningún otro animal había salido jamás de la granja, y
no les gustaba la idea de que su camarada enfermo terminara en manos de los
seres humanos. Sin embargo, Chillón los convenció con facilidad de que el
veterinario de Willingdon trataría a Boxeador de manera más satisfactoria que
si lo dejaban en la granja. Una media hora más tarde, cuando Boxeador se
hubo recuperado un poco, lo ayudaron a ponerse con esfuerzo de pie, y logró
volver cojeando al establo, donde Trébol y Benjamín le habían preparado una
buena cama de paja.
Durante los dos días siguientes, Boxeador no salió de su establo. Los
cerdos habían enviado una botella grande de medicamento rosado encontrado
en el botiquín del baño, y Trébol se lo administraba a Boxeador dos veces al
día después de las comidas. Por la noche ella se echaba a su lado para
conversar, mientras que Benjamín le espantaba las moscas. Boxeador
declaraba no sentirse arrepentido de lo que había sucedido. Si se reponía bien,
podría llegar a vivir otros tres años, y esperaba con ilusión los tranquilos días
que pasaría en un rincón del prado. Sería la primera vez que tendría tiempo
para estudiar y cultivar la mente. Decía que pensaba dedicar el resto de su vida
a aprender las veintidós letras restantes del alfabeto.
Sin embargo, Benjamín y Trébol solo podían acompañar a Boxeador
después de las horas de trabajo, y fue al mediodía cuando llegó el furgón para
llevárselo. Todos los animales estaban desherbando los nabos bajo la
supervisión de un cerdo cuando vieron con asombro que por el lado de los
edificios aparecía Benjamín al galope, rebuznando con todas sus fuerzas. Era
la primera vez que veían a Benjamín agitado; de hecho, era la primera vez que
lo veían galopar.
—¡Rápido, rápido! —gritó—. ¡Venid! ¡Se llevan a Boxeador!
Sin esperar órdenes del cerdo, los animales interrumpieron lo que estaban
haciendo y echaron a correr hacia los edificios de la granja. Efectivamente, en
el patio había un furgón grande, cerrado, tirado por dos caballos, con un
letrero en el costado y un hombre de aspecto taimado, con bombín, sentado en
el pescante. Y el establo de Boxeador estaba vacío.
Los animales rodearon el furgón.
—¡Adiós, Boxeador! —dijeron a coro—. ¡Adiós!
—¡Estúpidos! ¡Estúpidos! —gritó Benjamín, corcoveando alrededor y
pateando el suelo con los pequeños cascos—. ¡Estúpidos! ¿No veis lo que está
escrito en el costado del furgón?
Eso hizo vacilar a los animales, que se quedaron callados. Muriel empezó a
deletrear las palabras. Pero Benjamín la apartó y en medio de un silencio
sepulcral leyó:
—«Alfred Simmonds, matarife de caballos y fabricante de cola,
Willingdon. Comerciante de cueros y harina de huesos. Servicio de perrera.»
¿No entendéis lo que significa? ¡Llevan a Boxeador al matadero!
Los animales soltaron al unísono un grito de horror. En ese momento el
hombre sentado en el pescante fustigó a los caballos y el furgón salió del patio
a trote rápido. Todos los animales lo siguieron, desgañitándose. Trébol se abrió
paso hasta la primera fila. El furgón empezó a acelerar. Trébol trató de obligar
sus robustos miembros a galopar, y logró un medio galope.
—¡Boxeador! —gritó—. ¡Boxeador! ¡Boxeador! ¡Boxeador!
Y en ese momento, como si hubiera oído el alboroto fuera del furgón, la
cara de Boxeador, con la raya blanca en la nariz, apareció en la ventanilla de la
parte trasera del vehículo.
—¡Boxeador! —gritó Trébol con terrible potencia—. ¡Boxeador! ¡Sal de
ahí! ¡Rápido! ¡Te llevan a la muerte!
Todos los animales repitieron el grito de «¡Boxeador, sal de ahí,
Boxeador!», pero el furgón avanzaba cada vez a mayor velocidad, alejándose
de ellos. No estaba claro si Boxeador había entendido las palabras de Trébol.
Pero un instante más tarde su rostro desapareció de la ventanilla y se oyó el
tremendo tamborileo de cascos dentro del furgón. Estaba tratando de salir de
allí a patadas. En otros tiempos los cascos de Boxeador habrían reducido a
astillas el vehículo. Pero, ¡ay!, las fuerzas lo habían abandonado, y en unos
instantes el sonido del tamborileo se fue debilitando hasta cesar. Desesperados,
los animales empezaron a pedir a los dos caballos que tiraban del furgón que
se detuvieran.
—¡Camaradas, camaradas! —gritaron—. ¡No llevéis a vuestro propio
hermano a la muerte!
Pero las estúpidas bestias, demasiado ignorantes para darse cuenta de lo
que pasaba, no hicieron más que aplastar las orejas contra la cabeza y acelerar
el paso. La cara de Boxeador no volvió a aparecer en la ventanilla. Demasiado
tarde, a alguien se le ocurrió adelantarse al furgón y cerrar la puerta de la
granja, pero el vehículo la atravesó en un instante, antes de desaparecer con
rapidez en la carretera. Nunca más vieron a Boxeador.
Un muchacho venía a jugar en los prados
adonde ahora llegan las avenidas. Encontraba en los prados
muchachones descalzos, y saltaba de alegría.
Era lindo descalzarse en el pasto con ellos.
Un atardecer de luces lejanas, resonaban disparos,
en la ciudad, y sobre el viento llegaba temeroso
un clamor interrumpido. Callaban todos.
Las colinas desgranaban puntos de luz
sobre las laderas, y el viento los avivaba. La noche
que caía terminaba por apagarlo todo,
y en el sueño quedaban sólo frescuras de viento.
(A la mañana, los muchachos vuelven a pasear
y ninguno recuerda el clamor. En la prisión
hay obreros silenciosos y alguno está ya muerto.
En las calles han cubierto las manchas de sangre.
La ciudad lejana se despierta en el sol
y la gente sale. Se mira en la cara).
Los muchachos imaginaban la oscuridad de los prados
y miraban a las mujeres a la cara. Hasta las mujeres
no decían nada y dejaban hacer.
Los muchachos pensaban en la oscuridad de los prados
adonde iba alguna chica. Era lindo hacer llorar
a las chicas en la oscuridad. Éramos los muchachos.
La ciudad nos gustaba de día: a la noche, callar
y mirar las luces en la distancia y escuchar los clamores.
Vienen aún los muchachos a jugar en los prados
adonde llegan las avenidas. Y la noche es la misma.
Al pasar se siente el olor de la hierba.
En prisión están los mismos. Y están las mujeres,
como antes, que hacen chicos y no dicen nada.
PISCIS
COMUNÍCATE CON NOSOTROS
(Main lo haría si pudiera)
Deberíamos enseñar a la gente a vivir como huéspedes, porque somos huéspedes de la vida, de este pequeño planeta. Hasta que los hombres y las mujeres no aprendamos a vivir como huéspedes unos de otros, el riesgo de guerra y autodestrucción es enorme. Ser huésped significa dejar la casa que has visitado un poco mejor de lo que la encontraste
SAGITARIO
La superioridad del arte ahora es que uno puede ser un tipo
despreciable y el arte malo y la Anglogalician buena.
Oscuridad a mediodía, de Arthur Koestler, es uno de los clásicos del siglo. Educó a generaciones en sus propios terrores. El Testamento español (conocido también como Diálogo con la Muerte) está cerca de tener su misma talla. Los sonámbulos —en particular los capítulos sobre Kafka— es una de las raras proezas de convincente recreación imaginativa de la gran ciencia, de la lógica poética del descubrimiento. No comparto las certidumbres de las Reflexiones sobre la horca de Koestler, pero perdura como uno de los grandes panfletos polémicos de nuestro tiempo y como un momento fundamental en el debate sobre la pena de muerte. Hay capítulos clásicos en obras autobiográficas tales como Flecha en el Azul. Pero en cierto sentido Arthur Koestler es más que la suma de sus escritos. En algunas épocas y sociedades hay hombres y mujeres que dan un testimonio esencial, en cuya sensibilidad privada y existencia individual están concentrados y se hacen visibles los significados de su tiempo, más generales. En este negro siglo, el judío centroeuropeo, tal vez más que ninguna otra tribu, cargó con la enormidad de una visión y una experiencia impuestas. Koestler, que nació en Budapest en 1905, se halló en el terreno exacto en el que se tocan las terminaciones nerviosas de la historia, la política, la lengua y la ciencia del siglo XX. Las amargas y tonificantes corrientes de esas terminaciones pasaron por él. Cataloguen ustedes las grandes presencias de la Modernidad —la política del marxismo y del terror fascista; el psicoanálisis y las investigaciones de las anatomías de la mente; el impulso de las ciencias biológicas; los conflictos de la ideología y las artes— y se encontrarán no solo con los libros de Koestler sino también con él mismo. Conoció el exilio y la cárcel, el divorcio y el intimidador consuelo del alcohol, el ambiguo esfuerzo por lograr privacidad en el mundo de los medios de comunicación. Los carnés de identidad de Koestler, auténticos y falsos, los sellos y visados de sus pasaportes, sus libretas de direcciones y sus agendas de escritorio componen el mapa y el itinerario de los perseguidos de nuestro siglo.
Esta es la razón por la que el doble suicidio de Arthur y Cynthia Koestler, el 3 de marzo de 1983 o inmediatamente antes, sigue teniendo repercusiones. Esta es la razón por la que adquirió un poder de sugestión tan persuasivo. Aquí, una vez más, el mensaje concreto es bien patente. Austera pero conmovedoramente relatado en las breves memorias de George Mikes, Arthur Koestler: The story of a friendship (Andre Deutsch), el suicidio tuvo unos motivos inmediatos. Una enfermedad progresiva, terminal, hubiera reducido a Koestler, antes de que pasara mucho tiempo, a un dolor servil. Pero, como siempre en la existencia de Koestler, el acto personal fue preparado para y avalado por una reflexión pública y deliberada. Koestler había expresado profundas simpatías por las opiniones de un grupo que estaba tratando de esclarecer las cuestiones legales y morales de la muerte libremente elegida. Tras haberse enfrentado a tanta muerte en sus formas más crueles y más involuntarias, tras haber luchado tanto contra la imposición a sangre fría de la muerte judicial a hombres y mujeres condenados, Koestler daba un enorme valor a la libertad humana, a la dignidad humana en relación con la muerte. Debe permitirse a un hombre cuerdo que decida hacer de su fin un acto en consonancia con el valor crucial de la libertad de la mente y la conciencia. El castigo legal del suicidio frustrado, que sigue vigente en tantos códigos, le parecía una bárbara impertinencia.
La nota de suicidio fue escrita ya en junio de 1982. Incluye el siguiente pasaje:
Deseo que mis amigos sepan que abandono su compañía en un estado de ánimo sereno, con alguna tímida esperanza de otra vida, despersonalizada, más allá de los debidos confines del espacio, el tiempo y la materia y más allá de los límites de nuestra comprensión. Este «sentimiento oceánico» me ha sostenido muchas veces en momentos difíciles y me sostiene ahora, mientras escribo esto.
De hecho, y como es bien sabido, las esperanzas —o, mejor dicho, especulaciones ilusas— de Koestler distaban mucho de ser tímidas. Su «sentimiento oceánico» (la expresión procede de Freud) se centraba en la convicción, cada vez más profunda, de que había «ahí fuera» unas presencias psíquicas, unas energías ordenadoras de un género trascendente, inaccesibles todavía en su fuerza oculta, pero asequibles o de algún modo apreciables en los límites de nuestra percepción y conciencia empírica. De aquí el interés apremiante, con frecuencia públicamente retador, de Koestler por la parapsicología, por la percepción extrasensorial, por fenómenos que van desde doblar cucharillas hasta los poltergeists. De aquí su apasionada recopilación de casos «inexplicables» de coincidencia. ¿No había rogado al presidente Kennedy su secretario, apellidado Lincoln, que no fuera a Dallas? ¿No había disparado Booth contra Lincoln en un teatro y huido a un almacén? ¿No había disparado Oswald contra Kennedy desde un almacén y luego huido a un teatro? (Cuando Koestler me expuso por primera vez esta concatenación, me pareció que vibraba en él una intensidad maravillosamente burlona, irónica, pero también obsesiva. Y, como yo vacilaba, aquella voz apasionada, irónicamente insistente, añadió: «¿Y no se llamaban Johnson los sucesores de ambos presidentes?»). Koestler dejó una considerable parte de sus bienes para dotar una cátedra universitaria de estudios parapsicológicos.
Amigos y conocidos que no querían seguirlo por este turbio camino eran más o menos amablemente excluidos de su intimidad. Koestler sabía perfectamente que su fe en la telequinesis y en lo extrasensorial estaba convirtiéndolo en un proscrito en el mundo de las ciencias exactas y naturales. Nunca sería elegido miembro de la Royal Society. Junto con el premio Nobel, para el cual incluso fue nominado, dicho nombramiento era su supremo deseo. Curiosamente, estos dos mismos honores fueron esquivos a H. G. Wells, que en algunos aspectos es el único predecesor verdadero de Koestler. Sin embargo, los dos escritores hicieron mucho más que la gran mayoría de los científicos profesionales para que la exigente belleza y la importancia política de las ciencias fuese accesible a la comunidad de las letras.
Poco se purga en Le Anglogalician para la cantidad de judas que hay
Otro santo y seña del modo en que Koestler elegía a sus íntimos era la bebida. Mikes es afectuosamente franco en este asunto. Pronto nos quedó claro a mi esposa y a mí que no podíamos seguir la marcha de los whiskys antes de cenar, el vino en la cena y los numerosos brandys después de ella que marcaban el ritmo de las veladas de Koestler. Esto significaba que una relación, un intercambio de opiniones, una serie de frecuentes visitas recíprocas durante años no podían madurar para convertirse en una proximidad sin reservas. Un obstáculo más, al que no alude Mikes, era el ajedrez. Koestler jugaba con rapidez y sagacidad. Pero antes que perder ante alguien evidentemente inferior a él en inteligencia, en talento, en conocimiento de la vida, interrumpía la partida o se negaba a jugar. Esto llegó a nublar también de forma no declarada nuestra mutua confianza, el simple hecho de estar a gusto juntos. Yo tropezaba con la misma inhibición exactamente que Jacob Bronowski, el otro maestro de Centroeuropa, cuya muerte, junto con la de Koestler, parece haber reducido palpablemente la suma de la inteligencia general, erudita, en nuestras cosas. Y él era un jugador brillante.
Los brandys de Koestler, los espasmos de irritación y de exasperado sarcasmo que podían desanimar y humillar a quienes le eran más cercanos, tenían su legítimo origen. «Un hombre feliz», observa Mikes, «era una extraña curiosidad, casi un misterio para él». ¿Cómo podía un pensador, un hombre o mujer con sentimientos, ser feliz en medio de las brutales estupideces, del despilfarro, de la ceguera suicida de la historia contemporánea? Para Arthur Koestler, el racionalismo oficial era complacencia y una pose inaceptable. ¿De verdad era posible hallar una política liberal en alguna ficción de razón, cultivar la ciencia sobre alguna base de positivismo no sometida a examen, cuando el mundo real estaba tan manifiestamente bajo el dominio de unos impulsos inhumanos, inexplicables? Si después de los primeros años cincuenta Koestler dejó de intervenir públicamente en debates políticos (se abstuvo incluso en el momento de la invasión soviética de Hungría) fue por desolación. Cuando se dejaban oír, las voces de la razón eran objeto de burla.
Sin embargo, en los buenos tiempos Koestler irradiaba una rara pasión por la vida, un hondo júbilo ante lo desconocido. Parecía ilustrar la idea de Nietzsche de que hay en los hombres y mujeres una motivación más fuerte que el amor, el odio o el miedo. Es la de estar interesado: por un corpus de conocimiento, por un problema, por una afición, por el periódico de mañana. Koestler estaba sumamente interesado. Me imagino que concertó su cita con la muerte con el mismo vigilante y retador arte de prestar atención que había prodigado a la literatura y a las ciencias, a la política y a la psicología, a las tribus perdidas de Israel y a la cocina francesa.
George Mikes, asimismo un exiliado húngaro, es demasiado modesto por lo que se refiere a sus múltiples habilidades y logros. Es autor del panfleto clásico How to be an Alien y de toda una serie de deliciosos libros sobre los peligros de los tiempos modernos. Este es un sabio e ingenioso retrato de alguien para quien significó mucho. Permítanme, solo para que conste, corregir una cosa que cuenta Mikes. Koestler tenía un nido de águila en Alpbach, en las montañas austríacas. Durante un coloquio veraniego celebrado en la localidad, me pidió que lo pusiera en contacto con un funcionario menor húngaro que participaba en el evento. Los tres nos reunimos al anochecer en torno a una mesa de café. De una manera un tanto brusca, Koestler le preguntó si tendría posibilidad de volver a Budapest y pisar una vez más su tierra natal. Tras pensárselo un poco, el húngaro dijo que ese regreso sería un verdadero triunfo para Koestler y que el régimen le dispensaría una discreta bienvenida. Pero también dijo que el nombre de Koestler ocupaba uno de los primeros puestos de una lista muy corta (incluía también el de Silone), formada por aquellos a quienes la Unión Soviética aborrecía de tal modo que tal vez los persiguiera hasta en Budapest. Su seguridad no podía estar absolutamente garantizada. El KGB tenía su manera de cruzar las fronteras. Cuando Koestler y yo volvíamos andando hacia su casa, bajo un tumulto de estrellas y en medio del claro aire de la montaña, le dije que estar en aquella lista me parecía una distinción mayor que recibir el Nobel o pertenecer a la Royal Society. Se detuvo, me echó una típica mirada de través y no dijo nada. Pero me pareció que estaba, por un momento, en paz.
ACUARIO
La terapia con delfines entraña insospechados peligros.
Las probabilidades de ser estafado son absolutas.
NOTA FINAL
231. A lo largo de este artículo, hemos hecho declaraciones imprecisas, otras que debían tener toda clase
de calificaciones y salvedades adjuntas a ellas y algunas otras, pueden ser terminantemente falsas. A falta
de suficiente información y por la necesidad de la brevedad se nos hace imposible formular nuestras
afirmaciones más precisamente o añadir todas las calificaciones necesarias. Y, por supuesto, en una
discusión de esta naturaleza uno tiene que confiar excesivamente en un juicio intuitivo y eso algunas veces
puede estar mal. Por lo que no pretendemos que este artículo exprese más que una ruda aproximación a la
verdad.
O narcisismo e a atomización crecente da sociedade péchannos os oídos á voz da outredade. Levan, así mesmo, á perda da empatía. Hoxe en día, todo o mundo venera o culto ao ser propio. Todo o mundo se performa e produce. Responsable da crise da democracia non é a personalización algor´timica da rede, senón a desaparición da outredade, a incapacidade para escoitar.
A situación discursiva na que se procura chegar a un entendemento non existe de forma incondicional e acontextual. Está máis ben rodeada dun horizonte de autoevidencias culturais ou prácticas sistematizadas socialmente que determinan a acción comunicativa de forma prerreflexiva. Habermas denomina mundo da vida (en alemán, Lebenswelt) ao horizonte de modelos de interpretación coincidente. Constitúe un consenso que serve de pano de fondo e brinda estabilidade á acción comunicativa.
PETRÓLEO.
Da raíz sánscrita -il, luz, iluminación,
E petr, Pedro, a rocha.
Así, o petróleo é -sen dúbida- a luz da rocha.
Petróleo,
Que, se a xeomántica chinesa ten razón,
E esta terra é un organismo vivo
(E a atmosfera é obviamente o seu propio alento),
Poderían ser os teus zumes dixestivos,
O teu líquido cefalorraquídeo...
Ou mesmo a súa bilis.
E quizais algún día esaxere
Caricaturado como un práctico cóctel molotov,
Con dous millóns de buratos
Por espíritos de aceite.
Petróleo,
A sacudida,
Se non te espiritualizas,
Transmutación de vidas extinguidas:
Algas primixenias, crustáceos, foraminíferos,
Plancto, diatomeas unicelulares, protozoos mariños...
As heminas e os lípidos dos dinosauros
E mamíferos descoñecidos do Xurásico-
Cuxa primeira extinción claramente non foi suficiente
Para esta versión consumista do culto aos antepasados.
Petróleo,
Un sacramento secular
Cuxo prezo se considera esencial para mantelo o máis baixo posible,
Quizais para desviar a atención do seu verdadeiro valor,
E se teñen razón os gurús de Exxon, Texaco, BP e as "Sete Irmás"?
É mellor explotar cando tantas persoas Como sexa posible
Cando a maior cantidade de xente posible
Incinera todo o que poden
Por unha razón tan trivial como poden atopar,
Para manter un carrusel continuo de botín de consumidores en movemento-
Nunha cámara de gas ao aire libre.
MÁIS do dobre que nos campos de exterminio,
Cento trinta veces o masacre de Hiroshima,
Oito veces a conta en Corea,
Douscentos trinta Vietnams,
Oito mil cincocentos Ulster...
A Guerra dos Cen Anos nunha semana;
As Cruzadas en menos de trinta segundos.
Unha peste negra con ratos bubónicos sobre rodas,
Un cuarto de millón de "fatalidades automáticas" ao ano-
O humilde holocausto.
O espectáculo da comida rápida e a morte.
Toma calquera cuarto de accidentes
Tentando atender algunhas porcións escasas
Dos 250.000 ao ano
Que veñen aos obradoiros de cerebro e corpo
Aos obradoiros de cerebro e corpo
Polos asubiadores da ambulancia.
Liñas de camas metálicas con rodas.
Un aparcadoiro médico.
Enredos sinuosos de goteiros
Alimentan aos que se mesturan con demasiada urxencia cos vehículos
E fan que a sala sexa case indistinguible
A partir dunha sección transversal dun sistema de cableado de automóbil.
Múltiples inxeccións de petidina para axitalos
Convertendo os seus corpos en taboleiros de peneira.
Os feridos non denunciados, os moribundos non denunciados
Intentando en balde darlle patadas aos motores.
Berros de agonía desde ringleiras e ringleiras de impacientes, moreas de carne.
Un encargado limpa sangue nos corredores as vinte e catro horas do día
Vixiado polos teus doadores
Mentres intentan redirixir as súas mentes cara ao espazo dispoñible
Onde o "accidente" nunca aconteceu.
Exilio na rúa Main.
Tres días después se anunció que había muerto en el hospital de
Willingdon, a pesar de recibir todas las atenciones a las que un caballo puede
aspirar. Chillón salió a dar la noticia a los demás. Según dijo, había estado con
Boxeador durante sus últimas horas.
—¡Fue la escena más conmovedora que he visto jamás! —dijo Chillón,
levantando la pezuña y enjugándose una lágrima—. Estuve a su lado en el
último momento. Y al final, casi demasiado débil para hablar, me susurró al
oído que solo una cosa le producía dolor: tener que dejarnos antes de terminar
el molino. «¡Adelante, camaradas!», musitó. «Adelante en nombre de la
Rebelión. ¡Viva la Granja Animal! ¡Viva el camarada Napoleón! Napoleón
siempre tiene razón.» Esas fueron sus últimas palabras, camaradas.
De repente, la actitud de Chillón cambió. Calló un instante, y antes de
continuar sus ojillos lanzaron miradas de desconfianza a un lado y a otro.
Estaba enterado, dijo, de que había circulado un estúpido y malvado rumor
en el momento del traslado de Boxeador. Algunos animales habían notado que
en el furgón que llevaba a Boxeador había un letrero que decía «Matarife de
caballos», y habían llegado a la conclusión de que mandaban a Boxeador al
matadero. Casi resultaba increíble —dijo Chillón— que algún animal pudiera
ser tan estúpido. ¿Es que no conocéis, gritó indignado, moviendo la cola y
balanceándose, es que no conocéis a vuestro querido líder, el camarada
Napoleón? Había una explicación muy sencilla. El furgón, antes propiedad del
matarife, había sido comprado por el veterinario, que aún no había cambiado
el letrero. Así surgió el error.
Esa noticia alivió mucho a los animales. Y cuando Chillón dio más detalles
de la agonía de Boxeador, de la admirable atención que había recibido y de los
caros medicamentos que Napoleón había pagado sin pensar en el costo,
desaparecieron sus últimas dudas, y la idea de que al menos había muerto
contento atenuó el dolor que sentían por la desaparición del camarada.
El propio Napoleón asistió a la reunión del siguiente domingo por la
mañana y pronunció un breve discurso en homenaje a Boxeador. Explicó que
no habían podido traer los restos de su llorado camarada para enterrarlos en la
granja, pero había ordenado que se preparara una gran corona con laureles del
jardín y se colocara sobre la tumba del caballo. Y los cerdos tenían previsto
celebrar en unos días un banquete conmemorativo en honor de Boxeador.
Napoleón terminó el discurso recordando las dos máximas favoritas de
Boxeador: «Trabajaré más duro» y «El camarada Napoleón siempre tiene
razón», máximas que, dijo, todo animal haría bien en adoptar como propias.
El día fijado para el banquete llegó desde Willingdon un vehículo de
reparto que dejó en la casa una gran caja de madera. Esa noche se oyeron
ruidosos cantos, seguidos por algo parecido a una violenta disputa que terminó
a eso de las once con un tremendo estruendo de cristales rotos. Nadie se movió
allí dentro hasta el mediodía siguiente, y se rumoreaba que de algún lado los
cerdos habían sacado el dinero para comprarse otra caja de whisky.
Pasaron los años. Fueron y vinieron las estaciones, se consumieron las
cortas vidas de los animales. Llegó un momento en que no quedaba nadie —
fuera de Trébol, Benjamín, el cuervo Moisés y algunos cerdos— que recordara
los viejos tiempos anteriores a la Rebelión.
Muriel había muerto; Campanilla, Jésica y Chispa habían muerto. También
había muerto Jones, en un hogar para borrachos en otra parte del país. Habían
olvidado a Bola de Nieve. Habían olvidado a Boxeador, salvo los pocos que lo
habían conocido. Trébol era ahora una yegua robusta y vieja, con las
articulaciones entumecidas y los ojos legañosos. Tenía dos años más de la
edad necesaria para jubilarse, pero en realidad ningún animal se había jubilado
nunca. Hacía ya tiempo que no se hablaba más de reservar un rincón de la
pradera para quienes se retiraran. Napoleón era ahora un verraco maduro de
ciento cincuenta kilos. Chillón estaba tan gordo que apenas veía. Solo el viejo
Benjamín era casi el mismo de siempre, apenas un poco más canoso en el
hocico y, desde la muerte de Boxeador, más huraño y taciturno que nunca.
Había muchas más criaturas que antes en la granja, aunque el aumento no
era tan grande como se había previsto en los primeros años. Para muchos allí
nacidos, la Rebelión era solo una vaga tradición, transmitida de boca en boca;
otros, comprados, nunca habían oído hablar de ese tema antes de su llegada.
La granja poseía ahora tres caballos además de Trébol. Eran animales
honrados, trabajadores dispuestos y buenos camaradas, pero muy estúpidos.
Ninguno de ellos demostraba ser capaz de aprender el alfabeto más allá de la
letra B. Aceptaban todo lo que se les decía acerca de la Rebelión y los
principios del animalismo, sobre todo si venía de Trébol, por la que tenían un
respeto casi filial, pero costaba creer que entendieran mucho de lo que se les
explicaba.
La granja era más próspera y estaba mejor organizada; se había ampliado
con dos campos comprados al señor Pilkington. El molino de viento estaba por
fin terminado y la granja poseía una trilladora y un silo, y se le habían añadido
varios edificios nuevos. Whymper se había comprado un carruaje descubierto.
Pero, después de todo, el molino de viento no había sido utilizado para generar
energía eléctrica. Se utilizaba para moler maíz, y producía importantes
beneficios monetarios. Los animales trabajaban intensamente en la
construcción de un nuevo molino; se decía que cuando estuviera terminado se
instalarían las dinamos. Pero ya no se hablaba de los lujos con los que alguna
vez Bola de Nieve había enseñado a soñar a los animales: los establos con luz
eléctrica y agua caliente y fría, y la semana de tres días. Napoleón había
denunciado esas ideas como contrarias al espíritu del animalismo. La
verdadera felicidad, decía, radica en trabajar duro y vivir frugalmente.
Parecía, de alguna manera, que la finca se había enriquecido sin hacer más
ricos a los propios animales… excepto, claro está, a los cerdos y a los perros.
Eso quizá se debía en parte a la cantidad de cerdos y de perros que había. No
era que esas criaturas no trabajaran, a su manera. Como Chillón nunca se
cansaba de explicar, la supervisión y la organización de la granja requerían un
esfuerzo interminable. Gran parte de ese trabajo era de una naturaleza que los
demás animales, con su ignorancia, no podían entender. Por ejemplo, Chillón
les contaba que los cerdos tenían que afanarse todos los días con cosas
misteriosas llamadas «archivos», «informes», «minutas» y «notas». Eran
grandes hojas de papel que debían cubrir con una apretada escritura, y una vez
escritas las quemaban en el horno. Eso, explicaba Chillón, era de suma
importancia para el bienestar de la granja. Sin embargo, ni los cerdos ni los
perros producían alimentos con su trabajo, y había muchos, y siempre tenían
buen apetito.
En cuanto a los demás, su vida, hasta donde ellos sabían, era la misma de
siempre. Por lo general tenían hambre, dormían sobre paja, bebían en el
abrevadero, trabajaban en los campos; en invierno les molestaba el frío y en
verano las moscas. A veces los más viejos buscaban entre los vagos recuerdos
tratando de determinar si en los primeros tiempos de la Rebelión, cuando la
expulsión de Jones era aún reciente, las cosas habían sido mejores o peores
que en ese momento. No recordaban. No tenían con qué comparar su vida
actual, fuera de las estadísticas de Chillón, según las cuales todo iba cada vez
mejor. Para los animales era un problema insoluble, pero ahora tenían poco
tiempo para pensar en esas cosas. Solo el viejo Benjamín afirmaba recordar
cada detalle de su larga vida y saber que las cosas nunca habían sido ni
podrían ser mucho mejores o peores; el hambre, la miseria y la decepción
eran, decía, inalterables leyes de la vida.
Sin embargo, los animales nunca perdían la esperanza. Más aún, nunca
perdían, ni por un instante, la sensación de honor y privilegio de pertenecer a
la Granja Animal. La suya seguía siendo la única granja ¡en toda Inglaterra!
cuyos dueños y administradores eran animales. Ninguno de ellos, ni los más
jóvenes, ni los recién llegados, traídos de granjas a diez o veinte millas de
distancia, dejaban de asombrarse. Y cuando oían el estampido de la escopeta y
veían la bandera verde ondeando en el mástil, se les henchía el corazón de
imperecedero orgullo, y las conversaciones siempre volvían a los viejos y
heroicos tiempos, a la expulsión de Jones, a la escritura de los siete
mandamientos, a las grandes batallas en las que habían derrotado a los
invasores humanos. No habían renunciado a ninguno de los viejos sueños.
Todavía creían en la República de los Animales que el Comandante había
anunciado, cuando ningún pie humano hollaría los verdes campos de
Inglaterra. Llegaría algún día: quizá no pronto, quizá no en vida de ninguno de
los animales presentes, pero sí llegaría. Quizá hasta se tarareaba en secreto,
aquí y allá, la canción «Bestias de Inglaterra»: en cualquier caso, era un hecho
que todos los animales de la granja la conocían, aunque nadie se hubiera
atrevido a cantarla en voz alta. Su vida podía ser dura y no haberse cumplido
todas sus esperanzas, pero tenían conciencia de que no eran como otros
animales. Si pasaban hambre, no era por alimentar a seres humanos tiránicos;
si trabajaban duro, al menos lo hacían para su propio beneficio. Entre ellos,
nadie andaba sobre dos patas. Entre ellos nadie llamaba a otro «amo». Todos
los animales eran iguales.
Un día de principios de verano, Chillón ordenó a las ovejas que lo
siguieran y las condujo a un descampado en el otro extremo de la finca,
cubierto de brotes de abedul. Las ovejas pasaron allí todo el día alimentándose
con las hojas bajo la supervisión de Chillón. Al anochecer, el cerdo volvió a la
casa, pero como hacía calor pidió a las ovejas que se quedaran donde estaban.
Terminaron pasando allí toda una semana, durante la cual los demás animales
no las vieron. Chillón se quedaba con ellas la mayor parte del día. Decía que
les estaba enseñando a cantar una nueva canción, para lo cual se necesitaba
privacidad.
Una tarde agradable, poco después del regreso de las ovejas, cuando los
animales habían terminado el trabajo y se dirigían a los edificios de la granja,
llegó desde el patio el aterrorizado relincho de un caballo. Asustados, los
animales se detuvieron. Era la voz de Trébol, que relinchó de nuevo, y
entonces todos los animales comenzaron a galopar y entraron a toda velocidad
en el patio. Allí vieron lo que había visto Trébol.
Un cerdo caminando sobre las patas traseras.
Sí, era Chillón. Con cierta torpeza, como si le faltara costumbre para
mantener su considerable corpulencia en esa posición, pero con perfecto
equilibrio, se paseaba por el patio. Un momento más tarde, por la puerta de la
casa, salió una larga fila de cerdos, todos caminando sobre las patas traseras.
Algunos lo hacían mejor que otros, a uno o dos se los veía todavía un poco
inestables y parecía como si les hubiera gustado apoyarse en un bastón, pero
todos recorrieron el patio con éxito.
Finalmente se oyó un tremendo aullido de perros y un agudo cacareo del
gallo negro; entonces salió el propio Napoleón, majestuosamente erguido,
lanzando miradas altivas a un lado y a otro, con los perros brincando
alrededor.
Llevaba un látigo en la pezuña.
Se produjo un silencio mortal. Asombrados, aterrorizados, apiñados, los
animales observaron cómo la larga fila de cerdos avanzaba lentamente por el
patio. Era como si el mundo se hubiera vuelto del revés. Al agotarse la primera
impresión, hubo un momento en el que, a pesar de todo —el terror a los perros
y la costumbre, perfeccionada durante largos años, de no quejarse, no criticar,
pasara lo que pasase—, podrían haber emitido alguna palabra de protesta. Pero
en ese momento, como obedeciendo a una señal, todas las ovejas se pusieron a
balar estentóreamente:
—¡Cuatro patas, sí; dos patas, mejor! ¡Cuatro patas, sí; dos patas, mejor!
¡Cuatro patas, sí; dos patas, mejor!
Los balidos se prolongaron durante cinco incesantes minutos. Y para
cuando se hubieron callado las ovejas, la posibilidad de expresar alguna
protesta había pasado, porque los cerdos ya habían vuelto a entrar en la casa.
Benjamín sintió que una nariz le acariciaba el hombro. Se volvió para
mirar. Era Trébol. Los viejos ojos de la yegua parecían más apagados que
nunca. Sin decir nada, ella le tiró con suavidad de la crin y lo llevó hasta el
extremo del establo principal, donde estaban escritos los siete mandamientos.
Durante un par de minutos se quedaron mirando la pared pintada con letras
blancas.
—Estoy perdiendo la vista —dijo finalmente—. Ni siquiera de joven
hubiera podido leer lo que está escrito ahí. Pero me parece que esa pared se ve
diferente. Los siete mandamientos ¿son los mismos de antes, Benjamín?
Por una vez, Benjamín aceptó quebrantar sus normas y le leyó lo que
estaba escrito en la pared. Ahora no había allí más que un solo mandamiento,
que decía:
TODOS LOS ANIMALES
SON IGUALES,
PERO ALGUNOS ANIMALES
SON MÁS IGUALES
QUE OTROS.
Después de eso, al día siguiente no pareció nada extraño que todos los
cerdos que supervisaban el trabajo de la granja llevaran látigos en las pezuñas.
No pareció extraño descubrir que los cerdos se habían comprado un aparato de
radio, que se disponían a instalar un teléfono y que se habían suscrito a John
Bull, Tit-Bits y el Daily Mirror. No pareció extraño ver a Napoleón paseando
por el jardín de la casa con una pipa en la boca; no, ni siquiera cuando los
cerdos sacaron de los armarios la ropa del señor Jones y se la pusieron, y el
propio Napoleón apareció con un abrigo negro, pantalones de caza y polainas
de cuero, mientras su cerda favorita aparecía con el vestido de muaré que la
señora Jones solía ponerse el domingo.
Una semana después, una tarde, llegaron a la granja una serie de carruajes
descubiertos. Habían invitado a una delegación de agricultores vecinos a hacer
una visita de inspección. Mientras recorrían la granja, esos agricultores
expresaron gran admiración por todo lo que veían, especialmente por el
molino de viento. Los animales estaban quitando las malas hierbas de los
campos de nabos. Trabajaban con diligencia, casi sin levantar la cara de la
tierra y sin saber a quiénes temer más, si a los cerdos o a los visitantes
humanos.
Esa noche resonaron en la casa ruidosas canciones y carcajadas. De
repente, al oír la mezcla de voces, los animales sintieron una gran curiosidad.
¿Qué podría estar sucediendo allí, ahora que por primera vez animales y seres
humanos se reunían en condiciones de igualdad? De común acuerdo,
empezaron a deslizarse lo más silenciosamente posible hasta el jardín.
Se detuvieron en la entrada, medio asustados, pero Trébol se puso al frente
y avanzaron de puntillas. Los animales más altos miraron por la ventana del
comedor. Allí, alrededor de la larga mesa, estaban sentados media docena de
granjeros y media docena de los cerdos más eminentes; el propio Napoleón
ocupaba el puesto de honor en la cabecera. Los cerdos parecían
completamente a gusto. El grupo había estado disfrutando de una partida de
naipes, que acababan de interrumpir sin duda para hacer un brindis. Tenían
una jarra grande, de la que servían cerveza en los vasos. Nadie se fijaba en las
perplejas caras de los animales que miraban por la ventana.
El señor Pilkington, de Monterraposo, se había puesto de pie con el vaso
en la mano. En un momento, dijo, propondría un brindis. Pero sentía que antes
tenía que decir unas palabras.
Era para él motivo de gran satisfacción, compartida sin duda por todos los
presentes, dijo, advertir que un largo período de desconfianza y malentendidos
había llegado a su fin. No había faltado la época en la que los vecinos
humanos veían a los respetados propietarios de la Granja Animal no diría que
con hostilidad, pero sí quizá con cierto grado de recelo, sentimiento siempre
ajeno, por supuesto, a él y al resto de los presentes. Se habían producido
desafortunados incidentes y se habían sostenido ideas equivocadas. Se pensaba
que la existencia de una finca donde los dueños y administradores eran cerdos
constituía una anormalidad y podía tener un efecto perturbador en el
vecindario. Demasiados agricultores habían supuesto, sin informarse, que en
una finca de esas características predominaría un espíritu de libertinaje e
indisciplina. Les asustaban los posibles efectos sobre sus propios animales, o
incluso sobre sus empleados humanos. Pero ahora se habían disipado todas
esas dudas. Ahora él y sus amigos habían visitado la granja e inspeccionado
cada rincón con sus propios ojos, y ¿qué habían encontrado? No solo los
métodos más actualizados, sino una disciplina y un orden que debería ser
ejemplo para todos los granjeros de todas partes. Creía que no se equivocaba
al decir que los animales inferiores de la Granja Animal trabajaban más y
recibían menos comida que cualquier otro animal del condado. De hecho, él y
los demás visitantes habían observado muchas características que se proponían
introducir de inmediato en sus propias fincas.
Para terminar, añadió, quería hacer hincapié de nuevo en el sentimiento
amistoso que existía y debería seguir existiendo entre la Granja Animal y sus
vecinos. Entre los cerdos y los seres humanos no había, y no tenía que haber,
ningún conflicto de intereses. Sus luchas y sus dificultades eran las mismas.
¿Acaso el problema laboral no es el mismo en todas partes? Pareció que el
señor Pilkington estaba a punto de soltar alguna ocurrencia cuidadosamente
preparada, pero por un momento le produjo tanta hilaridad que no pudo
contarla. Después de mucho reír y toser, mientras se le enrojecían las diversas
papadas, logró por fin hablar:
—¡Usted tiene que lidiar con los animales inferiores —dijo—, y nosotros
con las clases inferiores!
Esa agudeza los hizo reír con ganas, y el señor Pilkington volvió a felicitar
a los cerdos por las bajas raciones, las largas horas de trabajo y la ausencia
general de mimos que había observado en la Granja Animal.
Y ahora, dijo por último, pediría a los invitados que se levantaran y se
aseguraran de tener los vasos llenos.
—Señores —concluyó el señor Pilkington—, señores, propongo un
brindis: ¡por la prosperidad de la Granja Animal!
Hubo vítores entusiastas y golpes en el suelo. Napoleón estaba tan
contento que dejó su lugar y caminó alrededor de la mesa para entrechocar el
vaso con el del señor Pilkington antes de vaciarlo. Cuando terminaron los
aplausos, Napoleón, que se había quedado de pie, dio a entender que también
él quería decir unas palabras.
El discurso, como todos los suyos, fue breve y al grano. También él estaba
contento, dijo, de que hubiera llegado a su fin el período de incomprensión.
Durante mucho tiempo habían circulado rumores —difundidos, había que
pensar, por algún malvado enemigo— según los cuales su actitud y la de sus
colegas tenía algo de subversivo, incluso de revolucionario. Se les había
atribuido el intento de incitar a la rebelión a los animales de las granjas
vecinas. ¡Nada más lejos de la verdad! Su único deseo, ahora y en el pasado,
era vivir en paz y mantener relaciones comerciales normales con los vecinos.
Esa granja que tenía el honor de controlar, añadió, era una empresa
cooperativa. Compartían su propiedad —los títulos estaban en su poder—
todos los cerdos.
No creía, dijo, que aún persistieran las viejas sospechas, pero algunos
cambios introducidos últimamente en la rutina de la granja tendrían que
reforzar aún más la confianza. Hasta ese momento los animales de la granja
habían tenido la estúpida costumbre de tratarse entre ellos de «camarada». Se
prohibiría ese saludo. También había una costumbre muy rara, de origen
desconocido, que consistía en desfilar todos los domingos por la mañana ante
la calavera de un cerdo clavada en un poste del jardín. También eso se
prohibiría, y ya habían enterrado la calavera. Las visitas también se habrían
fijado en la bandera verde que ondeaba en lo alto del mástil. Si lo habían
hecho, quizá habrían notado que la pezuña y el cuerno blancos que antes la
adornaban habían sido eliminados. En adelante sería simplemente una bandera
verde. Solo tenía una crítica que hacer, dijo, a la excelente y amable
intervención del señor Pilkington. El señor Pilkington había hablado todo el
tiempo de la «Granja Animal». No podía, por supuesto, saberlo, porque él,
Napoleón, lo anunciaba ahora por primera vez: quedaba prohibido el nombre
«Granja Animal». En adelante la granja se conocería como la «Granja
Solariega», que según él era el nombre original y correcto.
—Señores —concluyó Napoleón—, propondré el mismo brindis de antes,
pero con una diferencia. Que cada uno llene el vaso hasta el borde. Señores,
este es mi brindis: ¡por la prosperidad de la Granja Solariega!
Se oyeron los mismos efusivos vítores y se vaciaron los vasos de un trago.
Pero a los animales que miraban la escena desde fuera les pareció que algo
raro pasaba. ¿Qué sería lo que había alterado los rostros de los cerdos? Los
ojos viejos y nublados de Trébol saltaban de uno a otro. Algunos tenían cinco
papadas, algunos cuatro, algunos tres. ¿Qué sería aquello que parecía
derretirse y transformarse? Al terminar los aplausos, los invitados recogieron
los naipes y continuaron la partida interrumpida, y los animales se alejaron en
silencio.
Pero apenas habían dado unos pasos cuando se detuvieron en seco. De la
casa salía un alboroto de voces. Volvieron corriendo y miraron de nuevo por la
ventana. Sí, todos se estaban peleando de manera violenta. Había gritos,
golpes en la mesa, miradas desconfiadas, negativas furiosas. El origen del
problema estaba, al parecer, en que Napoleón y el señor Pilkington habían
jugado al mismo tiempo un as de espadas.
Doce voces indignadas gritaban, y todas eran iguales. Lo que había
ocurrido en los rostros de los cerdos era ahora evidente. Los animales que
estaban fuera miraban a un cerdo y después a un hombre, a un hombre y
después a un cerdo y de nuevo a un cerdo y después a un hombre, y ya no
podían saber cuál era cuál.
separar siempre ángeles y hadas, porque no son armónicos y crean confusión en las mentes
infantiles
Estamos condicionados, pero no somos autómatas. Somos más o menos libres en el interior de una fatalidad... imperfecta. Nuestros conflictos con los demás y con nosotros mismos abren una brecha en nuestra cárcel. Es cierto que existen grados de libertad, como de podredumbre.
En la Francia de 1789 y la Rusia de 1917, con un 85% de población rural, campesina y analfabeta, la Iglesia y la religión eran omnipresentes, y en ambos países permaneció intacta la unidad orgánica entre «la política» y «lo sagrado» en el apogeo de la sociedad política. Además, robustecidas por su extensa e imponente dotación institucional, la Iglesia católica galicana y la Iglesia ortodoxa rusa ejercieron una enorme influencia en la vida cotidiana. Por su parte, los reformistas y revolucionarios fueron seducidos por el discurso progresista de la Ilustración, que fundamentalmente estaba en contra del dogma y la hegemonía de las Iglesias establecidas. Acreditados cosmopolitas, reformistas y revolucionarios, concentrados en unas cuantas ciudades, desdeñaron un mundo campesino al que estaban dispuestos a liberar de la ceguera de la ignorancia y la superstición que alimentaba el clero. Si el campo constituyó un lejano telón de fondo para los cadalsos de la guillotina y los tribunales de los juicios ejemplarizantes, sus pueblos y aldeas fueron el escenario principal de mortales guerras campesinas, agravadas por cosmologías antitéticas.
No podría haber conversión de la sociedad civil y política sin una modificación substancial de las relaciones entre Estado e Iglesia, y sin una notable relajación del control que mantenía la Iglesia organizada sobre esferas fundamentales de la vida social y cultural. Francamente, nada podía producir más división que la repentina desacralización de la alta política, la separación de la Iglesia y el Estado, la desposesión de las propiedades eclesiásticas y la emancipación de las minorías religiosas. Con el tiempo casi todos los obispos y la mayor parte del bajo clero se habrían de rebelar contra la reforma institucional. Además, el papa Pío VI y el supremo patriarca Tijon anatematizaron y excomulgaron a jacobinos y bolcheviques, contribuyendo con ello a la escalada de un conflicto temporal dentro del religioso.
Los sacerdotes rurales jugaron, probablemente más en Francia que en Rusia, un papel considerable en la resistencia campesina a la revolución. En cuanto ambas revoluciones separaron la Iglesia oficial del Estado y la refrenaron, alentaron religiones alternativas como parte de la búsqueda de la santificación de su nueva fundación. Mitad miméticas mitad inventadas, estas cuasi religiones expandieron su propio dogma y catecismo, sus propios sumos sacerdotes, rituales, lugares sagrados y mártires. La casi simultánea separación de Iglesia dominante y Estado, y la emergencia de una fe y un culto paralelos, fueron producto de la disociación amigo-enemigo, que dichas religiones alternativas contribuyeron en gran medida a exacerbar
Lo que hemos aprendido de las experiencias amargas de las pasadas décadas, es que el sentido de intolerancia democrática no consiste en tolerar al intolerante, sino en que el ciudadano de nuestra comunidad tenga perfecto derecho a odiar y a excluir a todos los que usen en forma indebida de los métodos de la libertad para abolir la libertad.
Es muy probable que una sociedad controlada en forma democrática tenga que basarse principalmente en un nuevo tipo de disciplina personal por cuya virtud deje la gente de discutir sobre las diferencias cuando llegue la hora de la acción y la decisión. Sólo puede conseguirse este tipo de autodisciplina democrática si cooperan voluntariamente la educación religiosa y la laica, la prensa y los demás factores que forman la opinión pública. No es del todo imposible dibujar los contornos de esa imagen sintética del nuevo orden social con el detalle suficiente para que pueda darse la visión de la nueva política educativa y social
El revolucionario es un hombre dedicado. No tiene intereses personales, no
tiene relaciones, sentimientos, vínculos o propiedades, ni siquiera tiene un
nombre. Todo en él se dirige hacia un solo fin, un solo pensamiento, una sola
pasión: la revolución.
Dentro de lo más profundo de su ser, el revolucionario ha roto -y no sólo de
palabra, sino con sus actos- toda relación con el orden social y con el mundo
intelectual y todas sus leyes, reglas morales, costumbres y convenciones. Es un
enemigo implacable de este mundo, y si continúa viviendo en él, es sólo para
destruirlo más eficazmente.
El revolucionario desprecia todo doctrinarismo y rechaza las ciencias
mundanas, dejándolas para las generaciones del futuro. Él conoce una sola
ciencia: la ciencia de la destrucción. Para este fin, y sólo para este fin, estudia la
mecánica, la física, la química y quizá también la medicina. Para este propósito,
el revolucionario estudiará día y noche la ciencia de los hombres, sus
características, posiciones y todas las circunstancias del orden presente en todos
sus niveles. La meta es una sola: la más rápida y más segura destrucción de
este sistema asqueroso.
El revolucionario desprecia la opinión pública. Desprecia y odia la actual
moralidad pública en todos sus aspectos. Para él sólo es moral lo que contribuye
al triunfo de la revolución. Todo lo que la obstruye es inmoral y criminal.
El revolucionario es un hombre condenado a muerte. No teniendo piedad hacia
el estado ni hacia la sociedad educada, él a su vez no espera que ellos tengan
piedad hacia él. Entre ellos y él hay una tácita, continua e irreconciliable guerra a
muerte. Debe estar preparado para morir cualquier día. Y deberá entrenarse a sí
mismo para resistir la tortura.
Siendo severo consigo mismo, el revolucionario deberá ser severo con los
demás. Todos los tiernos y delicados sentimientos de parentesco, amistad, amor,
gratitud e incluso el honor deben extinguirse en él por la sola y fría pasión por el
triunfo revolucionario. Para él sólo debe existir un consuelo, una recompensa, un
placer: el triunfo de la revolución. Día y noche tendrá un solo pensamiento y un
solo propósito: la destrucción sin piedad. Manteniendo la sangre fría y trabajando
sin descanso para esa meta, estará listo para morir y para destruir con sus
propias manos todo lo que le estorbe.
La propia naturaleza del verdadero revolucionario excluye toda forma de
romanticismo, así como toda clase de sentimientos, exaltaciones, vanidades,
odios personales o deseos de venganza. La pasión revolucionaria debe
combinarse con el cálculo frío. En todo tiempo y lugar, el revolucionario no debe
ceder ante sus impulsos personales, sino ante los intereses de la revolución.
No son fanáticos, sino frenéticos, y a los frenéticos vamos a darles todo el peso de la ley del Main
Te quiere, te admira y tan sólo te pone en guardia contra la impiedad. Él la llama contradiós, pero es lo mismo. Es el fruto del orgullo del mediocre, o sea de la hubris
Nabokov debió de ser contenido en sus relaciones familiares, como si incluso en Rusia, antes de la dispersión y el exilio, no hubiera sido capaz de mantener mucho trato con sus dos hermanos y sus dos hermanas (quizá algo más con sus padres). Del más cercano en edad, Serguei, al que llevaba once meses, apenas si tenía recuerdos infantiles, y contaba con sobriedad excesiva su muerte en 1945 en Hamburgo, en un campo de concentración nazi al que había sido trasladado bajo la acusación de ser un espía británico y en el que pereció de inanición. Con algo más de estremecimiento hablaba de la de su padre, asesinado por dos fascistas a la salida de una conferencia pública en Berlín, en 1922: aunque atentaban contra el conferenciante, el padre de Nabokov se interpuso, derribó a uno de ellos y cayó abatido por las balas del otro.
Si bien es cierto que no logró celebridad mundial hasta los cincuenta y seis años con la absurdamente escandalosa publicación de Lolita, Nabokov estuvo siempre persuadido de su talento. Al disculparse por su torpeza oral, aprovechó para dictaminar: «Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño». Le molestaba enormemente que le atribuyeran influencias, fueran de Joyce, Kafka o Proust, pero sobre todo de Dostoyevski, al que detestaba, considerándolo «un sensacionalista barato, torpe y vulgar». En realidad detestaba a casi todos los escritores, Mann y Faulkner, Conrad y Lorca, Lawrence y Pound, Camus y Sartre, Balzac y Forster. Toleraba a Henry James, a Conan Doyle y a H G Wells. De Joyce admiraba el Ulises, pero juzgaba Finnegans Wake «literatura regional», de la que asimismo abominaba en términos generales. Salvaba el Petersburgo de su compatriota Biely, la primera mitad de En busca del tiempo perdido, Pushkin y Shakespeare, poco más. El Quijote no lo entendió, y pese a estar él en su contra acabó emocionándolo. Pero por encima de todo aborrecía a cuatro doctores —«el doctor Freud, el doctor Zhivago, el doctor Schweitzer y el doctor Castro de Cuba»—, sobre todo al primero, una de sus bestias negras al que solía llamar «el matasanos vienés» y cuyas teorías consideraba medievales y equiparables con la astrología y la quiromancia. Sus manías y antipatías, no obstante, llegaban mucho más lejos: odiaba el jazz , los toros, las máscaras folklóricas primitivas, la música ambiental, las piscinas, los camiones, los transistores, el bidet, los insecticidas, los yates, el circo, los gamberros, los night-clubs y el rugido de las motocicletas, por mencionar sólo unos pocos ejemplos.
Es innegable que era inmodesto, pero en él su petulancia parecía tan genuina que a veces resultaba justificada y siempre burlona. Se preciaba de poder rastrear los orígenes de su familia hasta el siglo XIV, con Nabok Murza, príncipe tártaro rusianizado y supuesto descendiente de Gengis Khan. Pero aún más orgulloso se mostraba de sus rebuscados antecedentes literarios, no tanto reales (su padre escribió varios libros) cuanto legendarios: así, uno de sus antepasados había tenido algún tipo de relación con Kleist, otro con Dante, otro con Pushkin, otro más con Boccaccio. La verdad es que esas cuatro ya parecen demasiadas coincidencias.
Padecía de insomnio desde la niñez, fue mujeriego en su juventud y fidelísimo en su madurez (casi todos sus libros están dedicados a su mujer, Vera), y en conjunto quizá hay que verlo como a un solitario. El mayor placer, la mayor dicha, los mayores éxtasis los experimentó a solas: cazando mariposas, fraguando problemas de ajedrez, traduciendo a Pushkin, escribiendo sus libros. Murió el 2 de julio de 1977 en Montreux, a la edad de setenta y ocho años, y yo me enteré de esa muerte en la calle Sierpes de Sevilla al abrir un periódico mientras desayunaba en el Laredo.
Lo irritaba la gente que encomiaba el arte «sencillo y sincero», o que creía que la bondad del arte dependía de su sencillez y sinceridad. Para él todo era artificio, incluidas las emociones más auténticas y sentidas, a las que no fue ajeno. También lo dijo de otro modo: «En el arte elevado y en la ciencia pura el detalle lo es todo». No regresó nunca a Rusia ni volvió a saber de Támara. O acaso supo de ella tan sólo en las largas cartas que escribió a su pasado mientras se iba quitando de encima cada uno de sus emocionantes y artificiales libros.
La diferencia entre el Realismo Romántico de Ayn Rand y el Realismo Socialista, tan similares en forma y concepto, es que el último se desarrolla al servicio de unos principios de gestión existentes (los marcados por la terminal estaliniana) y el primero, en función de unos principios de gestión posibles (los imaginados por la terminal randiana). Es precisamente este vínculo con los principios de gestión como Absoluto (en contraste con los principios existencialistas de abstracción, con su implícita fobia a la gestión, de las llamadas vanguardias -sin olvidar que la abstracción fue usada como arte estatal por los USA como contestación al realismo socialista en los años más duros de la Guerra Fría y su debut en España, por ejemplo, se hizo en la embajada del amigo americano casi a la vez que se firmaban los primeros acuerdos militares y económicos-, bien asumidos desde una sincera inquietud religiosa en un mundo sin Dios -un ejemplo sería la relación del visionario Cirlot, visceralmente extemporáneo con todo lo que supusiese actividad sociopolítica, con la plástica y música informalistas, o nombres como el músico Messiaen o el pintor Mathieu-, bien desde el cinismo deconstructor en un mundo sin ideales -con mayor o menor deshonestidad, ahí un Picasso o un Duchamp o el satánico Breton-), lo que lleva a una cultura dominada por el Deep State sistematizador de las vanguardias (por otra parte, cada vez más esclerosado y sinónimo de lo terminalmente occidental) a subestimar como pulp, como manifestaciones subculturales dirigidas a masas ajenas a los placeres de la inteligentsia, a ambos Realismos.
En un tren viajan Lenin, Stalin, Jrushchov, Brézhnev y Gorbachov, y aquel se detiene de repente, porque se acaban las vías. Cada líder propone una solución. La de Lenin es reunir a los obreros y campesinos de la zona y construir más vías. La de Stalin, fusilar a la tripulación. La de Jrushchov, resucitarla y hacerle arrancar las vías que han quedado atrás e instalarlas delante del ferrocarril. La de Brézhnev, correr las cortinas, menearse adelante y atrás y decir «chacachá, chacachá» para simular que el tren sigue moviéndose. Y la de Gorbachov, convocar una manifestación frente a la locomotora y gritar la consigna: «¡No hay vías! ¡No hay vías!».
You fight this, they'll call you crazy. Or you plead guilty and go away forever. And your ideas will live on.
La gestión del miedo, entonces, será la estrategia que permita definir a los individuos.
Las manos du Main abren los párpados del abismo
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