header-photo

La Guerra de las Sedes

“(…) que el origen de la disputa se encontraba en un retruécano verbal que Beckett había lanzado a Joyce. La anécdota se refiere todavía en las tabernas de Tractorville como cosa cierta, y dice que Joyce se negó a servir a un cliente con un abrupto “yo no tengo sed, ¿por qué habría de tenerla usted?”, a lo que Beckett, que secaba vasos a su lado, añadió el famoso “yo también” que provocaría la ruptura definitiva de su relación profesional. Unos meses después, Samuel Beckett abría su propio negocio a escasos metros del de Joyce, en el número 17 del Pasaje Orange Plank, a la sombra de un viejo ciprés que señalaba la frontera con el territorio stag(…)”.

Eugene Philip Coetzee, Crónica de la violación de una mañana de otoño entre las siete colinas de Tractorville.

El sol languidece detrás de las nubes sobre los muelles de Tractorville. James Joyce pasea taciturno, demorando un poco la hora de apertura. El día ha sido muy fatigoso para los porcos, querrán beber sin descanso hasta bien entrada la noche. Cerdos sedientos, más frustrados todavía, apagados sus espíritus por culpa de una nueva derrota en las calles frente a los stags. Sobre el adoquinado en torno al ciprés que divide en dos Tractorville, la sangre de porcos bravos, única huella visible de la penúltima batalla. Joyce se agacha para mojar las yemas de sus dedos en uno de los charcos. Un escalofrío le recorre la espalda. “¿Cuándo volveremos a ganar?”.
"¡Devolvednos lo que es nuestro!"

Desde el interior del local de Beckett, Don Ramón del Valle-Inclán observa con atención a Joyce a través de la ventana. Le pega un trago interminable a su pinta y consulta su reloj de bolsillo. “Hoy hace dieciséis años que ganamos por última vez”. Beckett emerge de detrás de la barra y ve a Joyce en el exterior lamiéndose las manos. Don Ramón continua: “Esta mañana vinieron los más jóvenes; sanos, fuertes. Antes de entablar combate pararon en la Sede a depositar sus esperanzas en el hueco reservado para la Cup. Notitas con preces y cosas de esas. La mayoría de ellos ni siquiera ha visto nunca el trofeo, por todos los santos. Uno se echó a llorar cuando el capitán tuvo que retirar, avergonzado, una telaraña que recorría el estante de lado a lado. Ya ni saben por qué luchan”. Beckett se encoge de hombros y pincha un tema de Cabaret Voltaire. Don Ramón se revuelve en su banqueta con gesto airado y pide otra pinta.

Álvaro Cunqueiro y Julián Ríos trotan calle abajo cogidos de la mano. Se detienen al llegar a la altura de Joyce. Cunqueiro: “No has abierto todavía”. Joyce: “Hemos perdido el Morrazo. Solo sirvo cerveza de importación”. Ríos: “Miente, Don Álvaro, solo quiere confundirnos”. Cunqueiro: “A mí me gustan grandes”. Valle-Inclán, uniéndose al grupo desde el interior del local: “Tenemos una derrota que celebrar. Entren o váyanse al infierno”. Ríos: “Con usted quería yo hablar. Explíqueme qué hago aquí”, y entra. Cunqueiro: “¿Non ten sede, James?”.  Joyce: “Teño, mais vacía”. Cunqueiro: “Haberá que enchela, logo”.

La puerta se cierra tras ellos justo cuando desde el lado stag de Tractorville empiezan a llegar los ecos de los tambores de guerra, otra vez, un desafío que reverbera en el fondo de los carolinos y aviva las pasiones de un puñado de locos.