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Los caballeros de la tábula rasa - un paseo por los maizales






No hay ninguna guerra como la guerra ya perdida. Sólo en ella el hombre se encuentra a sí mismo. Quizá por eso hay quien considera que apenas hay tres cosas importantes: la cerveza, el fútbol y los bares de maricones. El orden en que, a partir de una edad, deben administrase tales sucedáneos de la vida ciega y heroica lleva años siendo largamente discutido en la tascas de Galizalbión, nuestro segundo país inventado favorito, lo cual parece indicar una apuesta encubierta por la primera de las disciplinas.

Los que os quedéis con los titulares podéis dejar de leer aquí. El resto no será mejor para vosotros.

Los que prefiráis el pensamiento crítico de altura id a otra parte.

Los que no tengáis gran cosa que perder, ni familia que os lastre, ni más que la montura, podéis seguir, si os place.

Se me requiere un texto y yo lo escribo desde mi lecho acuático, como un Marat cualquiera, que espera la inspiración y que olvida la muerte, la cabeza ceñida por una toalla que será ya para siempre la última corona. Estoy enfermo. Los achaques de viejo me sobrevuelan. De Carlota, ni rastro.

-Nena, ¿dónde estás?

Carlota es fantástica. Puro realismo mágico.

-Ahora voy, mi amor.

No hay ninguna guerra mejor que la guerra perdida de antemano para aquel que ansía la libertad, decíamos.

Llegué a esa conclusión, por otro lado obvia, durante alguno de mis largos paseos con Bloody Bill por los maizales que bordean el Umia en su ribera norte. Quedábamos cada miércoles a las once allí, exactamente en el lugar donde lo mataron a traición unos tipos de Deiro, hace ya un tiempo, dicen que por cosa de faldas. Bloody Bill era de Mosteiro, aunque emigró pronto a Las Américas, donde, no se sabe muy bien cómo, acabó en la raia entre Kansas y Missouri, llevando a una pandilla de porcos bravos tirando a jodidos. Hay quien dice que cayó allá, en el condado de Ray, pero es mentira, lo mataron en los maizales del Umia, años más tarde, a escasos cien metros de una casa de comidas donde ahora sirven unos chocos suculentos y cuyo nombre omitiré. El me enseñó el lugar.

A Bloody Bill los chocos, la cerveza, el fútbol y los bares de maricones ya le dan igual. Hasta las guerras perdidas le dan igual. Habla poco, fuma en una pipa de mazorca y tiene muy buena planta, aunque el hueco de un tiro le atraviesa la cara de mejilla a mejilla y le afea un poco el gesto. Cuando bebe caña el líquido se le vierte por los dos lados y parece una fuente.

- ¿Tú qué opinas de las guerras perdidas, Bill?

- Depende.

- ¿Crees que son las mejores o las peores?

- Si están perdidas de antemano, las mejores. Si se podían ganar y se pierden, ya es harina de otro costal.

Y exhala una bocanada de humo blanco.

Y eso es, exactamente.

A Bloody Bill le gustaba quemar graneros, arrancarle la cabellera al personal y casarse con putas. Para la segunda cosa le fue bien largarse del país. Al final volvió como hacen muchos, sin saber muy bien porqué, y lo mataron en una emboscada junto al río, ya lo dije, una mañana de niebla tenue en que había salido a ver como los chavales pescaban muxos.

- ¿Pican?

- Bah. Non moito. Xa non hai nada.

Las guerras perdidas también son excelentes para quien tenga la capacidad de manipular la construcción de una identidad mítica. Esto lo pensé después. Quizá lo pienso ahora.

Los irlandeses lo saben. Ellos han ganado al menos dos guerras, la de su independencia y la de su imagen, y la segunda la ganaron, precisamente, mitificando la pérdida. Actualizan y alimentan constantemente su propio derrotismo romántico con una especie de relamida satisfacción folclórica.

Nosotros les compramos todo el paquete. Nos queda como un guante, pensamos, porque ni siquiera hemos empezado guerra alguna ni sabríamos como hacerlo. Aunque la añoramos, claro. Añoramos una guerra que ganar, probablemente. Pero a buen seguro añoramos una que perder de verdad.

No es mal rasgo, porque todo hombre sano que vive en paz añora una guerra que le permita definirse como hombre y lo libere de las pequeñas servidumbres diarias que lo convierten en un hacendoso ratón. Todo hombre desea que le partan los morros al menos una vez.

Bloody Bill conoció a W. Quantrill. Una vez le pregunté.

- Conociste a Quantrill.

- Pse…

Que si Quantrill esto, que si Quantrill lo otro.

Últimamente –quizá por esa tara irlandesa que compramos al por mayor- cada burgués en babuchas que me encuentro quiere ser Quantrill. Y cuando me hablan de Quantrill parece que están cantando una puta canción de U2. Ni él ni Bloody Bill eran resistentes heroicos, porque nunca desearon ganar, fuera o no fuera posible, y porque no resistían ante cosa alguna: eran simplemente libres y felices sabiendo que todo se había ido al carallo. Al menos Bloody Bill lo era. Me lo dijo él. Vivía en el interregno aural en el que cualquiera lo bastante loco puede ser un príncipe.

Y el hombre espiritual, sólo o en compañía de otros, añora esa felicidad casi animal pero tan humana, esa felicidad sólo posible en el intersticio mínimo entre lo animal y lo social, cuando el macho con el que te acuestas tiene aún cara de lobo, aunque sepa hacer café por la mañana, cuando la mujer con la que yaces posee todavía algo fluvial, mineral, por más que lo cubra con faldas. Y así, en busca de esa única bisagra posible, el hombre espiritual –que suele ser el más carnal, no obstante- se ve forzado a rechazar la posibilidad de ganar.

He visto a las mejores mentes de mi generación boicoteándose a sí mismas, os lo puedo asegurar.

Ahora hace tiempo que no veo a Bloody Bill, porque los miércoles siempre suelo estar enfermo, metido en la bañera, con un turbante medio cómico en la cabeza, escribiendo cartas a mano y esperando a Carlota. Pero él me lo me lo contó a su manera, entre gruñidos, escupitajos y silencios: Cuando Bloody Bill llega a Missouri le dan una guerra ya perdida y es feliz. Es salvajemente feliz. Puede dedicarse a matar putos yanquis a cartuchazos, a coleccionar cabelleras y colgarlas de la silla de su caballo pinto, a quemar graneros con gente dentro y a casarse con putas jamaicanas de baja estofa y hacer que todo el mundo las llame señora. Señora por aquí, señora por allá. Viaja de noche, bajo la luz de lunas recortadas de papel maché que descienden a tumbos la colina, como un tonel. Y no es Dios, pero es un hombre de verdad. Vive en el instante previo a la humanidad y posterior a la jungla magmática, y ese instante feroz parece durar para siempre.

Todas las autodestrucciones gozan de esa raíz de alegría satánica. Son inmolaciones a falta de marco. Esto también lo pensé después. Hay algo celebratorio en ellas. Quien lo probó, ya fuera momentáneamente, lo sabe.

Mi amigo C. me lo explicaba muy bien hace años, mientras nos emborrachábamos en un bareto de Cristo Rey, Madrid, bajo una bandera hispaniola: “La revolución sólo dice NO. Lo único que la revolución quiere decir es NO”. En esa sencilla frase cabe toda la tragedia de cualquier derribo del estado establecido que tenga éxito: tras el éxito viene la reconstrucción, y la reconstrucción es ya de nuevo el sistema. Y si es sistema, no es revolución.

De eso habla Camus en “El hombre rebelde”.

Bloody Bill no leyó nunca “El hombre rebelde”. Evidentemente, no le hacía falta alguna.

- ¿Entonces hay que tender a la tábula rasa?

- ¿La tábula qué?

Como todo el mundo en Galizalbión sabe, tres de los protagonistas de la entrada que abrió el año que acaba de morir en nuestras manos, Shane MacGowan (gurú nihilista irlandés), Edgar Morin (antropólogo cósmico) y Carlos Oroza (poeta atlantista mendicante), siguen vivos a día de hoy (hay alguien que me debe tres cuartos de whisky y una reverencia). El primero de ellos es un buen ejemplo de todo lo que digo:

Shane, San Shane de Tipperary, emociona en lo personal pero es profundamente nihilista en lo social. Shane, San Shane, esgrime sus escupitajos a favor del IRA y de la ejecución de los ricachones igual que los ‘porquos’ de Bloody Bill invocaban al sur, como una bandera utilitaria que les permitiera esa última inmolación, esa primera cabalgada de pura libertad. Por supuesto, en persona Shane no podría matar ni a un pajarito. Es pues, como nosotros: desea la épica última. Pero no es como nosotros: no confunde la épica última con la revolución que quiere suplantar algo dado. Sabe que la verdadera revolución dice “NO” y quiere la tábula rasa, aunque a menudo él la confunda con –o la vea en- un pasado misérrimo de felicidades infantiles.

Hay más ejemplos que cortan tangencialmente esta discusión esencial que habita, conscientemente o no, en el corazón de cada hombre. A vuelapluma, tres, cuatro, no sé:

- El Baudelaire, que decía “El trono y el altar, máxima revolucionaria” entendió en esa sola frase toda la paradoja. Probablemente eso lo mató en parte, además de la sífilis.

- La sabina de “La insoportable levedad del ser”, quizá el mejor personaje de esa buena novela-ensayo de Kundera, muerde sin saberlo el centro del problema: su vocación de traición no se diferencia nada de una abrasadora sed de liberación. Su definición del “Kistch” es necesaria. Forzando una guerra perdida tras otra, Sabina se evade –feroz, aunque temporalmente- del “Kistch”.

- Todos los deformes siameses de Pessoa, quizá más vivos que él, son testigos a medio hacer del puro horror al compromiso de cualquier tipo que precede a la verdadera libertad.  Su translúcida presencia dice algo de todo esto, aunque nos sea complicado definir exactamente qué.

- El John Chapman que afirma “Desearía retirarme con los solitarios (de la Isla de Caldey) en lugar de ser superior y tener que escribir libros. Pero no deseo conseguir aquello que deseo, por supuesto”, elude (y por tanto define) el escollo con una apuesta, inversa, por la heroicidad social. Por mucho que la frase sea fantástica, entendida en este contexto es un sofisma: no se diferencia nada de los mensajes que nuestros padres siempre usaron para mantenernos atados a la rueda.

- Mucho más Bloody Bill es la Emily Dickinson que, como pocos, describió el sencillo placer pánico y ebrio de perder pie: “Bred as we, among the mountains/can the sailor understand/the divine intoxication/ of the first league out of land?”.

- También lo hace John Varley, a quien casi nadie recuerda, y que cierra su muy recomendable novelita “La persistencia de la visión”, con uno de los finales más hermosos, entregando a su héroe a la mudez y la ceguera como quien lo entregase a la absoluta felicidad de la liberación: “Vivimos en los maravillosos silencio y oscuridad”

Podría seguir, pero basta.

Todos –menos el de Chapman, en cierto modo enfrentado a Francisco de Asís- son intentos de liberarse de la paternidad espiritual forzada. Reclamaciones de la única prerrogativa que nos atribuimos y nos queda: ser hijos de quien queramos y no de quien se nos diga.

Al final, el único modo de conseguirlo es no ser hijos de nadie. Por eso una guerra perdida es un regalo.

- La única diferencia es que hasta nuestras guerras perdidas son metafóricas, Bill.

Bill gruñe y escupe al suelo. Hemos llegado de nuevo al lugar donde cayó, junto al río que baja turbio hacia Cambados. No sé si Bill sabe lo que significa “metafóricas”.

No hay nada metafórico en nada de lo que hizo Bill.

Mientras, nuestra cerveza, nuestro fútbol y nuestros bares de maricones son pura metáfora -metáfora de una metáfora, quizá- por mucho que los maridos regresen a casa tarde y cargaditos, al emperador le duela el empeine y alguno que otro tenga que dormir boca abajo unos días. Son las metáforas de la rebelión pura. Del desacuerdo total. De la parte de nosotros que vive en el resquicio. Que su consistencia, por ahora literaria, sea un buen principio o una patética claudicación, supongo, depende de cada cual.

Y Bill y yo nos saludamos con una inclinación de cabeza y yo me vuelvo a la vereda. Y él se desvanece en el relente de niebla que flota sobre el río.

Ahora hace ya tiempo que no quedo con él. Los miércoles los tengo ocupados. Ahora yazgo en mi lecho acuático: Marat de vuelta a un lodo primordial, tan paso a paso, portando la corona como una Prima Donna de barrio un poco histérica. Noto un dolor en el costado y otro dentro del pecho, y otros más laten agazapados en partes distintas de mi cuerpo, engordado y amoratado por los años. En la cabeza me bailotean poemas y recuerdos.

Se me requiere un texto, y yo lo escribo.

-Carlota, ¿a qué andas?

-¡Ya voooooooy!

Carlota es puro realismo mágico.

La tendríais que conocer.


Cenedl Heb Iaith, Cenedl Heb Galon. Cousas da Porcallada by Manuel P. Lourido





Desistín de entregarlle ao rodillarato un texto para estas páxinas despois de ler "El sueño de Polífilo y los Porcos Bravos". Non só considero este coma o retrato máis acertado que da Porcallada se poida facer, senón que non atopo o xeito de engadir nada salientable. Só o feito de tentalo xa sería pintar a mona. Pero o caso é que a min pintar a mona é, con diferenza, o que mellor se me da nesta vida. Son moitos anos de práctica. Así cheguei á conclusión de que non pasaría nada por me inmolar unha vez máis, desta volta tamén en nome da amizade e mariconadas desas.

Fútbol, música, literatura. Non precisamente nesta orde, non precisamente con esta obviedade. A anglogalician cup é un feito literario en si mesmo. Pódense facer esexeses futbolísticas, musicais ou dionisíacas, pero só se pode entender dende un punto de vista literario. Trátase de converter en épico o anecdótico, de escribir unha novela co material dun relato curto, de comezar a describir unha madalena e rematar facendo sete libros. Hai quen lle topa mérito a todo isto, eu non. Cadaquén que baixe a escaleira como lle pete, por suposto, por min como se mexa en cada chanzo, tanto me ten; ningún baile, ningunha prosa, ningún tiro que entre pola escuadra terá máis mérito ca o que nós lle queiramos outorgar, e iso non é mérito ningún. Pero tampouco me fagades moito caso, que o meu, xa volo digo, e facer o parvo e canto máis o fago máis a gusto me atopo. De feito, chego á conclusión de que pintar a mona é a única opción vital seria para enfrontar o paso do tempo, calquera cousa que sexa isto do paso do tempo, que a tenor do que escriben e bailan del, debe ser algo bastante arrepiante.
Pero estabamos coa porcallada e os seus avatares. E a súa parafernalia, ou parafilias: que sería dos porcos bravos sen parafernalias e parafilias. Por non falar das parafobias, que tamén as hai, pois todos levamos un mandril no lombo que nos vai sinalando que é o que non nos agrada e que é o que nin sequera aturamos.

Eu coma todos, tamén estiven borracho algunha vez, entre pinta e pinta de cervexa, e tampouco alcancei sabedoría algunha no instante, pero nunca se me deu por fundar cousa tal coma esta porcallada que nos atinxe agora. Medio secta, medio conclave de raros, medio sínodo de anacoretas, medio coro de pasados de rosca: catro medias partes dun todo imposible.

Repito, non sigan lendo, busquen a entrada de Rodrigo Cota, empápense. Aínda que si podo, e debo, e vou confesar algo. Eu son moito de confesar, senón que carallo fago escribindo. Houbo unha ocasión, un instante, no que cheguei a comprender, a xustificar, incluso a apreciar, toda a leria esta. Foi na ultima visita dos amigos de Sheffield, no derradeiro día, no evento final, aquel concerto en sala Karma. Copas nas mans, instrumentos apagados, gritos de gorxas prexudicadas, e unha voz comeza un cántico que pronto é coreado pola inmensa maioría dos presentes. Un cántico simple e visceral, orfo de elocuencia pero cheo de sentido, pois era verdadeiramente o único verdadeiro que se podía cantar naquel intre final. O canto dicía: ANGLO-GALICIAN-CUP, ANGLO-GALICIAN CUP!. Ese xeito de atopar unha razón de ser pola vía estreita da tautoloxía non deixaba de ser emocionante.