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Je Voulais Être Flâneur, Mais J’avais Une Fille. Tortilla Francesa Feita Con Ovos Da Casa



El camino hacia la vida y el camino hacia la muerte son los dos únicos que solo pueden ser tomados en un solo sentido, los únicos inequívocos. Lo demás es puto caos. Nunca sabes a dónde te va a llevar una elección, por muy ozymandias que seas. La realidad es todo lo contrario de lo que se nos aparenta – lo que vemos y lo que se nos hace ver. Es una maraña de casualidades que derivan con relativa coherencia gracias a la gravedad. La materia sí existe, tiene energía y nunca se detiene. Pero lo otro, las leyes que la rigen y las que ordenan a las especies y las que se refieren a lo humano, son todo patrañas. Siempre menos de la mitad de la verdad. Y la verdad importa.

La magia existe. Existe un palabra que la crea y existe una energía que ignoramos. Toda la energía que ignoramos, que es sin duda infinitamente superior a la que conocemos y manejamos, es lo que llamamos magia. Usando solo una mínima porción de esa fuerza invisible, causamos asombro en los otros: la magia es fuente de asombro. Por ejemplo, si ponemos la mano sobre el vientre de una embarazada y vaticinamos que será niño y que nacerá con el sexo velludo y eso sucede, causaremos asombro. Y si no sucede también asombraremos. El asombro activa el mecanismo de retroalimentación que se establece entre las personas y la magia. Asombrar y asombrarse son acontecimientos mágicos. Por eso la gente ha dejado de creer que la magia exista. Muchos dicen que se ha perdido la capacidad de asombro. Es el síntoma más claro de las ínfulas de aristocracia de la nueva sociedad. “Ya se ha visto todo”, dicen los gilipollas. Vivimos en el deslumbramiento. Un deslumbramiento perenne que demora cualquier posibilidad de nitidez. Ese todo de millones de imágenes y sonidos y texturas y olores y sabores borrosos, etiquetados pero indiscernibles, ese todo es una cosa única y fácil de aprehender que estamos viviseccionando contra toda cordura. Las religiones se equivocaron, sí, pero la ciencia perpetra los mayores crímenes contra la humanidad. Nadie advierte sobre el peligro del consumo irresponsable de manzanas. Nadie dice: el conocimiento es antinatural, lo trascendente es fútil. Pero está pasando.

Sobre el tapete verde un manojo de pollas: gana la más gorda. Al peso, calibrando su masa, la cantidad en su máxima expresión. Yo más. La envidia mueve el proceso de civilización. Los agujeros negros supermasivos son la mayor amenaza conocida para la edificación de Babel. Dios ya no puede juzgarnos, pero la gravedad sí. Las películas sobre el fin del mundo, la angustia espacial. Estamos en 2001, en el agujero negro. Arrastrados por la supermasa invencible. La historia, perpetuada en el texto, es amenazada por el resurgimiento de la oralidad: las palabras se despegan del papel y se distorsionan en su nuevo fluir, atraídas por concentraciones masivas de anhelos materiales que producen sus propios campos gravitatorios. Desestabilizan Babel, que entonces sería una galaxia, un complejo simbólico faliforme. Es un peligro, quiero decir, no lo expongo como crítica ni como alegato. No es como para decir aquello de que “los trabajadores del ano son los nuevos proletarios de una posible revolución contrasexual”. Pero bueno, ahí están los libertinos de toda la vida enardecidos y las juventudes del PP, creando inconscientemente sus propios campos de gravedad a base de lavados de cazuela y frotamientos de chiquistriquis, mientras los de Vox incendian las redes con su homoerotismo de peplum bandolero. No es por criticar, insisto, esto son hechos objetivos.

Es magia. Hay convocatorias multitudinarias, fiestas para celebrar entusiasmos colectivos, y hay rituales cotidianos, momentos que posibilitan el asombro (vg. el típico: “¡Oh, Main mío! ¡Nunca me lo habían comido así!”) y efusiones taumatúrgicas por doquier, que no se registran en ninguna parte y de las que pocas personas son conscientes. Una de estas, formada de materia erógena, etílica y epidérmica, caricatura ritualística de los rasgos más destacados del proceso civilizador en su etapa de plena autoconsciencia, que empieza con las utopías del gabacho Boullée y termina con los mamotretos de Calatrava, es, o fue, y será o será, la Anglogalician Cup. Una criatura mágica a la que invocamos sobre el terreno y en nuestras oraciones, a la que ofrendamos doctrinas, apotegmas y fábulas, cuerpos magullados y conflictos internos entre la cabeza y el vientre, luz y sombra, ciencia y magia, clavo y leño, las mentiras y el asombro, que se esconde con la propia insignificancia del ego.