Can you tell me where we're headin'?
Lincoln County Road or Armageddon?
R. Zimmerman
Hace cinco años que soy mudo, y como premio un funcionario me entrega algo de dinero cada mes. En realidad puedo hablar perfectamente, pero recibo cada cheque como un consejo, así que callo. Voy hasta el banco, lo cobro entendiéndome por signos con el imbécil de turno y, de vuelta, paro en el estanco a por tabaco. El resto del tiempo estoy aquí, en este chamizo que ocupa el fondo de un amplio patio trasero y que es ahora mi casa. Mi ventana da a las vías del tren.
La familia que me lo alquila y que habita la casa grande sospecha de mí. Ellos no saben por qué, yo sí. En sus reuniones, con total seguridad, cada uno rumia una razón distinta, porque las distintas generaciones creen tener razones distintas para todo. Los nuevos miembros traen nuevas explicaciones para la sospecha, aunque tardan un tiempo en hacerlas públicas.
Por las tardes, cuando salgo al resol y me siento en mi silla con la espalda contra la pared encalada, la vieja me espía tras los visillos de su salón. Al caer la noche, cuando salgo a fumar pitillos al fresco, es el viejo, en cambio, el que me observa con su mirada larga y boba, desde una ventana del primer piso que debe ser la de su dormitorio. Luego cierra las cortinas. La hija de los viejos aparece con su marido y otra gente, los sábados, y todos se asoman también al patio, en grupo, comprobando con infinita desconfianza que todo sigue igual. Hasta el hijo subnormal, aparece de cuando en cuando, obeso, limpio y vacío.
El resto del pueblo, por supuesto, sospecha también de mí. Ellos no saben por qué, yo sí. Cuando las conversaciones se vuelven aún más aburridas debo ser un refrescante momento de miedo. ¿A quién no le gusta el miedo, cuando vive en un pueblo? Aunque no es un pueblo pequeño. Han asfaltado la plaza y tienen una farmacia. Los domingos hacen mercadillos de artesanía.
Esa es mi vida. Y será así para siempre. Tuve otra, pero me da pereza recordarla. Apenas conservo libros u otras cosas de aquella. Durante mucho tiempo guardé un reloj de bolsillo que fue de mi familia durante unas cuantas generaciones; tenía el árbol de Guernica grabado sobre la plata, en el reverso de la tapa, pero se lo regalé a tu hermana una tarde. Y tu hermana no habrá tardado en empeñarlo para comprar droga. Yo no quiero nada. Por lo demás, mi familia hace tiempo que no está. Mi familia son mi gata y tu hermana.
Mi gata, sin embargo, murió hace un tiempo, ahorcada en una ventana que me dejé abierta. Así que ahora sólo me queda tu hermana. Viene los domingos, cuando la familia se ha ido. Cuando el viejo y la vieja han lavado y vestido al subnormal y se han ido a casa del cuñado a hablar entre dientes sobre mí.
Cuando esos domingos son como hoy que el año empieza, fríos, iluminados, salimos a tomar el sol desnudos, como si fuéramos William Blake y la mujer de William Blake en su pequeño Jardín del Edén (ahora me acuerdo de William Blake, ¿ves? A buenas horas). Hablamos poco, pero hablamos, entre los muros, a salvo de los funcionarios, y sin la ropa ese pequeño perro apaleado que es tu hermana vuelve a ser una mujer delicada y espléndida que ríe; una luz quieta y dorada que no hace preguntas y que al cabo de unas horas desaparece, con un beso en la frente. La risa y la carne de tu hermana, debes saberlo, son lo único que me une a ese otro mundo donde vives tú. Juntos, fingimos no pensar. Yo prefiero no pensar.
La última vez que pensé mucho fue cuando la gata murió. Fue la única vez en mi vida en que he llorado una muerte, cuando la gata murió. Y tuve que pensar. Fue doloroso. Pensé en cómo construimos nuestras historias y en cómo somos construidos por ellas. En las reuniones familiares el viejo, la vieja, el tonto, la hija y el cuñado hablan de otra gente, por ejemplo, y saben como no hay que tener mucha pena de fulano que falleció ayer, por ejemplo, porque tuvo una vida “larga” y “buena”. O como, al menos, hay que tenerle menos pena que a aquel otro, joven, que tuvo un accidente de coche mientras volvía de una discoteca. Y así los demás existen, incluso después de muertos. A veces contarán mi historia, llena de recelos, y así yo existiré también, por un momento, aunque sea otro.
Los animales, en cambio, no tienen narrativa, son sólo músculo y luz. Decía Legoff (ahora me acuerdo de Legoff, ¿ves?) que en la Edad Media se consideraba que los animales estaban más cerca de Dios que nosotros. No creo en Dios, pero no puedo estar más de acuerdo. E igual que Dios, los animales no tienen narrativa, no. Nosotros insistimos en concedérsela, pero ellos ni la aceptan ni la desprecian, les da igual. Es por eso que uno nunca sabe qué decir cuando mueren. Es un vacío demasiado reconocible en el que es desagradable pero necesario mirar, porque es cuando cae esa coartada, curiosamente, cuando empieza la vida.
Sí: es cuando nada ni nadie te cuenta, y la personalidad se disgrega rápidamente, convirtiendo la cáscara que acarreamos en escoria, cuando la cobertura cae, que nace otra persona, más pequeña, más verdadera, con menos ganas de hablar, más sospechosa y dotada de la cualidad de acercarse al animal. Intuyo que esa piel nueva podría desaparecer también, si pudiésemos vivir cientos de años, y que tras una segunda muda aparecería otra persona aún más pequeña, capaz de acercarse al vegetal. Así es la evolución del espíritu, hacia una inmovilidad plena. Así sería si pudiera ser.
Pero no hay tiempo. Yo ya soy mayor y aquí estoy, fumando pitillos frente a mi puerta, en el patio trasero, bajo la boba mirada del viejo, otro día más. Si el pudiese ver algo, vería los restos de cáscara que arrastra este ser imperfecto, mudo, a media transformación; la placenta aún no del todo desprendida.
Y así sigo: vigilado por la familia que sospecha, vigilo yo también el paso de las estaciones. Paso frío, garabateo dibujos en papeles, fumo mucho, pienso poco, duermo todo lo que puedo y me acerco, lentamente al cero. A veces, después de muchos días de inercia casi vegetal, como decía Lichtenberg (ahora me acuerdo de Lichtenberg), “me siento tan pleno, tan a la altura de mi tema, y veo tan claramente ante mí el libro en estado embrionario que casi querría intentar formularlo en una sola palabra”. Pero por suerte no hay libro alguno.
Otras veces en cambio, mirándome desnudo en el espejo (debo librarme del espejo) siento una cierta confusión cruel aunque satisfactoria: me siento y me veo tan anulado, tan idiota y tan limpio que bien podría pasar por uno de sus dioses. Los dioses de esa gente, de esa familia que me espía, de ese otro mundo que me da pereza recordar: sé perfectamente que si mañana me vistiese sólo con un sombrero y saliese finalmente a la calle, todo este pueblo se inclinaría y me llamaría señor.