Desde las costas brumosas de Galicia, donde el Atlántico se encuentra con el espíritu de un pueblo indómito, hasta los venerables páramos de Inglaterra, cuna del fútbol y de epopeyas deportivas, emprendimos un viaje que trasciende lo meramente físico. No era un simple desplazamiento, sino un acto casi ritual: un enfrentamiento entre dos culturas, dos formas de entender el juego y, quizás, la vida misma.
La travesía no era solo geográfica, sino histórica y simbólica. Galicia, con su espíritu marinero y su imborrable conexión con lo celta, se disponía a cruzar el mar como en las antiguas gestas, llevando consigo no solo las botas de fútbol, sino también el orgullo de toda una nación. Inglaterra, tierra de estadios míticos y leyendas inmortales, nos esperaba con su hierba impoluta y su densa atmósfera impregnada de tradición.
En ese partido, bajo el cielo ceniciento que ambos pueblos compartimos, no solo rodaría un balón: se medirían el ímpetu gallego y la flema inglesa, la improvisación frente a la disciplina. Y allí, en un epicentro de emociones que solo el deporte puede provocarr, buscaríamos algo más que la victoria: el honor de representar a nuestra tierra más allá de sus límites..
El partido se saldó con una contundente victoria por parte de los gallegos, quienes ofrecieron un espectáculo antológico, casi místico diría, y, por supuesto, inolvidable e irrepetible. Una vez terminada la batalla, y bajo una espesa lluvia que te calaba hasta los huesos, los dos pueblos se dirigieron a un céntrico pub, donde les esperaba un suculento festín y litros y litros de néctar lupulado. Y es que incluso en el corazón de Albión no llueve eternamente.
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