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Playa y Código

Anglogalician Cup



La metáfora definitiva sobre la crisis de los cuarenta, para mí, está consignada en esa película prodigiosa e infravalorada que es Pat Garret & Billy the Kid, de Sam Peckinpah. Si no la entiendes sólo tienes que esperar. Un día cualquiera, mientras aún mascullas para ti mismo que todo va bien, comprenderás de pronto que te has convertido al tiempo en los dos personajes principales (que como todo el mundo sabe son sólo uno). Verás entonces, en un instante congelado, que las fugas hacia delante llevan al desastre, cuando no al ridículo, y que las retiradas estratégicas no conducen ya más que a la infamia. En todo caso, el tema será la huida. No el de la película, el de la vida. Siempre lo es: el plan de fuga, su casi inevitable fracaso, la quimera de su éxito posible, el amargor del no intento. Siempre lo fue: simplemente, después de los cuarenta engañarse al respecto es ya imposible.

Y aunque tal tema ha punteado de modo endémico la historia del arte desde el romanticismo, ha sido el Rock&Roll, es decir, el pop en su expresión definitiva, inflamable, aparentemente perecedera y adolescente, la manifestación artística que más ha hablado de tal fuga. Porque el pop rechaza y corre. El pop cree y seguirá creyendo para siempre que la fuga es posible, y por ello gran parte de su danza terrible culmina en símbolos que la representan. O empieza en ellos.

Así, los infectados por ese virus anglófilo y patético, por ese residuo del romanticismo feroz que es el pop en su versión más instintiva y gutural, tenemos también más posibilidades de seguir intentando escapar a edades tardías, a trompicones. O de sufrir, agudizada, la nostalgia de las vidas posibles que malogramos en el trayecto. Educados en el paradigma de la huida como triunfo, como posibilidad efectiva, hijos pródigos vocacionales sin vuelta atrás, la repetición en la que acaba encallada la existencia común se nos hace a menudo intolerable. Lo digo con frialdad, porque es un hecho frío: frio como un niño miope que atraviesa una invisible puerta de cristal.

Pienso en ello esta tarde desapacible, mientras observo una vez más esas dos fotos de Iggy que me fascinan, con una punzada de envidia que aún recuerda al deseo. Y pienso que no en vano Iggy se apellida, por decisión propia, POP. Nada es gratuito en el mundo de los sueños.



La primera imagen es el símbolo cerrado y total de ese deseo de fuga en positivo del que hablamos: la iguana veinteañera surfea sobre la crew, empapada en mantequilla de cacahuete, a torso desnudo, con guantes plateados de un futuro de mercadillo, refinando para siempre una versión postnuclear del Moises que abre el mar rojo para una legión de runaways; de Cristo que señala hacia un mundo nuevo mientras el sueño de la contracultura se cae, en torno, a trozos y es dinamitado para siempre.

Ese guía sexualmente ambiguo e hiperpotente que camina sobre una ola humana hacia la orilla es esencialmente una imagen polisémica; una redefinición –una fijación más, especialmente precisa- de la liberadora pesadilla dionisíaca. En ella confluyen ríos mitológicos gemelos, tradiciones inmemoriales pero reconocibles: nada ha de envidiar a los Dioses, que como él son arquetipos ajustados de un sueño primigenio y no dominable por la razón.

Como imagen arcana de sí mismo, Iggy ha viajado desde el trailer park hacia la inmolación ritual que implica el éxito, pero al tiempo dista mucho del icono nihilista que algunos han querido ver en él: es en realidad un hippy de libro con corazón de bomba atómica, una versión actualizada de un arquetipo colectivo y pseudoconsciente, el príncipe renovador y al tiempo aniquilador. Es una versión, eso sí, contagiada por ese optimismo natural, cerril, definitivo, que se da en los americanos a menudo porque es la paradójica esencia de su cultura. Quiere otro mundo y lo quiere ahora y está convencido de que queda a un pico de distancia, allí. Aquí. En la playa, en la última frontera de la que acababa de volver con el oceánico y ácido Funhouse bajo el brazo.




La segunda imagen es menos evidente, pero más importante para mí. Está tomada por una novia, Esther Friedman, y retrata a un Iggy distinto, pese a que ni siquiera ha transcurrido una década. Al borde de un mar egipcio, la iguana mira de reojo desde una silla, mientras un barco de vela latina, antiguo como el mundo, cruza el plano. Encuentro mejor, en ella, al deseo de mí mismo, quizá porque junto al abandono contiene también algo consciente y reflexivo. Está ahí gran parte de lo que hubiese querido ser y no sé si he sido. Está también uno de los finales de ese viaje que Iggy afirmaba posible y al que apuntaba, cuando levitaba en una ola de carne sudorosa: un hombre solo frente al mar, el extraño triunfo de haber sobrevivido, el olvido, los lugares perdidos donde uno no es nadie ni lo necesita, la sonrisa apuntada sobre la cicatriz, los sueños vagos. El hombre que ha conseguido huir y que acarrea las cojeras que lo guiaron hasta esa estancia, a medio camino de la vida. ¿Era esto el éxito? Si se lo considera como via crucis, muy probablemente sí.

A mí me faltó empuje para ser todas esas cosas, o alguna de ellas, y sin embargo a mi modo, como todos, he acabado siendo la segunda: el hombre solo frente al mar al que una novia fugaz roba una foto. Pero me falta el mar. Miro en torno: diez mil confiterías en el ágora del patio de vecinas. Una ciudad que sestea harta de empanada, un escritorio sepultado en libros que vampirizo tratando de escribir yo mismo un libro. Ese es mi mar, parece. Desde su orilla multiplico el error de la creación, pese a que lo que la vida demanda, lo sé, es el cero, el alegre zen de la carne abandonada, las playas desiertas de un futuro donde explicarse sea ya innecesario.



Polisemia intravenosa

El pop puede ser ocasionalmente narración, sin morir, pero es esencialmente código, especialmente en su vertiente menos narrativa (en canciones como, digamos “Penetration”, por citar una de The Stooges, paradigmática). Sus escenas son arquetípicas e intercambiables, aluden a la rebeldía primigenia y son consignadas mediante fórmulas largamente gestadas, por mucho que se quieran nuevas. Son un rayo que viene de muy lejos, aunque no dejan de ser un rayo que te derriba.

El pop es, sí, un tipo complejo de código fuente intrahistórico que atraviesa y sintetiza mitologías y lo hace a través de la imagen, del slogan y, sobre todo, de la canción. En otros sitios he hablado ya de mi fascinación por ese elemento, la canción, que arranca siendo casi un grito unicelular y milenios después permanece en todo su esplendor, compitiendo con el libro como tecnología punta humana definitiva. A menudo he argumentado que sólo una eficacia extrema ha permitido esa lozanía antinatural, esa permanencia. Y es su condición de código la que lleva a tal eficacia. El pop permite comprimir líneas de idea humana de siglos de recorrido en píldoras de tres minutos sin que la esencia se degrade en el proceso. Es una transmigración ejecutada por niños en sótanos desolados y representada por instinto. Es una alquimia tecnológica, una nanotecnología a grito pelado, también. Ese código al tiempo crea las canciones y viaja en ellas. Las canciones, en efecto, pueden parecer extraordinariamente simples para unos y ser percibidas como terriblemente complejas por otros, pero ni la ceguera de los primeros ni la excesiva reflexión de los segundos les impedirá experimentarlas como una explosión, un rayo, una ceguera: es decir, como la sobredosis de iluminación que provoca una inyección masiva de código.

No se trata, pues, de un método de aprendizaje, sino de un modo de conocimiento inmediato no lógico. Sabemos, sin necesidad de explicárnoslo, que en un gruñido y un giro de cadera de Iggy hay más información sobre la sexualidad de la que jamás te transmitirá el padre más comprometido con la causa. Notamos, sin intermediarios, que en el ritmo que abre “Waiting for the Man”, antes aún de que irrumpa la voz, hay más información sobre la droga de la que jamás te transmitirá una historia universal de la mandanga. Reconocemos sin lugar a duda que en cualquier buena canción de carretera está todo lo que el guerrero joven debe saber cuando sale, ritualmente, de los pobres límites de su tribu para transformarse en hombre. Podría seguir eternamente poniendo ejemplos de esa evidencia común y social, de esa huella antropológica viva. El pop permite saber, con los desastres que eso conlleva; adquirir sabiduría eterna en un mundo que se esfuerza en olvidarla y en borrarla para siempre. Y saber ahora, y saber ya. De ahí el regusto a éxtasis. Siendo así, se constituye también en uno de los elementos más acabados de lucha contra la muerte que conozco. O al menos contra el recuerdo de la muerte, que es lo mismo.


Cuando fichó por los Stags


Frente al espasmódico baile de la polisemia, claro, puede ponerse ejemplos casi opuestos, o al menos mixtos, que no dejan de ser pop. Cale y Reed, por ejemplo -desde la Velvet Underground hasta, por ejemplo, ese disco clave que es Songs for Drella, donde rinden homenaje a su mentor Andy Warhol- pretenden defragmentar el código al tiempo que lo acuñan, pero sólo lo consiguen en lo musical. En lo lírico retornan a una narrativa mucho más llana y tradicional. Una narrativa espléndida sin duda, pero que pretende ser más refinada que el aullido y sólo consigue ser hasta cierto punto más cínica. El código, hay que recordarlo, está consignado más en cómo se dice algo que en aquello que se dice, porque aquello que se dice no varía a través de las épocas. Es normal, en todo caso, que Reed y Cale homenajeen a Warhol, que es un teórico muy lúcido del capitalismo salvaje, y el hecho confirma que ambos pertenecen a una dinastía distinta a la de Iggy. Por mucho que coincidencias no falten, por mucho que a menudo parezcan descender por el mismo stream de vicio frío, Iggy será siempre un Pan, un dios primigenio y priápico, un Dionisos que cree en la existencia real de la playa final de la victoria. Lou, por su parte, no cree en nada, y acabará adecuadamente encharcado en zen después de sembrar el cancionero más nihilista que se recuerda. Cale probablemente crea en sí mismo y en Dylan Thomas, por ese orden. Son (gloriosa) carnaza post Freud, un tipo al que la Iguana ni conoce ni conocerá.

La fuga está en ellos, también, claro, pero de un modo más pensado y racional, que casi podría encabezar un ensayo, como cuando Lou canta en “Small Town”:

There’s only one good thing about a small town

There’s only one good use for a small town

There’s only one good thing about a small town

You know that you want to get out

When you’re growing up in a small town

You know you’ll grow down in a small town

There’s only one good use for a small town

You hate it – And you’ll know you have to leave.



ENSAYO Y LOCURA

Si el pop es encriptado, síntesis, transmisión histórico-mitológica, dique contra la muerte, liberación, lucha contra la locura a través de un chip consignado en un espasmo, existe su opuesto casi exacto: el ensayo literario. El ensayo, pura labor de desencriptado y explicación de lo inefable: no hay nada más irracional bajo el sol. Su aura de legalidad, razón y sistemática es un chiste sardónico.

De todos los géneros literarios, en efecto, el ensayo es el más peligroso para quien lo manipula. Quien lo recibe, en los casos mejores, apreciará en él una aclaración de la vida, un esquema lúcido que ilumina senderos antes oscuros y hace más claro el camino de ida (hacia la playa) y de vuelta (de la playa). Una ficción, en fin, que hace que la vida, por un instante, parezca tener algo de cartesiano. El que lo escribe, sin embargo, trabaja por extracción. Toda la claridad que dona le es extirpada. Todo el orden que consigue o inventa para los demás se convierte en desorden para él, se le cobra en salud mental. Los desafíos a la esencia natural no pasan sin precio. Y el desorden, ya se sabe, tiene formas diversas: la lucidez es una de ellas. La lucidez organizada es el hueco que queda después del desafío, una gran sala diáfana perfectamente vacía de ser.

Asi, el pop es en gran parte síntesis que evita la locura, un modo eficaz de trabajar con lo inefable, mientras el ensayo es un intento de explicación que se acerca peligrosamente a esa locura. Hace tiempo que comprendí, y eso me sorprendió al principio, que aquello del caballero que enloquecía por leer demasiados libros de caballerías no tenía nada de chanza. El ensayo es, a menudo, una puesta en limpio de ese progreso hacia la disolución mental, aunque rara vez pueda percibirlo el lector. “(…) y comprendiendo, comprendiendo, iré a parar al manicomio”, dejó escrito Stephen King. Él se cuidó bien de mantener en sus libros el misterio intacto, de no intentar un destripamiento que al final termina por ser siempre el propio.

“En algún momento de mi vida llegué a la conclusión”, escribí hace poco, en esa línea, “de que el misterio no se debía desentrañar, porque eso lo desactivaba; la conclusión de que el misterio era efectivo sólo como tal y de que solucionado se disolvía, cesaba su efecto (por lo general benéfico) y su desaparición nos dejaba para siempre una sensación indefinible de orfandad. Más adelante he llegado a una conclusión distinta, que anula la anterior o la convierte en mero paso intermedio: no es que el misterio no se deba desentrañar, es que NO SE PUEDE: cualquier supuesta caída del velo es sólo una puerta a un misterio mayor. El hombre sensible pronto deja, pues, esa sensación de orfandad para abrazar el campo superior y más incognoscible en el que aquel misterio supuestamente rematado se contenía. Es vivir EN el misterio (como hacen de modo permanente los animales, o eso espero) lo que nos aporta algún tipo de plenitud. La ilusión de resolverlo es apenas una degradación burguesa que juzga que la forma es la esencia; la estúpida confusión de la luz con un crucigrama. Es por eso también (aunque esto son simples y miserables daños colaterales) que determinados fingimientos de misterio creados por nosotros -digamos, por ejemplo la religión o la realeza de sangre (que en el caso de los cristianos son lo mismo)- pierden por completo su efecto y su poder cuando tratamos de racionalizarlos y explicarlos a lo que torpemente consideramos ‘el hombre común’ (¿hay alguno no común?); cuando intentamos adaptarlos a nuestra época de supuesta racionalidad, despojándolos de su esencia no explicable, pero sí vivible. Digo ‘fingimientos’ porque efectivamente hay, al menos dos tipos de misterios. Uno, el preexistente, otro el creado artesanalmente -aunque sea creado con guijarros y ramitas procedentes de lo desconocido-. Quizá sea, paradójicamente, este segundo, esta recreación infantil y cruenta, la que más interés tenga para el que se comienza a preguntarse al respecto”.

Ignorando esta evidencia, que apunta al pop y a la vida esencial, el ensayista prosigue su autodestripamiento sin hacer caso a nadie. Al principio la cosa parece simplemente tediosa. Lectura, saturación, acumulación de referencias, síndrome de rata de biblioteca. En algún momento posterior, en cambio, deviene extrañamente mágica, en esa fase que yo he llamado “todos los libros el libro” en la cual cualquier cosa que uno lea remite al trabajo que se intenta; cualquier imagen que uno vea ofrece una conexión profunda y misteriosa con el tema y casi cualquier movimiento de la vida misma está hilado con la obra.

Es sin embargo la fase intermedia entre ambas la más peligrosa: una temporada de disgregación mental en la que las ideas brotan como quistes líquidos, demasiadas para reconducirlas, y descienden como lava fría, separándose en lugar de unirse. Ese enramado que crece hace que uno mismo de desintegre, lentamente, amenazado por el mundo del arquetipo y el sueño. En esa fase no sólo fluyen las ideas, las conexiones más o menos refinadas que prevén la fase tercera: es también la temporada alucinatoria. Yo, por ejemplo, tengo últimamente una visión recurrente, durante la vigilia: veo a un tucán gigante con hermosísimos ojos de vaca que parpadea lentamente, una y otra vez, plantado frente a mí en una eterna planicie amarillenta. ¿Significa algo? Con total seguridad sí, pero el Tucán de la planicie no puede ser tratado con la lógica del ensayo. Sólo puede ser tratado con la ilógica del pop. Es un elemento de pop mitológico/onírico/irracional que brota en medio del pensamiento organizado, como si la vida misma se rebelase ante un intento de clasificación que va contra ella y su esencia. Algo de pastor hay que tener para evitar la dispersión de ese rebaño que es uno mismo. Para no entregarse al tucán.



Remedios caseros

De las pocas cosas buenas que he encontrado, en todo caso, en esta crisis al modo Peckinpah, en esta comparativa entre exabrupto pop y ensayo de combate como hermanos enfrentados que es metáfora de la propia vida, una es la comprobación de que un veneno puede rebajarse con otro, obteniendo un equilibrio precario pero cierto.

“¿por qué cantamos?”. A la espera de soluciones a esa pregunta que me ronda a diario, me he dedicado yo mismo al canto, en ratos libres, y he redescubierto su esencia curativa. También he descubierto que después de décadas de esclavismo pop, uno obedece de modo inconsciente a impulsos contrapuestos y a dinastías diversas. Escribí, por ejemplo, una canción que se llamaba “New town”, y que, revisada, no deja de ser un intento de acercarse al citado “Small Town” de Songs for Drella. Mutada, si se quiere; inferior, si se quiere, pero idénticamente narrativa y no simbólica. Conectada también con un viejo poema mío que garabateé, acaso previendo esta cruenta masacre de la mediana edad:



A la que te descuidas un par de décadas

el pueblo pequeño te ha heredado

y ha obrado en ti todas las

reformas necesarias

para que no salgas ni regreses jamás.

Nunca otra vida.

Ha tirado los muros de carga.

Y ha visto caer todo menos la fachada.

Y el interior se ha cubierto de gato sobre

la viga podrida, las latas,

la zarza, los bricks,

el correo bancario, el óxido de orina

y la perplejidad de un sueño a

letra diez, con mucho grano.

Los niños que miraban por la reja

se han ido volviendo viejos fracasados

y bailan en nebulosa marcial y somnolienta

como una vía perezosa de leche desnatada.

“Nunca otra vida”, se dicen.

“¿Para qué la querría?”, se contestan.

Y detestan la palabra sin entender la idea,

palpando, con las encías apenas, algo luminoso

embarrancado allí en recuerdo de todas las galaxias

prometidas.

Sin rastro, sin señal, ajeno,

ni más indicación que un aliento al fondo con

voz nadando en sombra,

así irás,

dorado y ya de polvo, quieto

como un patio de agosto contempla

una palabra.

Nunca otra vida,

susurran entre sí las fuentes y el

agua que se bebe.

Nunca otra vida, dicen los camareros

agradeciendo la propina que hoy has

vuelto a dar, honradamente.

A la que te descuidas unos veinte años todo

ha cambiado y sigue igual

y eres tu pobre padre

para solaz de las funcionarias que inventaron el sarcasmo

y para placer de los poetas futuristas del rebaño

y para alborozo de todos los amantes iletrados

y todas las matronas ahorradoras y fóbicas

y todos los fabricantes de zapatos.

Según su sencilla palabra se ha hecho en ti,

e igual que las termitas en palacio

el pueblo pequeño ha sido

(cruel, indiferente y)

soberano.



Escribí otra canción, en cambio, que era casi su opuesto heroico. Me la inspiró mi amigo R., que, barrial e intoxicado como era, no difería tanto de Aquiles o de la Iguana. Uno de esos héroes del Rock&Roll preconsciente que todos hemos encontrado y querido. La última vez que lo vi me contó que había tenido un hijo, y sospecho que ya no se dedica a saltar por los tejados de Madrid, pero yo lo conservo en ese ámbar de distorsión, reinando sobre la barra de tugurios cuyo nombre perdí.

E igual que esta, tengo otra que se llama, premonitoriamente, “I Wanna go to the Beach”. Es una canción curiosa, situada al final de un disco, aparentemente menor. Dudo que nadie le haga mucho caso, y sin embargo en ella vive (independientemente de mi voluntad) esa fuga nuclear que nos aqueja. Ese mar como límite del deseo y reintegración.

Iggy no es por supuesto, un elemento aislado. Al contrario, su arquetipo es habitualísimo, aunque no siempre tan bien definido. Pertenece a una línea dionisíaca/chamánica que inmediatamente antes había dado a Jim Morrison y no mucho después nos dio a gente como David Yow (The Jesus Lizard) o Perry Farrel (Jane’s Addiction). Príncipes depravados e idealistas. Mefistofélicos de américa, limpios y suicidas. Rimbauds y Baudelaires simplificados para comprensión de la chusma necesaria. Magos estúpidos de puro sagrado. Hábiles, sin embargo para no aceptar nunca del todo la corona -para seguir en eso más a Dylan que a Jimbo-, porque nada causa más horror a un príncipe que la posibilidad tangible de ser rey. Los reyes son sacrificados: los príncipes, es sabido, viven para siempre.

Cuando jugaba con los Porcos Bravos


Mitológicamente, Farrel, en concreto, es casi la consecuencia natural del Iggy que apunta a la playa, igual que Iggy es la de Morrison. Como ellos, Perry ejemplifica con nitidez desenfocada un hecho irrebatible: nuestra huida es siempre hacia el mar, real o metafórico. Quizá por una nostalgia del primigenio caldo mitocondrial, quizá porque el último sueño pionero con territorio propio, el americano, el que creo el Rock&Roll, termina precisamente ahí, se estrella contra las olas en el Venice Beach de los heroinómanos. Quizá porque el mar es el símbolo total, vida y muerte, y como decía una amiga “frente al mar no hay nada que decir” (quizá si algo que canturrear, quizá sí algo que bailar). Sueño amniótico, limes contracultural, comunión última con el principio natural, madre magmática… Farrel lo abraza con la risa del loco sagrado y el baile del chamán adolescente, del niño terrible, usando esa voz que un crítico definió una vez a la perfección como de “ángel al borde del estupro”.

Se le podría acusar, sin duda, de usar sin sonrojo la descerebrada naturalidad atlética del surfero: mística barata, drogas blandas y una ficción de libertad tolerada y facilona. Un código simple. De nuevo, hay que rascar un poco para entender que los príncipes no crean mensajes nuevos, sino que portan mensajes antiquísimos y los enuncian con la vivacidad de aquel primer día, cuando el mundo era nuevo. Emiten código, SON, ellos mismos, código. La complejidad intelectual es, desde ese punto, perfectamente prescindible. También inevitable.

Como en mi modesta aportación, en ese “I Wanna go to the Beach” donde sí estoy (uno no está siempre en sus canciones), el código del que hablamos ha sido emitido a menudo desde una playa o desde su deseo. La playa es el triunfo y el fracaso del pop, desde las melodías hiladas de los putos Beach Boys hasta el sagrado “Beaches and Canyons” de Black Dice, donde un viento de átomos barre la playa vacía y definitiva del futuro bajo aullidos de pixel.

Veo a Iggy, hoy, que ya es otro distinto al de las dos fotos y que se ha hecho casi playa en sí mismo: una playa hortera y despreocupada de viejo socarrón y rijoso en bañador, que se carcajea de su propio mundo, del tuyo y de todos los demás, mientras prepara una barbacoa. Pero sigo viendo también otras imágenes de un triunfo tentativo que pasa por el retiro y el olvido. Dylan pescando un pez en la borda del Water Pearl bajo un viento caribe. Shane descalzo en Pataya Beach, desdentado pirata opiómano de fin de semana. Neil Young mirando al agua eterna en ese disco sagrado que es On the Beach. Nikki Sudden subiéndose a los barcos embarrancados en una playa de O Grove, hace un eón. Diez millones de generaciones chocando, enloquecidas y estáticas, contra la línea de costa.

Esas imágenes se suceden en mi retina y en mi oído como un ruido de fondo, una estática, un mar, un deseo. Un deseo de liberación a través de la nada. Tomen pues estas reflexiones deshilachadas como eso, meros apuntes al hilo de un ronroneo lejano, de un oleaje perpetuo que nos llama. Preguntas que no hace falta, acaso, responder, más que con la vida. Hay quien quiere estar aquí para siempre, ser un cyborg eterno, y esa gente tendrá también sus canciones, acaso más maquinales y precisas. Yo, Iggy, Farrel, Morrison y compañía nos conformamos, por ahora, con ser las canciones en lugar de tenerlas. Canturreo, ruido difuso del alma, invocación.

“Investigamos a través de ecos”, escribí también, el otro día. “Es así siempre como empezamos a investigar. Y eso es todo lo que tendremos, al final”.

Ecos son las canciones, ciertamente.

Y eco es el resol de la playa que espera, al otro lado de esta página.