Dicen los psicólogos que la adolescencia es una enfermedad transitoria que dura lo que duran las falsas ilusiones que uno se hace sobre sí mismo. El umbral que marca la frontera con la era de la decepción. la línea imaginaria que determina la quiebra del entusiasmo y la aceptación del horizonte adulto predeterminado como futuro más probable. la evidencia científica dice que sobre los quince años de edad, el cuerpo de una hombre es un cóctel hormonal en el que niveles ultrabajos de dopamina se combinan con máximos de testosterona dando lugar a una mezcla de desidia extrema y explosiones hiperenergéticas de actividad. la Competición, entendida como un organismo vivo con autonomía y libre albedrío indiscutibles, cumple década y media. Atravesado el período mágico de la infancia, esta permanece a la espera de experiencias nuevas en un momento anímico de bajón emocional. También parece someter a sus seguidores a una montaña rusa de sensaciones: tan pronto se coloca de forma sorpresiva a a las puertas de la desaparición como, a la semana siguiente, parece ser un Space-X listo para salir disparado hacia Marte, o, al cabo de un mes, asimilarse a un ascensor con paradas en los círculos II, III, IV y V del infierno. Si bien a veces uno tiene la tentación de alinearse con George Trakl cuando afirmaba "qué enfermo parece todo lo que nace", la vitalidad exhuberante del invento siempre reconduce la sensación por el camino de la afirmación positiva de lo existente.
Un leiv motiv bastante extendido podría aplicarse a estos quince años: "Dios (entendamos: el Main) le da sus peores batallas a sus mejores guerreros". Peores batallas. Uno emplea esta frase y automáticamente en su cabeza suenan Yardley Gobion o similares. Los lugares imaginarios o reales que han cultivado la mística heroica de la Anglogalician no forman parte de las peores batallas. Todo lo contrario. Aquí, como decía el sabio gallego, "cuanto peor mejor para todos y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo beneficio político". Cuanto peor el campo, mejor para todos, cuando peor la comida mejor para la mesnada, cuanto peor las noches postpartido mejor para el suyo beneficio político, y así hasta el infinito. las peores batallas y los mejores guerreros. Algunos escépticos del asunto -no daré nombres- parecen dudar de este axioma, pretendiendo vaciar la competición de su dimensión heroica y de las tragedias que le son inherentes a base de comentarios mordaces sobre la pericia futbolística de los contendientes.
Pero en fin. Recordemos una vez más la crónica fundacional original. Era 2007 y había un pub llamado The Fat Cat en una ciudad en el centro de Inglaterra y había un grupo de amigos gallegos e ingleses y había un campo de fútbol y había ganas y hambre y furia y sed y fuerzas imparables en marcha. Era 2007 y el parto fue rápido, limpio, sencillo y la criatura pesó bastantes kilos (según las malas lenguas) y gritaba con energía suficiente para ser escuchada en bastantes kilómetros a la redonda. Y la criatura pasó sus primeros años aprendiendo a andar y a moverse. Al principio, pasos pequeños y temblorosos pero decididos. Al poco, zancadas impetuosas impregnadas de furia y amor por lo salvaje. Parecía que la Competición iba a limpiar el arrastrado nombre del fútbol, a devolver parte de su dignidad a este deporte elevándose por encima del tráfico de jugadores y de los intereses creados alrededor de los florentinatos europeos. Parecía. las crónicas oficiales se vuelven brumosas desde 2019, como si el foco se hubiera perdido de la mano del silencio inglés y la energía infantil hubiera entrado en un complicado proceso de disipación con la consecuencia de que el paso firme anterior hubiera perdido el suelo bajo sus pies. Una especie de empantanamiento parece haberse apropia del evento, como si unas arenas movedizas anímicas hubieran tomado el control de la criatura. Resultado? Adolescencia problemática. Rechazo de la autoridad adulta. Cuestionamiento de sí mismo y del mundo al completo. Los quince años como una explosión nuclear en un recinto cerrado. la épica devorada por la burocracia. El mito reducido a textos sobre el agotamiento de los héroes. El cansancio y la dejación de funciones como excusas repetitivas.
Los últimos meses del 2022 han visto varios posts en este blog dedicados al autoanálisis de esta situación bajo distintas claves. Como si se tratara de un mecanismo averiado, varios expertos han examinado las variables y estudiado los parámetros con el detenimiento ensimismado de los forenses y los entomólogos. En las cajas de comentarios de dichas entradas un verdadero ejército de las tinieblas ha dictado sentencias totalizantes y ha encontrado culpables y ejecutado simbólicamente a todo aquel que se ha desviado de la ortodoxia a la hora de elaborar sus conclusiones. Al margen de sus razones más o menos razonables hay que reconocer que la competición tiene un lado oscuro que ama las purgas tanto como las victorias, que se entrega a las listas negras y a la marginalización con siniestra alegría. El rodillarato, esa entidad aparentemente espectral, es algo más que un rumor o una sospecha fúnebre que ronda al porcobravismo como si fuera un fantasma metálico. Tiene una realidad material que funciona de forma implacable. Es otra criatura que, al modo del Kuato de Desafío Total vive como un feto exterior adherido al cuerpo de la Anglogalician. Sus decisiones tienen una lógica implacable. Su disciplina no es discutible. Sus métodos son limpios pero no precisamente indoloros. Una venenosa voluntad de poder late bajo cada una de sus acciones. Fuera de la luz apolínea de la competición un flash estroboscópico de luz diosnísiaca señala a sus desafortunados elegidos con exactitud matemática cuando las condiciones lo requieren.
Han pasado quince años. En 2007 lo imposible se abrió paso en una época en la que solo parece haber lugar para lo probable. Y, dentro de lo probable, solo lo económicamente rentable parece tener garantizada su aparición. En un tiempo de fenómenos estandarizados y predecibles, de productos manufacturados pensados para la aceptación de las grandes mayorías, a veces -y solo a veces- la libertad, esa combinación frágil de lo bello y lo salvaje, da lugar a frutos extraños, a anomalías vigorizantes que nos recuerdan la dimensión impredecible de todo lo existente. El camino de la competición, como cualquiera que lleve a algún lugar interesante, puede estar sembrado de obstáculos u ocultar dificultades que nunca estarán en la agenda de la previsibilidad. Incluso, en momentos especialmente complicados pueden llegar a sembrarse dudas de mucho peso sobre la propia viabilidad de la criatura. Sin embargo, la misma raíz de esta, su núcleo incandescente, genera a su alrededor una atmósfera autoreparadora, un entorno que funciona al modo de una tela de araña capaz de capturar energías y afectos pacientemente para, a partir de ellos recomponerse y relanzarse. Mientras soplamos las velas cantamos no el cumpleaños feliz, sino una repetición en bucle del “We few, we happy few, we band of brothers” esperando por la siguiente patada adelante, por la siguiente birra en algún pub británico o incluso por la próxima victoria porcobrava en algún campo de alguna ciudad allá al Norte, donde la bruma siempre envuelve los corazones de los hombres mientras estos se reunen alrededor de un fuego con algo de beber en las manos.