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[Astillas, apuntes y divagaciones para un libro futuro que ustedes podrán tener el placer de no comprar después de lo expuesto aquí. Razones de espacio y de paciencia me impiden entregar a mi editor en la gloriosa ANGLOGALICIAN CUP todo el mamotreto inicial, que abarca 33 páginas, nada menos, la jodida edad de Cristo crucificado, y que después de unos cuantos conceptos pseudolíquidos deriva hacia un panteísmo vago, muy de la casa pero tan lejano al gusto común como la Gioconda lo está de un pastor Alemán. Sabrán disculparme, y si por casualidad les interesa el asunto, no duden en seguirme en plataformas gaseosas y comprar cosas con mi nombre debajo. Atentamente. M. Sigilosus]





(Varias disquisiciones sobre el Alma y el empleo de bayonetas)

- ¿Crees que existe el alma? 
- Sí. Sí creo. 
- ¿Y qué es? 
- Es aquello que logra unirse con la energía vital (de los otros, de la naturaleza) cuando mi mente no interfiere, y es aquello que contiene a la mente y puede observarla y decirle “tú no eres lo que yo soy”. 

Varios días ya he estado dándole vueltas al asunto del Alma, que se ha renovado en mí como pregunta. Sucedió tras la lectura encadenada de varios libros que no versaban aparentemente sobre ella pero la señalaban, ya como fondo, ya como ausencia, ya como construcción política, o en todos esos ámbitos al tiempo. Fuera coincidencia o consecuencia lógica, o destino, he intentado ser justo con esa intimación interior haciéndome yo también preguntas; preguntas simples, las únicas pertinentes para el caso. Discutir esencias absolutas está probablemente fuera de mi alcance: vivirlas no. Así, viviendo, uno llega inevitablemente a interrogarse como lo harían los niños, y es sabido que los niños preguntan por las cosas esenciales, las que perturban el pudor, los límites y el entendimiento de los adultos (ese género supremo de las llamadas despectiva aunque adecuadamente “niñerías”). Por lo normal, en un estadio primero, las alas del niño aún no han sido amputadas adecuadamente; es decir, vive, muy momentáneamente, en un limbo de preamputación mental que le permite observar lo obvio, sus paradojas y sus misterios, y que no le indica aún de modo completo dónde empieza y dónde termina el tabú. Su capacidad para señalar con naturalidad terrible hacia el punto adecuado es necesaria para nosotros también: eso y el añejo gusto por el juego como ley de vida será probablemente lo único que consigamos, con esfuerzo, salvar de la infancia. (1)

Las preguntas, en efecto muy simples, de si creo o no en la existencia del alma y la de cuál es, en caso positivo, mi idea de lo que ese alma es, son pues perfectamente procedentes, dada esta vivencia efectiva y esta infantil curiosidad. Tan procedentes como cualquiera o, si se quiere, más procedentes que ninguna: ¿Quién sino el hombre, que “posee” un alma (o así lo cree) puede y debe reflexionar sobre ella?

La discusión sobre el tema, y esto la hace más necesaria aún, ha sido hace mucho desterrada del mapa intelectual que se nos ofrece (2), como ya apuntaba Huxley en el 52 en su prodigioso Los demonios de Loudun, uno de los tres o cuatro libros que me retrotrajeron poderosamente hasta la cuestión. Y digo “me retrotrajeron” porque, dado ese olvido del que habla Aldous, o más bien esa extraña sutura y esa misteriosa ausencia, mi naciente interés fue más que una llegada un regreso. No voy hacia la pregunta, sino que retorno, inevitablemente, a ella, como se vuelve, al cabo, a todo lo importante (3).

Tal situación permite también otros interrogantes de distinto cariz, que ya no serán los de la simple e implacable curiosidad, sino que estarán polucionados por las disciplinas técnicas de la antropología, la filosofía o la política, y todo este texto será en parte, una recolección progresiva de tales interrogantes para uso público. ¿Por qué se ha olvidado el alma? ¿Se ha olvidado realmente, a todos los niveles?

¿Qué constructo o constructos han sido colocados en su lugar? ¿Cómo se pude suplantar un elemento que durante milenios ha sido central a nuestra cultura (y a todas)? ¿Hemos superado el alma? ¿Hemos abolido el alma, como pedía Ciorán (y repetía Berrio)? (4)

Mi escritura, en este caso, comenzó también como un tanteo, un divertimento, tomando notas sobre una novela lateral (5), pero ha derivado en una maleza oscura a medio desbrozar, algo así como la intuición de una senda. Entiéndase de ese modo el proceso, con sus errores y sus imprecisiones, y entiéndase que intento más que nada dar fe de ese regreso; narrar su transcurso accidentado y digresivo; contar cómo, casi sin quererlo (no sin desearlo), retorné a esas preguntas, incómodas a veces para los demás, que yo me hacía hace muchos años y que, con el mundo mismo, había dejado de hacerme.

Son cuestiones complejas y no se responderán aquí más que tentativamente, personalmente, dejando la herida perfectamente abierta para que cada cual la cure como pueda. Intentaré algunas conclusiones parciales, pero anticipo que a ese respecto lo obvio: que lo que yo resuelva es menos interesante que aquello que cualquiera desarrolle por sí mismo, ya que, como bien apuntó mi hermana mientras discutíamos el asunto, soy “muy prefilosófico”: apenas un tipo de primitivo vagamente iluminado (o “un bruto disfrazado de tío que lee”, como me dijo una señora una vez). Mi interior de los últimos tiempos es pan-animista: ve alma, o almas, en todo.

Creo, en efecto, que casi todo tiene alma, o más bien, ajustemos, que todo vive en el alma, incluso los seres humanos. Estos, sin embargo, al ser capaces de conceptualizar (y convencidos de que al nombrar crean y de que al acotar artificialmente algo ilimitado lo han inventado ellos) se han ido alejando más y más de esa “vivencia”, hasta ser, acaso, lo más desalmado que existe o conocemos. ¿Estoy diciendo, entonces, que para mí rocas, plantas y animales (porcos bravos y stags en el lote) tienen alma? Oh, sin duda los incluyo en mi idea de “todo”, sí (6). Pero, insisto, mi visión es que criaturas y cosas “viven” en el alma, no que la “tengan”, del mismo modo que el escritor no posee un mundo subconsciente, sino que un mundo subconsciente lo posee a él, como a una más de sus criaturas y manifestaciones. No se posee aquello que crea, nos nutre y nos abarca. Tampoco se posee aquello con lo que dialogamos. Y no siempre nombrar es crear, pese a que las modernidades líquidas al uso prefieran creerlo así. (7)

De igual modo, y ya dejando aparte mis convicciones intuitivas, creo con Huxley (y con mi hermana) que existe una investigación sobre lo incognoscible que, por paradójica que pueda parecer sobre el papel, es constitutiva de lo que somos como hombres y que se ha abandonado trágicamente, dejando tras ella un sentimiento de orfandad que rara vez se ha sabido expresar con justeza. Nunca, desde luego, desde la cultura oficial, más dada a la invención momentánea que al reencuentro con lo permanente, y que puede ser vista, en cierto modo, como una interminable sucesión de manías de la época (8). Esa orfandad sería subsanable con relativa facilidad en un mundo distinto a este, en el que las fuerzas que prefieren al alma fuera del campo dejaran de presionar en tal dirección; o si nosotros mismos nos comprometiéramos a hacernos de nuevo las preguntas esenciales que, en todo caso, están siempre a un breve pasito de distancia. La idea del alma se ha eliminado del campo intelectual visible, sí, pero no por eso deja de manar en el interior personal. El acatamiento de su negación no puede llevar sino a una neurosis grave, por mucho que, como a tantas otras, se la disfrace de normalidad integrada o de canon occidental.

Algunos creemos en el alma porque creemos, y al pararnos a pensar sólo constatamos el hecho y, propensos al misterio, preferimos vivir en él que desentrañarlo. El intento dominante en nosotros es el de fluir, no el de catalogar (9). Otros creen en ella, o tienen una idea de ella, más bien, porque la han pensado. El de más allá ofrece una respuesta más o menos tipo porque se la dio un catequista hace treinta y cinco años y porque carece de la costumbre de discutir a autoridad alguna (o posee la benéfica y útil estupidez de no discutir jamás). El otro no cree, pero acaso ni siquiera ha pensado en aquello en lo que no cree, ocupando el lugar del catequista un concepto vago de la ciencia como eliminador de obstáculos, ya sean estos constitutivos (10).

En todo caso, un mini estudio de campo en mi entorno y el de otros (la cita de apertura es sólo un ejemplo) refleja dos realidades: que la idea preexiste (la idea del alma, no el alma misma, necesariamente), y que tal idea lleva por lo general décadas sin ser enunciada o discutida en el exterior y a menudo en el interior de esas personas. Pese a lo desgarrador de tal hecho, la evidencia de que la idea permanece no deja de ser un “estoy aunque no se hable de mí” que las simples ideas humanas coyunturales no pueden esgrimir: cuando se las deja de enunciar, discutir, negar y afirmar, mueren.

En resumen, mis tres pasatiempos de este mes de mierda que pareció un agosto y ya termina fueron garabatear ideas en la cocina, mientras la mente despertaba, de mañana; tratar de domarlas por las tardes frente al ordenador mientras escuchaba música abstracta, viendo como la pregunta sobre el alma se colaba por los resquicios y goteaba hasta ocupar todo el espectro de visión y, por último, no menos importante, fumar, y caminar con mi alter ego Minino Sigilosus, una kajhit de nivel siete, por las catacumbas de Oblivion, bajo los cielos irreales de Cyrodiil, a través de las cenicientas cloacas de la Ciudad Imperial, en un transcurso mágico extraordinariamente parecido a lo que otros deben entender por meditación (11).


Y bucearemos en el fango de la inminente segunda entrega, a la procura de nuestro hermoso y enorme elemento natural anglogalicioso. 




Después de los Hunos vendrán los Segundos Hijos