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Léeme Los Labios, Algoritmo: La Vida Es Prurito, Impóstame Un Reaccionario.

 

“I’m setting booty trumps”. 

“You mean booby traps”. 

“That’s what I said, booty trumps”.

 

Nunca llega uno a pensar lo bastante mal de las personas. No huelga recordar, en estos tiempos de tiranía del cuñadismo, que somos seres deficientes, todos algo tullidos. Hay quien compensa sus taras con virtudes, quien las solapa a fuerza de voluntad y quien las padece con vocación de sometimiento o con desdicha. Atrapados entre lo irrecuperable y lo inalcanzable, vamos reproduciendo las milongas de siempre, que pertenecen en su mayor parte al infravalorado género de la fantasía sicalíptica, aunque luego te vendan la moto de que si logré esto o lo otro, que si estuve en Yardley Gobion o que si fundé un culto ctónico. Si nos destacamos como especie es porque somos falibles, hacemos cosas mal donde ningún animal se equivoca jamás. Y, como excreción humana que son las historias, ninguna resulta del todo fiable.




I] Epona de Artai, reina de los ártabros, se dirigía al Nerio para celebrar los fastos de Imbolc cuando se topó con una romana patrulla. Aunque se había pactado el armisticio, el joven Lucio Nardo, al mando del destacamento, notó cómo sus legionarios se enardecían ante la belleza sin par de Epona, así que, tras consultar el Rolex de cornalina que le había regalado el mismísimo Julio César durante un breve crucero de placer por las Cíes, y viendo que iban bien de tiempo, ordenó el ataque contra la escolta real, que cayó fulminada bajo los pila. Durante la trifulca, Epona y sus dos doncellas trataron sin éxito de quitarse la vida, pues el propio Nardo las desarmó y las amordazó con gracia, y seguidamente sufrieron las tres dilatado suplicio. Cuando las romanas vergas quedaron satisfechas, siguieron su camino sin tomarse la molestia de comprobar si las mujeres vivían o no tanto. Nueve meses después, Epona alumbró un crío inusitadamente moreno y velludo, y lo llamó Glaucio, porque su olor le recordaba al de sus profanadores, y lo educó en las costumbres de los latinos, a los que ya estaban rendidos todos los pueblos de la Callaecia.

[II] Es sabido que Prisciliano le daba a Prócula, la niña de Delfidio y Eucrocia. Ya por entonces, la fama de fértiles de los galaicos corría por la Península, y la noche misma de la puesta de largo de la nena, en un evento organizado por la alta sociedad burgalesa, los progenitores, que eran muy partidarios del mozo, facilitaron el ayuntamiento de los jóvenes con la idea de que engendraran y, cumplidores ellos, así lo hicieron. Prisciliano, sin embargo, al descubrir el plan de los padres para echarle el lazo y considerando la holgura de sus propias ambiciones, se dijo que ni de broma, y desarrolló un fármaco que, en la dosis apropiada, provocaba el aborto en las muchachas primerizas, pues a las bregadas y a las demasiado viejas –las que rondaban ya la veintena- las mataba sin paliativos. Le dio a Prócula el potingue sin advertirlo ella, y en los días siguientes se fue distanciando de la chavala, que padeció el desamor y nunca más quedó preñada debido a los efectos secundarios del tratamiento. Prisciliano siguió su camino, conoció mundo y sembró lo que pudo, y también hizo enemigos que, más pronto que tarde, procedieron a su cancelación en base a una serie de tuits en los que tocaba cuestiones espinosas, entre ellas la interrumpción voluntaria del embarazo.

[III] Cuando Sancho Ordóñez, universe urbe Gallecie princeps, llamado el Craso, recibió en casa de su abuelita al galeno de ‘Abd al-Raḥmān III, un judío aurgitano que respondía al nombre de Abū Yūsuf asday ben Shapruţ, ordenó a los lacayos que sirvieran el más explosivo de sus elixires. Toda Aznárez, infatigable reina pamplonica que protegía en lo posible a su atocinado nieto, se hallaba indispuesta y no pudo presidir la velada, como hubiera sido conveniente para refrenar la intemperancia de Ordóñez. Por mera cortesía, ben Shapruţ accedió a beber un poco, pero la falta de costumbre hizo que se emborrachara tanto como su anfitrión. Festejaron juntos, cantaron en varios idiomas y se durmieron sobre pieles de oso junto al hogar, bien alimentado por los fámulos hasta el alba. Con el primer canto del gallo, el hebreo entreabrió un ojo y ante él se dibujó el cogote hinchado del djalaliqa. Inmediatamente después del dolor de cabeza, sintió una solidísima y palpitante erección. Ajeno a las resacas, aquello le resultó nuevo y menos embarazoso que placentero. Sin pretenderlo, basculó la cadera contra el orondo trasero de Sancho, que asomaba bajo la camisa arrugada, y antes de que cantara de nuevo el gallo se había lubricado el mástil y lo había aparcado entre aquellas nalgas pálidas y mórbidas: “Adamadas nalgas”, pensó con regocijo. Al pronto, despertó también el norteño y nada dijo, y tampoco más tarde volvieron a mencionar el suceso, ni el médico preguntó por las propiedades asombrosas de aquel brebaje al que decían Jägermeister, ni el noble se lo volvió a obsequiar nunca. Todo se enfundó debidamente, viajaron a Córdoba y convivieron un tiempo como paciente y médico y, meses más tarde, cabalgando Sancho hacia León con diez arrobas menos y un destino mediocre que cumplir, se mostraba ausente, y sus lugartenientes temieron que recuperara el peso que con harto sufrimiento había perdido, pues todas las noches se recogía en su pabellón con un cuenco de unto y un esclavo sarraceno con fama de gran cocinero.

[IV] Para llegar desde Borgoña a la corte de Valladolid, Felipe y Juana desembarcaron en La Coruña, y desde allí se encaminaron hacia Castilla, acompañados por una espléndida comitiva de la que formaba parte un soldado llamado Corbin Barjean. Pasado Verín, y antes de alcanzar la posta de La Gudiña, el cortejo se vio asaltado por una caterva de ladrones, que calcularon de mala manera sus posibilidades y perecieron todos, pero en el lance fue herido Barjean. Impedido, quedó alojado en una humilde posada cerca de La Mezquita, con orden de partir en cuanto se recuperara. Allí recibió las atenciones cada vez más pródigas de una solícita muchacha, Remedios Larouco, única hija de los posaderos, que a fuerza de restañar heridas, mitigar fiebres y escuchar delirios en arpitano, se enamoró perdidamente. Larouco no era tonta, y la doncellez no se la entregó al borgoñón, pero haciendo honor a su nombre supo arreglárselas, y Barjean le correspondió rociándola con sus mejores humores. A su partida, el guripa sembró la despedida de promesas que pudo cumplir, pues el Hermoso la diñó ese mismo verano y la católica Isabel andaba interesada en plantar nuevos propietarios que impulsaran la instalación de eólicos en los montes del antiguo Reino de Galicia. Barjean obtuvo la licencia y unas fanegadas de tierra áspera que a nadie interesaban. Despreciando la tradición autóctona, decidió edificar su propia casa, donde enseñó a Remedios un mal castellano trufado de galicismos y la fecundó más veces de las que hubiera querido, pues la prole le salió afrancesada y más dada a fomentar el turismo rural que el desarrollo industrial de la región.



[V] Extracto de una carta inédita de Pedro José García dirigida a Clara Balboa Sarmiento, hallada durante unas obras en la casa parroquial aneja a la iglesia de San Juan Bautista de Cerdedo: «(…) no digo ya de la corrupción del semen por causa de su generación libidinosa, como insistía Lardito desque leyera a Warra, Escoto y Aureolo, y todo aquello de la convenientissima mediatrix y la redención preservativa y tantas cosas más concebidas para soterrar sospechas, que no faltó nunca quien sostuviera que madre de Dios sería, pero también un poco puta. Pero también me pregunto si estos niños afeminados que hacen labores de monaguillo y nos socorren en los momentos de debilidad para descargarnos de melancolías [“beatos mariconcillos”, les decía fray Benito], no darán lugar en el futuro a una raza decadente que se servirá de la simiente como alimento y estímulo de pasiones desviadas, sin darle ocasión de prender y dar su fruto, y estarán ahí todo el rato con sus páginas porno y sus bailecitos, ora obscenos, ora vergonzantes, y canciones y series en las que todos fornican y nadie queda encinta, como tampoco cagan ni padecen ardor de estómago ni, mucho menos, se aburren jamás. Entonces me pregunto a qué tantas Luces y si no acogerán las sombras que produzca ese invento que en Francia llaman quinqué más maldades de las que podíamos imaginar a la luz de las velas (…)».

[VI] Recién llegado a París, Eugenio Rufino Serrano de Casanova eligió el lupanar más miserable de Pigalle para darse un homenaje. Como a tantos puteros, las rameras le gustaban feas y hediondas, de las que compensan la falta de atractivo con una total ausencia de remilgos. No esperaba el veterano carlista encontrarse en semejante tugurio con paisanos a la caza de idénticas hieles, salvo quizás algún Borbón, que no fue el caso. Pero sí estaban el cántabro Claudio López y López y el marido de su sobrina, Eusebi Güell i Bacigalupi, que bebían absenta en la dudosa compañía del hijo bastardo de Juan Bernardo O’Gavan, un tal Bernard Marie, que se ganaba la vida trasegando clientela hacia los paraísos de la sífilis y vendiéndoles luego cápsulas de yoduro potásico de fabricación propia. Aunque nunca los habían presentado, Serrano reconoció a López, al que tenía en la nómina de patrocinadores de su IG, y recordó haber coincidido con Güell en un split de la Kings League. Como al tercero lo conocía sobradamente, se arrimó al grupito con desenvoltura y pensando en lo beneficioso que podía ser compartir vicios inconfesables con gente tan de bien y mejor. La incomodidad de López y López era más que patente, pero el ambiente se distendió al surgir la cuestión abolicionista, que todavía escocía en ciertos sectores. El de Neda no tenía mucha opinión al respecto, pero su natural habilidad social le aconsejó posicionarse a favor de la trata, y al poco estaba pronunciando una arenga apasionada sobre los “valientes patriotas que no escoraron ante la pérfida Albión”. Animado por las palabras de Serrano, el preboste pasó de insinuar pequeñas ganancias a poner cifras sobre la mesa, y el gallego tuvo que disimular su excitación. “Eugène, cette salope lui fait des yeux doux”, dijo de pronto Bernard disipando el éxtasis crematístico. Eugenio Rufino no perdió la compostura, aunque interiormente se sulfuró, y excusándose pasó a un reservado donde procedió a distender sin miramientos las columnas de Morgagni de la meretriz, que imaginó bodega de algún barco de la Compañía Trasatlántica en la que aún se podía encajar un negro más.

[VII] Leonor miraba el paisaje desde la ventana de su suite en Sanxenxo. “Menos mal”, pensó, “que me operé las glándulas de los ojos, si no seguro que estaba ahora mismo quitándome las legañas”. A su espalda, entre sábanas, Ramón se desperezó, y a la reina le entraron ganas de desayunar. Siempre había querido follarse a un actor porno, pero aún no estaba segura de si le había satisfecho del todo la experiencia. Aquella vieja gloria, aunque conservaba su atractivo y un pollastre que rendía de maravilla, olía ya un poco a viejo, y además no convenía que la relacionaran con un tipo así. La noche anterior, en el Club Náutico, había tenido que hacer piruetas para llevárselo al hotel sin que nadie se diera cuenta. También, recordaba ahora, le había prometido que le regalaría el Rolex que le había dado el abuelo años atrás. Y de pronto le daba rabia desprenderse de aquel bonito recuerdo. Un promotor de Vigo lo había encontrado en una excavación por allí cerca, y en una de sus juergas el abuelo se lo había ganado apostando a ver quién meaba más lejos. “Señor Nomar”, dijo la reina volviéndose, “va usted a tener que darme mucho más de ese amigo suyo si quiere salir de aquí con un reloj nuevo”. Ramón consultó la hora en el móvil, calibró una vez más el temperamento de la monarca y empezó a ponerse los pantalones. “Su Alteza me perdonará, pero yo tengo que derrotar a unos ingleses al otro lado de la ría en apenas dos horas y no puedo faltar. Puede quedarse con el reloj”. Ella lo miró demudada por la sangre que le atiborraba la cabeza, y era obvio que no se trataba de sangre azul. “Princesa”, zanjó Ramón algo acojonado, “ha sido un verdadero placer y podemos repetir cuando quieras, pero no todo tiene un precio”.




Mi golocidalove con sus melimeleos sus eropsiquisedas sus decúbitos lianas y dermiferios limbos y gormullos que demuestran que la Anglogalician é un Entroido