Yo no procederé con la lógica obsoleta porque esto fuera proceder contra glaucura, y mi alma se siente glauca como los iris de una hetaira en el conticinio, en la intempesta de tu mágica siringa.
Hacia el fracaso del ojo interior
“A finales del año pasado mi amigo se desnudó, se pintó la cabeza y la cara de color bermellón, se metió un pepino en el ano y se ahorcó”. Así podría haber empezado Kenzaburo Oé su libro El grito silencioso si fuese un escritor actual americano, o español; del occidente unificado de hoy, en suma. ¡Qué manera tan potente hubiese sido esa de empezar una novela! (piensa ese escritor americano, o español, o un gallego talentoso de estos que sobran en el blog). ¡Qué cúmulo de cosas grotescas e incomprensibles, misteriosas! Qué sobredosis de escatología, en los dos sentidos de la palabra, confluyendo sobre una pregunta: ¿Por qué? Casi puede verse a tal novelista prototípico encendiendo un pitillo, satisfecho, recostándose en su sofá y pensando: “Ya he creado el anzuelo perfecto. Ahora tiraré de él”. Por suerte Oé no es ese hombre occidental -aunque a veces camine por el vértice que separa su propia cultura de la nuestra, sobre la falla que nos separa y nos une, para interrogarse con más dureza aún- y en consecuencia, la frase irrumpe sólo tras cuatro páginas densas de angustia estancada y, aunque llamativa y portadora, en efecto, de una pregunta, pertenece ya a la corriente, al insano grumo tumoral que parece la novela en sí misma.
En el lapso que tarda en llegar, se nos ha presentado a Mitsusaburo, “Mitsu”, que será nuestro guía (12) a través de la cenicienta planicie de más de trescientas páginas. Ahí está, a nuestro lado, en plena crisis insomne y acechado por terrores existenciales aún sólo entrevistos; caminado como sonámbulo por su casa, golpeándose con las cosas medio ciego. En su extenuante lucha establece busca “el sentimiento de la ardiente esperanza perdida”, que, explica, “no es un sentimiento de carencia, sino un anhelo positivo de esperanza ardiente en sí”. Pero esa búsqueda no sirve como muro de contención, y cae: “(…) dentro de mi cuerpo doliente, el desolado veneno amargo crece, como si fuera a salirme por oídos y ojos, nariz y boca, ano y uretra igual que la gelatina sale lentamente de un tubo”. Iremos, sí, de la vacilante mano de ese hombre estrujado como un tubo de dentífrico podrido, y yo alcanzo mejor el poder visual de esa evocación ahora que releo. Veo progresivamente mejor al Mitsu que decide una mañana oscura descender al hueco que los operarios han cavado junto a su casa para hacer un pozo negro, y que se queda allí, en el fondo de ese pozo, con un perro que ha encontrado en la calle. Y sólo entonces, en una especie de trasunto grotesco del nirvana, enterrado hasta el culo en el agua que parece “jugo de carne exprimido” y con un perro desconocido en los brazos, piensa en el amigo muerto, piensa en el stag apaleado de la XV, aparece la imagen externa: “A finales del año pasado…”. Pero para entonces las preguntas ya se han multiplicado y enredado como un nudo. La posibilidad de una novela de tiralíneas se ha esfumado, ahogada como un cachorro en un balde de agua sucia. El juego, si es que se puede hablar de juego, es otro.
Yo había tomado El grito silencioso, en realidad, sin mucha intención de pasar de una ojeada rápida y para descansar unos días de la apasionante pero muy densa lectura de The One-Eyed God. Odin and the (Indo-)germanic Männerbünde (JIES Monograph 36), de Ian Kershaw. Entré pues en la historia que Oé propone como quien sale a pasear, aunque sea por los suburbios de una cloaca industrial. Por caminar, podría decirse, y pronto me encontré extraño y perdido en un libro que es a primera toma, y pese a su relativa complejidad estructural, una especie de grumo canceroso, una gelatina informe en la que una mente entrenada en la pretendida claridad occidental chapotea hasta hundirse. Un tipo de desolada “simpatía”, opuesta a la ligereza que buscaba, fue pues una de las razones por las que me fascinó el relato, ya que en ese tiempo yo mismo circulaba por los incomprensibles rituales de un año que más parecía una masacre: la asfixiante y poco compasiva aridez de la historia y sobre todo de su estilo se parecían a mi confusión y a mi vida, a su aparente falta de guión coherente y a mi intento –en cierto modo ritual, y por ello también tragicómico- de sacar el culo fuera del fétido líquido aprovechando el comienzo de un nuevo año.
Éramos hermanos, en efecto, yo y el pobre Mitsu. Nos iba igual de mal. Volviendo, yo mismo, lo seguí a él de retorno a su pueblo natal del despojado interior japonés; lo vi cargar con su penosa vida de casado, su no menos penosa vida interior, su inevitable crisis de la mediana edad y el remordimiento -compartido con su mujer, si tales cosas se comparten, no por ello más leve- de un hijo monstruoso internado en un sanatorio (13). No le iba mucho mejor a Taka, su otro hermano menor, regresado de América con ideas nuevas y confusas de cambio, y megalómano portador de un concepto de la justicia histórica y la revolución que el sentido de culpa convertía en grave tara personal. Nos falta el hermano kamikaze Uguki, pero este se enroló en el porcobravismo más radical a lomos de un zero y aporta cero a esta historia. Personajes patéticos todos ellos, aquejados de invención sistemática del recuerdo y otras psicopatías marginales, Mitsu resulta sin embargo muy asumible por un lector tipo, al que en el fondo refleja en su observadora pasividad, en su contención racional que lo aboca a la inacción mientras el mundo en torno a sí (y dentro de sí) colapsa. Pero si Mitsu somos nosotros, Taka somos nosotros también: deformado gemelo especular; torpe y cruenta sublimación de todo lo que el primero es incapaz de hacer, aunque no de pensar, o al menos comprender. Quizá de desear.
El tuerto Mitsu es además la simbólica presa de un “ojo interior”: “(…) le di una finalidad a ese ojo que se había quedado sin función”, reflexiona: “hice que se volviera hacia la oscuridad de mi cráneo, una oscuridad llena de sangre y de un calor más intenso que el del resto de mi cuerpo. Mi ojo se convirtió en un centinela al que puse de guardia en el bosque de mi noche interior, y me forcé así a adiestrarme para vigilar lo que ocurre dentro de mí”. Un ojo interior que acabará por revelarse también inútil y que como veremos más adelante, tiene su potencial contenido simbólico, como todo lo demás en la AngloGalician Cup.
En todo caso, los hermanos comparten con el resto de los entes que pululan por la pesadilla su condición de seres mixtos, no sólo por su habitación del margen cultural o su natural imperfección, sino por pertenecer a una cultura, la del Japón de posguerra, que tras siglos relativamente sellada acaba de ser finalmente vencida, abierta en canal, contaminada y puesta en duda desde el exterior, pero sobre todo desde el interior. El uno, bondadoso a su críptica manera y que, acaso como resistencia, se declara seguidor del Henry Miller más optimista, no puede evitar sin embargo ser un absoluto e irritante cenizo. El otro es una especie de ridículo guerrero contracultural, malamente autogestionado, cuyos mejores momentos se parecen tanto a la gloria como un desagüe fecal.
Ambos son japoneses de nuevo cuño y su destino y lugar, igual que el de un país en el proceso heroico de posguerra y reconstrucción, parece estar por decidir. No muy distintos, aunque en un segundo plano, son la silenciosa y alcoholizada mujer de Mitsu -comida por la culpa, necesitada de algún tipo de esperanza, ya sea de la peor clase-, el sacerdote budista del pueblo o los habitantes de este, peones de una cultura milenaria y cerrada que ahora se disuelve, como los frescos de una tumba en su final contacto con el aire (14).
No pegues en el avispero, mas si lo haces, ¡da de firme!
A la vuelta de unos baños helados y del cucurucho de menta,
les seguimos contando.
les seguimos contando.
La XVI en el horizonte de un cripto-Japón cada vez más neofeudal.