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Still Life With Leather Monkey



“(…) una calle de Pontevedra que baja hacia el oeste” 
Ernesto Sábato - Sobre héroes y Tumbas 

O quizá era hacia el este. No recuerdo.

Se me pide que escriba y yo escribo, aunque no sin disgusto, porque era temporada de silencio, hora de dejar que las cosas resbalasen lentamente hasta el charco. Indagación del charco, después; días de ver la lluvia y leer a Hawthorne. Leer a gente que con un párrafo haga inútiles libros enteros de otros. Bibliotecas. Días de sentir la propia biografía contada desde tres siglos atrás, con el atávico placer del escritor que trabaja y al que todos miran de reojo, incapaces de entender que esa pasividad casi larvaria sea en realidad trabajo alguno. Esa época. Esas cosas. El escritor como desagüe y como filtro. El escritor como riñón hipertrofiado, y malhumorado, quieto allá en su mesa mientras la vida finge que pasa. Anotando charla ajena, quizá, en toda su luminosa estupidez.

-Yo es que soy bipolar.
-Ah, muy bien, chica. Hay que tener varios estilos.

El escritor con vastos planes enfrentado al café de la mañana y a la realidad de que incluso el mínimo orden, el que precede al trabajo, es ya extenuante. Él, que nació para conquistar los mares del sur y batirse en duelo en los tejados. Él, que se crió para ser notario y recuperar los herretes de la reina, bajo un antifaz, ocultando su contranaturaleza de fedatario público. Él, que estaba destinado a contener el alma de un pueblo, ya fuese en ratos libres; a trascender el sexo de la época, el género y la moda. Él, que ahora se afana en sostener pequeñas rutinas domésticas para que el alma misma no se le disgregue como una camada de ratones. Rituales mínimos, pasos medidos. El escritor ama de casa y ama de cría. El escritor que caza ideas que si no se apuntan adecuadamente se vuelven ilegibles al cabo de pocos días, cuando con pereza eterna regresa al cuaderno para pasarlas a limpio:



Nota1.- Dice S. que el lenguaje limita, y tiene razón. Siempre son mejores los que -ya sea por un instante- han sabido jugar a perros o a árboles.

Nota2.- La tentación de lo ilegible.

Nota3.- Ya que trabajamos para la síntesis, ¿por qué no vivir después (también) en ella?

Nota4.- El fruto de la acción es el aislamiento y el de la conexión la desconexión.

Nota5.- Los grandes hallazgos de Lou fueron el “says” y el retrato social a través de la conversación. El de Iggy, demostrar que un aullido sexual a tiempo tiene más carga semántica y generacional que varios libros de Foucault (Pop’s all about code/La síntesis)

Nota6.- La clave quizá no sea vencer al tedio, sino usarlo como combustible y aprender con ello a disfrutarlo, igual que uno descubre, con la edad, el placer en el dolor de la segunda fase de una endodoncia. (Nuevos milagros del Tedio)

Nota7.- La comunidad del carajillo/pitillo/sueldillo/carguillo/zurullo… todos unidos hacia La Gran Laconada Final…

Nota8.- Familia (y II ) - “(…) He acabado como los quijotes de mis ensayos. Y como todos los quijotes vuelvo a casa maltrecho a mitad de libro”.

Nota9.- La centralidad, en términos culturales, es siempre parcial y parcialmente inventada (el pulso de la época o el espíritu de la época es múltiple hasta que se consigna, amputando varios y quedándose con uno mediante propaganda, etc)

Nota10.- Hay lucideces de muchos tipos, y la más evolucionada es hermana gemela de la estupidez: esa ventaja genética que es al tiempo una inmolación ritual, pragmática y feliz.

Nota11.- “Viva la muerte” es la única frase lúcida del siglo XX.

Y así siempre. El escritor con su cedazo, ahí lo tenéis, intuyendo en la morralla la pepita de oro que nunca llega. Un lunático que abandonó familia, clase y amigos para estas noches, al cabo sin luna, y esta espera. No los hay de otro tipo. Tratando de convencerse de que hay una épica en todo esto. Terminando por no escribir más que de sí mismo, pero sin molestarse siquiera en encubrirlo. Madame Bovary c’est moi. Tyler Durden c’est moi aussi. Everybody is me. And you. Mi nombre es legion. Y aquí estoy, establecido con mis fosos, mis tenderos y mis putas, al fondo de un tonel vacío.

Nota12.- La feria de las microvanidades, que ni siquiera sabe pecar, blasfemar o divertirse a lo grande.

Nota13.- Contar batallitas que a nadie importan: sólo en eso he sido medianamente precoz (Precoz: de antes de la coz)

Nota14.- En la vida, hasta convertirse en esclavo es un trabajo de imposición sobre el otro. Una vocación de servicio es siempre una vocación de dominio.

Nota15.-
La Atlántida con franqueo pagado.
La vida en mayúsculas y a brocha.
La piel de la serpiente sorprendida (a media muda)
Por diez millones de turcos de permiso
Que beben orina y compran camisetas…

Se me pide que escriba, pues, y escribo, aunque contrariado, recogiendo retales, intentando juntar en las manos la ceniza del año recorrido. Preferiría, en cambio a esto, estar en una taberna cualquiera, en un pueblo cualquiera, bebiendo frente a una ventana. Las tabernas son importantes para el escritor, para este al menos. Las ventanas también. Y lleva tiempo queriendo anotar algo al respecto, una cosa concisa y secular para la que no está capacitado. Las tabernas, cruce de caminos. Las tabernas, Isla de la Tortuga particular donde se vierte esa morralla necesaria de la criba.

Hace poco un idiota hizo un comentario despectivo sobre una respuesta mía en una entrevista. Comentaba yo, en un inconsciente alarde de sinceridad, que era “de la escuela del bar”. Y es cierto que lo soy. Del bar como frontera, refugio, linde entre mundos, cobijo de toda la locura necesaria. Debió pensar el idiota en cuestión, que tal declaración me alejaba de lo profundo y me dejaba en el embarrado territorio de los punkis de base, el calimotxo y el esputo. Bueno, también he estado allí, y lo disfruté. Aún lo disfruto.

El Dr. Johnson, de quien no se puede decir que fuese precisamente un vago, o un borrachín sin criterio, o una malformada criatura del rock urbano, afirmó, como recuerda su contemporáneo Lichtenberg, que “una silla de taberna es el trono de la felicidad humana”. Por eso, suponemos, se reunía a debatir y emborracharse con los amigotes en el King’s Head, donde fundó su club.

El Dr. Johnson tenía síndrome de Tourette y alimentaba personalmente a su gato Hodges con ostras, que en aquel tiempo no eran manjar sino comida de pobres. Hodges es, desde entonces, una imagen del paraíso para el gallego tipo (si el gallego tipo leyese libros lo sabría): tiene dueño, haraganea a voluntad todo el tiempo que no emplea en adular al citado dueño y se hincha de ostras día sí día también. Y es por desgracia al gallego tipo al que me encuentro cuando bajo al pueblo en busca de mi trono de felicidad: en lugar de taberna (me hubiese bastado una de esos espartanos tugurios que Cunqueiro recordaba de su infancia) aquí hay sólo un café limpito y blanco -con wifi gratis, eso sí-. En lugar del rumor de la república pirata, una tertulia de sesentones orgullosos de poder pagar vino bueno, que se note, y ser gente de orden, parloteando sin cesar con frases prestadas de la televisión. Y al fondo una partida de cartas de cabestros que aprendieron a jugar al tute arreando ganado. Echo por tanto de menos mi taberna de Portugal, a dos o tres kilómetros de la casa a través de un bosquecillo. Aquella estancia gélida y despoblada con parroquianos menos henchidos de sí mismos que consigné en un descarte de un libro y que Johnson, creo, hubiese aprobado:

"Este es el muy apropiado momento, necesario en cada libro, en el que –mientras trabaja hablando de cómo otros trabajan- al autor se le va al carajo la computadora llevándose por delante un par de capítulos a medio hacer, justo cuando ya veía la orilla final, allá a lo lejos. Así, amputado, uno vuelve a escribir a mano y a aporrear la máquina, y se toma un respiro alejado del chat de Facebook, los we transfers que entran y salen, twitter y otras herramientas de colonización mental (muy útiles, por otro lado). Los días siguientes consisten en paseos hasta la tasca de la parroquia, donde atiende una señora sospechosamente parecida a Moe Tucker, y en contemplaciones varias. Se deja que las cosas frenen un momento y reposen, se mira el valle, abajo, con la niebla eternamente posada. Aún no es primavera. Se escucha un acordeón de domingo, se observa a un viejo que juega con un perro. Se pasa por delante de un entierro. Se comprueba que los cerdos del vecino han tenido una camada nueva. Se piensa libremente, por un momento, no en cadena sino creando cadenas nuevas, eslabones difusos. Bonita época la edad de piedra, que le decía Groucho Marx a una señora que recordaba su juventud, en aquella película.

En uno de esos paseos entre la casa y la tasca, recuerdo otra vez los trenes nocturnos. Es un pensamiento recurrente mío, raramente articulado: Es en los viajes en tren por la noche y en los pueblos pequeños en los únicos dos lugares donde me siento en paz con esta Iberia nuestra sin necesidad de estar borracho. Curioso, porque ambas situaciones son cualquier cosa menos una evasión.

Están los pueblos, donde la sociedad se dibuja en toda la claridad de sus servidumbres, pero –esa es la clave- está también adecentada de sus formas más vergonzantes y gratuitas. Se puede observar al humano como caso clínico puro, y tanto su estupidez como su dignidad se pueden aislar con cierta facilidad.

Están también los viajes nocturnos, esos momentos casi oníricos en los que uno mira afuera, a la noche, y ve pasar los lechos de los ríos, los bosques, el llano y las luces lejanas, pero también toda la secuencia de los patios de atrás, los muelles de carga, las garitas de vigilancia, los perros atados, la bombilla aún prendida de alguien que no es capaz de dormir. Es la secuencia de lo que sobrevive de la naturaleza y al tiempo la foto de las líneas de suministro para el entramado del día urbano; la franja fronteriza a la que, mentalmente, uno pertenece. La linde, el cruce de caminos donde ambas sociedades existen por un momento superpuestas.

En ambos esqueletos, el del pueblo y el de esa frontera difusa, atisbo una dignidad que en la ciudad ya sólo encuentro deformada, estilizada hasta la aberración, vacía. Una sociedad, sus entresijos ocultos, su bulla, su silencio, son cosas que es importante observar cuando hablamos de hacer canciones en el idioma que esa sociedad usa, pienso. Y me pido otra cerveza. Y Moe Tucker me la trae".

Como verá el lúcido lector, el texto es más un elogio de la pausa y del trayecto que del espacio mismo al que se viaja y del que se vuelve. Aunque éste bien hubiese valido un libro, o el comienzo de un libro. Decía Stevenson que hay lugares que “piden” una historia. Y así es.

Y nosotros escribimos las historias.

Nosotros, más sociales y asociales que nadie, obligados a componer un ser fronterizo, un vampiro tosco, el más improvisado de los seres, el menos pautado de los monstruos grotescos, el esclavo de “recuerda que sólo eres un hombre” que un día decidió tirarse al monte harto del humillante y riesgoso trabajo de soplarle al cesar en la nuca. Y, tirados al monte, ya se sabe, no queda sino la preferencia por el camino secundario. La tramoya en lugar del escenario, el tugurio poco iluminado frente al nítido espacio de coworking. Prejuicios románticos que guardamos como quien conserva (¿tontamente?) las primeras cartas de amor, a modo de brújula. Y eso ya será siempre así. Nos obligaron a ella, y acabamos amándola. Somos un matrimonio concertado que deviene feliz, nosotros y la sombra.

Decía mi amigo L., que no es del todo imbécil, que a él en la vida le hubiese bastado con ser un secundario de película de Peckinpah. Lo encuentro acertado. Deseable. Y siempre que pienso en todo esto recuerdo aquella otra película fallida, “Ride with the Devil”. En una de sus escenas, huyendo de un caseto donde han sido sitiados, uno de los rebeldes recibe un disparo que le atraviesa la boca de lado a lado sin matarlo. Luego, mientras cabalgan por una cañada, bebe agua de una cantimplora y el líquido se le escapa por los orificios de las mejillas, como si fuese un dolorido manantial humano. Pero aún así cabalga.

Regreso después a lo mío, a la criba, al vuelo, aun goteando. ¿En qué pienso, hoy, cuando cierro finalmente esta pequeña divagación requerida por la Anglogalician Cup?

Pienso en el modernísimo párrafo final de Secuestrado; en la necesidad de regalar un ejemplar de El Péndulo de Foucault a cada ocultista de salón, para que aprenda a medir el universo con la mera ayuda de un kiosko de prensa; en la gloria del arabesco cuando se le hace bailar en torno al alma en un bosque de Massachussetts (Hawthorne otra vez); en los exorcismos de baja resolución de otros como yo; en la decadencia de la poesía galaica, como una moneda ya lisiada por los maestros y los años; en la soledad tornada en gracia en las novelas del principio del mundo. Torga, Hamsun. En un viaje futurista y paradójico, de noche, guiando un Chevy, subiendo hacia Sintra, hace acaso un siglo. En el canto espectral de las mañanas, que todos han visto igual que uno, y la necesidad de escoger para él las palabras prestadas y adecuadas. En la lengua como una herencia cosida al paladar. En la amputación como principio. La castración como inicio. La sangre como primer y necesario vínculo del yo consigo mismo. Pienso en la vida disfrazado de mendigo, la única vida tolerable.

Nota16.- -Las edades de lucidez tienen puertas de desgracia. Bendito el que sepa acceder a ellas por puertas de placer.

Nota17. -“Apartarse no sirve, sólo enfrentarse”. Esta frase se puede invertir y no deja de ser mentira.

Nota18. -Waitress & Mermaid / two poorly paid professions…

¿Soñabas con todo esto cuando tu padre te sostenía en sus rodillas y te leía Miguel Strogoff? ¿O era el humo de la pólvora orlando las goletas en el Spanish Main? ¿O era el calambre eléctrico atravesando la piel, bajando por calles siempre nuevas? ¿Los tesoros ocultos? ¿El amor incontenible? ¿Fantaseabas con algo así cuando se abría la vida? Lo dudamos, pobre paria. Y sin embargo esto es lo que resta: perder el miedo a la repetición y entregarse al feísmo, es decir, a la vida. En el día es una tarea inmensa, dolorosa, pero uno no escribiría si no sospechase que la página puede ser, en eso, muy distinta del día. Sí, esto es lo que hay. La linde, la noche, el trayecto de la taberna a la casa. Y el mundo contenido entre ambos. Y la ventana, de la que hablaremos otro día.

Nota.- 19

(…) Tuviste sueños de fiebre y en esto han coagulado:
Muchos libros, un cónclave de cuervos, fuera, el
Resplandor de un invierno de neón
Y una casa vacía, excepto por el gato (…)

“Esto no es un hotel”, le he dicho a ese gato, precisamente, que me saludaba hoy al regresar a casa. A estas alturas mediadas del fracaso ya no sé ni cómo catalogar mi tipo de humor. Pero río igual.

Sirva de velada advertencia, aunque las advertencias sean siempre inútiles.