“Fue sin que los franceses se enterasen, y aprovechando su célebre ignorancia de la geografía, que Inglaterra se convirtió, a hurtadillas y poco a poco, en una isla”, dice Malaparte en su libro El inglés en el paraíso. El Paraíso es uno de esos nombres usados con profusión para bautizar bares y casas de putas a lo largo y ancho de España, ese amigable país vecino cuyo talento para la geografía es también nulo. El Paraiso, Siroco, Camelot, Americano, Los Amigos, Casa Poli. Hay un bar El Paraiso en Tabernas, en medio del desierto, cuando uno ha pasado ya los decorados de Spaguetti Western y los pueblos moros, blanquísimos, incrustados en la roca de las mesetas. A partir de una hora, cambian las luces y el garito deja de ser un matadero rancio de cafés y tapa de jamón y se convierte en una especie de after hours desolado. Mucho mejor. Estuve allí con una mujer escuchando a Leonard Cohen y a los Pet Shop Boys, bailando bajo la bola de espejos. Es en sitios como ese en donde, lentamente, creciendo en público, que decía Lou Reed, me fui convirtiendo yo también en un islote.
-Necesito algo que no sea humano. Algo verdaderamente inocente e imposible
-Marchando
Pero ahora Oroza ha muerto, y resulta que lo conocía todo el mundo. Sobre todo de la época en que tocó con Hawkwind. El venía también al Paraíso, a leer la prensa. Agradecemos su manera de largarse, sin más explicaciones. Ya te pago mañana. Con esa absoluta ignorancia de las formas que es la única elegancia posible.
También se murió Emily Dickinson el otro día. Escribió una última carta dirigida a sus primas que decía solo esto:
“Primitas: Me reclaman”. La llevaron los ángeles en el pico, de la mano yerta al buzón, de Amherst a Baltimore.
Hay gente que sabe irse.
Y si sabes irte, sabes estar.
Y eso es todo.
Yo aprendí, a estar, observando la nada en las estaciones de autobuses. Las estaciones vacías fueron mi escuela, aunque nunca están vacías, en realidad. Hace poco más de un año estaba esperando un tren en un andén desierto, en Pontevedra. Un tipo alto, famélico y barbudo se acercó a pedirme un pitillo.
-Gracias.
-De nada.
-Gracias, es que a veces la gente me mira raro……
-Bueno…
-Ya sabes, por quien soy…
-Ahá…
-Sabes quién soy, ¿no?
-¿Quién eres?
-Yo soy la hija de catorce años de Nicole Kidman.
-Ahá…
-Y claro, la gente se extraña de encontrarse a la hija de catorce años de Nicole Kidman, con la faldita y todo.
Y el barbudo hizo un movimiento extraño, pasándose las manos por las tetas y levantando en el aire su culito adolescente.
-Claro, tío. Ya…
Y luego vi su cara pegada al cristal del tren que salía en dirección contraria a la mía. Volvía a León, harta de Galicia.
Tenía familia allí.
Hay gente que sabe irse.
Y hay gente que no.
Y hay muchas canciones sobre trenes y sobre estaciones. No tantas sobre baretos, porque allí pasan demasiadas cosas. Pero todo buen músico debería tener al menos una de cada.
Epic Soundtracks tiene un disco necesario y curativo, “Sleeping Star”, en el que hay al menos tres canciones sobre trenes, tristísimas, esperanzadas, luminosas. Si alguna vez estuviste en una estación, jodido, esperando, justo en ese momento en que la lluvia amaina y el cielo se abre sobre el mundo recién lavado, entonces ya sabes como son, antes de oírlas.
Shane MacGowan tiene una canción perfecta sobre bares, “Sally Mac Lenanne”, donde dice aquello de “Johnny tocaba la armónica en el pub donde nací”. Se la escuché cantar a un porco bravo en el Sheffield arrasado de la Anglogalician, en el garito equivocado donde acabó la noche.
Epic se pasó con los barbitúricos, pero MacGowan sigue en pie y es como los gatos: vive al tiempo en este mundo y en el otro. Por Nochebuena le regalaron unos piños nuevos y ahora cuando te da las buenas noches puedes verle el diente de oro, brillando como una promesa.
-Buenas noches, Shane.
-Buenas noches, Luis.
A veces, cuando bajo al bar de la esquina a deshoras, rumiando una canción, puedo escucharlos a todos ellos, a Shane, a Epic, a Emily, a Malaparte y a Oroza, haciéndome un coro fantasmal.
A veces, en las estaciones desiertas, se sientan en el banco de enfrente y me miran. Y también está la hija de Nicole Kidman, mesándose las barbas. Y la chica con la que en realidad no bailé.
Me han enseñado cosas. Me han dado conversación. Me han pagado los cafés. Cuando tuvieron casa me abrieron la puerta y me dieron de comer.
Es la fantástica fiesta del pijama de los locos y los abandonados. Y está francamente bien, a falta de otra cosa.
Así que no los echo de menos.
Hay gente que sabe irse.
Y si sabes irte, sabes estar.
A mí me gustaría saber irme.
Y estar mejor.