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JIM Wild Hog (Algunas palabras con el Rey Lagarto en la cola del paro)



Lo conocí en la fiesta de cumpleaños de mi ex amante, la que tocaba el cello, en el patio trasero lleno de flores y de fuentes. Yo estaba pasando una mala racha. Él era un guiri viejo con la piel de prestado que canturreaba por lo bajo y le daba al ponche sin prisa y sin pausa. La camisa abierta dejando brotar una llamarada blanca. Tres piños desaparecidos de la primera línea de combate cuando reía. Tenía una tímida mueca de desidia en la flor de los labios, que debían haber sido carnosos alguna vez, y me sirvió un vaso de aquello y brindó conmigo. A media tarde ya había desaparecido, cuando el sol empezó a caer y por un momento los cuarentones pensamos que volvíamos a tener algo que decir.

Lo reencontré unas semanas después. Yo hacía cola en la oficina S-22. Lluvia racheada y fina de una mañana inhóspita. Él -lo distinguí entre otra gente por la camisa floreada, por las greñas sucias, por ese moverse lento de mar- hacía guantes con un mendigo enano en la puerta del bar de enfrente, donde parecía extinguirse una farra que ya había durado una noche o dos. El cielo era color ceniza. Alguien había incinerado a un perro detrás del horizonte y todo olía a pelo quemado. Y a pelo húmedo. Dos décadas antes hubiese sido una mañana inaugural, pero entonces sólo era ya, pensaba, un cuento repetido. Me vio de lejos, apartó al enano y cruzó la calle hacia mí tambaleándose.

...Hola, amigo.

...

Soy Jim. Nos conocimos en la fiesta, ¿verdad?

Si, hola, Jim.

Me palmeó la espalda con cariño.

Tú estás esperando por el expediente M237 y el certificado de experiencia previa, dijo.

Ajá. ¿Cómo lo sabes?

Sabemos todo, yo y él, dijo señalando con la barba al enano, que apuraba un canuto al otro lado de la calle.

Ya.

Ven con nosotros. La entrevista es allí.

Y entonces, sin esperar respuesta, me cogió del brazo y me arrastró con él hasta la puerta del bar. Me dejé ir. Abandoné la cola. Llevaba una hora buscando una excusa para poder hacerlo, en realidad. Mi eterna debilidad por los colgados, pensé, bendita sea.

Este es Tiny Jim, mi otro yo, dijo mostrándome al enano con un ademán de mago. Y su otro yo se quitó el sombrerito que llevaba a modo de saludo y sonrió con una fila oscura de dientes de oro.

En el bar, los restos del naufragio se habían refugiado y montaban gresca, jugaban a los naipes de pie sobre las mesas, bebían mejunjes parecidos a cerveza. Vomitaban. Jim apartó a varios borrachos a empujones. Jim le estampó una jarra a un tipo en la cara y el tipo dijo “gracias”. Estaba oscuro y hacía frío, y olía a sudor congelado, y Jim parecía moverse más rápido, de pronto. Fuera la lluvia arreció. Dentro era todo una farra última y desesperada, y todos mascullaban, y todos gritaban, y todos se mordían los labios y se arrancaban los ojos, y todos se devolvían los ojos después, pidiéndose disculpas, y todos agitaban las manos y se escupían a la cara, y se limpiaban con servilletas de papel los unos a los otros. A un lado, apiñada en un metro cuadrado, la banda tocaba música extraña. Música del siglo XX, quizá. Música tan antigua como una hostia en la boca. Música como la sangre vieja. La música.

Pero Jim tarareaba algo distinto y nos guiaba hacia el fondo del bar, y nosotros lo seguíamos. El enano y yo.

¿Dónde estoy? Veinte años de vuelta en la ciudad y no conocía el garito. Eso pensé.

Estás en la casa del señor, dijo Jim con una mueca lánguida, mirándome de refilón. Estás en una de sus estancias. Una estancia sutil.

De pronto había perdido el acento americano. Hablaba en un español con un estribo lejano de Europa del este en las eses. En el rincón más oscuro del garito, el enano apartó a patadas a un tipo que dormía sobre una mesa, la despejó, puso sillas en torno y nos sentamos a beber en la penumbra. Apareció una botella de aguardiente blanco. Yo llevaba tiempo sin beber así, casi sin ver, al calor de una conversación mortecina y ambigua cualquiera. Sin más que no ser.

Llevabas tiempo sin beber en la penumbra. Tómatelo con calma.

Me lo tomo con calma, Jim, dije apurando un vaso de caña.

¿A qué te dedicas, Jim?, dije llenando el siguiente.

Jim me miró divertido. Luego miró al enano y el enano empezó a hablar. Lo escuché por primera vez. Tenía una voz aguda y ronca, un hilo, un riachuelo sucio, un gorjeo extrañamente hipnótico. Acento cerrado de Lugo.

Decía: Jim estudia, Jim trabaja. Jim fue desratizador. Jim vendió helados. Jim fue chapista. Jim fue puto. Jim fue chulo. Jim...

Hace tiempo que no bebes en la penumbra, decía Jim, pero no pasa nada. Hace tiempo que no haces esto de no ser, pero en seguida se recuerda, meu. Lo único que tienes que entender es de donde viene el problema.

¿Qué problema, Jim?

Jim fue carnicero en Tánger, Jim fue polizón. Jim fue soldado. Jim fue yonqui. Jim fue estrella del baloncesto universitario. Jim...

Tu problema, que es nuestro problema.

No tengo...

Jim fue traficante. Jim viajaba a Tailandia y volvía por Camboya, en avión. Jim fue ilustrador de comics. Dibujaba hombres peludos con grandes pollas, cabeza de fuego y corazón de ceniza. Jim fue pipa de Steppenwolf...

No tengo...

No tengo un problema, estuve a punto de decir. Tengo un millón.

No, sólo tienes uno, dijo Jim.

Jim fue traficante otra vez. Era fácil salir desde Camboya porque nadie piensa que lo vayas a hacer. La condena por tráfico es la pena de muerte. Jim fue monje. Jim fue traficante otra vez. Jim cagaba aquellas bolas en tres escalas distintas, en los retretes de los aeropuertos, y luego se las volvía a meter por el culo. Jim pensaba que aquello era parecido a rezar.

Y mientras hablábamos y bebíamos, muchachas de quince años salidas de la nada habían tomado el escenario y aullaban el vals del transgénero, enseñando sus muñones solidarios y sus prótesis steam-punk al ritmo de una versión de Laibach.

Jim...

El enano me llenó el vaso de aguardiente.

Yo lo bebí.

Las chicas pasaron junto a mí, desnudas como la brisa de una nana antigua.

Oh, Jim

El enano me llenó el vaso otra vez.

Yo lo bebí.

Jim fue cocinero en un barco pesquero. La langosta sólo sabe bien cuando se paga cara en tierra. Jim fue guerrillero de Cristo rey, y mató a su hermano. Jim condujo trailers. Jim fue gigoló de ancianas. Jim vivió en hoteles. Jim durmió en cabañas. Jim conoció a Tiny Jim en una discoteca de buenos aires donde cuidaba la puerta. Con la entrada tenías el derecho a lanzar a los enanos contra una cama elástica. Jim fue portero de noche, sí...

¿Y qué es lo que haces tú, según tú?, preguntó Jim.

No supe bien que contestar.

No había hecho gran cosa. Una vez había escrito un libro.

Un libro, dijo Jim, como si paladease la palabra. Libro.

Eres poeta.

No, no soy poeta.

En todo caso, sólo hay una cosa que debes comprender, porque sé que te interesa, dijo Jim.

Si no, no hubieses seguido a Jim, dijo el enano, y me llenó el vaso hasta el borde.

Yo me lo bebí.

Jim fue torturador. Les ponía música de Skinny puppy y de Leiva. Jim estuvo en la expedición de los Porcos Bravos en el 19. Los dejó atrás cuando decidieron salir en bloque del armario y quedarse en Sheffield, con el pub “British Steel” como sede central; cuando la Anglogalician Cup endureció el discurso por primera y última vez. Jim...

¿Y sabes qué es? Dijo Jim

¿Qué es qué?

Qué es lo que debes comprender...

Mi labios se separaron para artícular un “no”, pero entonces entraron los monos en estampida, cargando, con sus uniformes y sus botas de piedra. Había dejado de llover y el sol refulgía sobre sus chapas, en la puerta. De reojo vi a Jim hacer un movimiento rapidísimo con el brazo. La botella se partió, a diez metros, contra la cabeza del primero y lo tumbó. Otras cien botellas volaron. La banda arremetió contra “Hope’s Hero” como un becerro de tres cabezas recién nacido. Las chicas aullaron más fuerte consumiéndose como llamas. Los monos se retiraron tratando de llevarse a los suyos a rastras, dejando regueros de sangre sucia sobre el serrín.

Buen disparo, dijo alguien.

Jim se levantó y el enano me indicó que lo siguiéramos. Donde el bar parecía terminar se abría un pasillo mugriento que llevaba a los retretes, y al fondo de los retretes una portezuela negra de óxido. Y por allí se colaron ambos, y yo tras ellos. Y bajamos por un pasadizo musgoso hasta un sótano, y después por otro pasadizo musgoso que giraba lentamente, y me pareció que nunca terminaríamos de bajar, y el enano seguía entre dientes con su letanía. Jim fue, Jim fue, Jim…pero por fin ascendimos y llegamos a otra letrina infecta, y salimos de ella y estábamos en otro bar lívido y despojado. El aguardiente me calentaba las tripas con su resto de nausea, y reconocí el bar Chantadiña. La última vez que había estado allí con dos amigos, era diez años más joven.

Los hombres bebían en silencio, enrojecidos y artríticos.

Nosotros bebimos en silencio también.

Luego apareció la banda, y los tres músicos dejaron sus instrumentos y se sentaron en un rincón a comer chorizos. En algún momento el cantante aún volvió a rasguear vagamente una polka.

Luego apareció más gente, riendo. Habían capturado a uno de los monos y lo traían atado con una correa de perro. Lo dejaron a los pies de Jim, ensangrentado y manchado de vómito, meándose encima. Un gorila cárdeno y cobarde.

Entonces Jim se subió a la mesa y a voz en cuello cantó “The parting glass”, desafinando, comiéndose las sílabas, escupiendo baba a través de los bigotes, llorando, riendo, amando. Y todo el bar cantó con él.

Nunca volverás a ver algo así, pensé. Nunca. Y pude ver que Jim llevaba unas hermosas botas mexicanas repujadas en plata y con espuelas. Pensé en mi ex amante. Pensé en su aburridísimo marido, en sus niños consentidos, en sus fiestas con pretensiones. Pensé en años muy lejanos, cuando yo llevaba también botas de caña alta.

Después Jim bajó de la mesa y pateo la cabeza del mono con el tacón hasta que le saltó todos los dientes. Y luego siguió pateándola contra el suelo hasta convertirla en una pulpa negruzca de hueso y de pelo.

Después se sentó otra vez. El enano miraba afuera en silencio.

¿Y sabes qué?, preguntó Jim.

Yo me serví un trago. El mundo era lejano aunque claro. Pálido. Lívido como el bar.

¿Qué de qué?, dije.

Qué es lo que debes comprender...

Yo miré afuera también. Los coches barrían los charcos.

¿Qué debo comprender, Jim?

Jim bebió y se limpió la barba con el dorso de la mano. Sus ojos eran negros.

Debes comprender que ser nadie es lo único que tiene un príncipe. Y para tenerlo hay que saber decir no. No. Siempre no. ¿Lo entiendes?

Y luego bebimos más, y vimos caer la noche de nuevo contra las feas casas del otro lado de la calle, y la vimos entrar en el patio trasero sin pedir permiso y comerse las caras de los parroquianos como un fuego de llama azul.

Y mucho tiempo después Jim me repitió: ¿Lo entiendes?

No, dije yo.

Jim sonrió. Sus tres dientes perdidos estaban de nuevo allí, intactos. Había una dulzura interminable en su boca.

Dime entonces lo que deseas, y sobre todo lo que no deseas, y lo tendrás, dijo Jim.

No, dije yo.

Porque había entendido. Y vi que él había entendido también.

Y bebimos. Y luego perdí el conocimiento. O quizá no, pero no recuerdo más. Quizá dormí allí mismo la borrachera durante mucho tiempo, hasta que cerraron y alguien me arrastró por las calles. O quizá bailé también sobre las mesas un sirtaki incinerado y pletórico que más parecía una muiñeira. Quizá me bañé en las fuentes públicas desnudo, jaleado por los viejos del parque, babeantes. Quizá exhibí mi pene fláccido frente a las madres extasiadas a las puertas de los colegios. Quizá meé en mi propia boca para poder añorar esas tardes de lluvia que no volverán. Quizá me quemé con cigarrillos los párpados, para poder ver. Quizá toreé a los coches en las autovías plateadas de un país construido sobre el agua. Quizá rocé la luz de las habitaciones dormidas con unos dedos pálidos, hechos de verdín, dejando entrar en ellas la luna, como un regalo modesto y profundo. Quizá añoré un futuro plasmático y mineral y lo exigí a gritos. Quizá eyaculé sobre los pétalos culpables de las camelias en la piedra. Quizá dormí al raso, en el hermoso país insoportable de la pulmonía, muchas noches. Quizá llamé a cobro revertido todos los que de verdad no me importaban y ello me llevó dos siglos. O quizá sólo estuve detenido en el cruce de siempre, viendo saltar a los pájaros, deseando llorar por toda aquella alegría cósmica y simple, consiguiéndolo. Quizá, pero no lo recuerdo.

Desperté al día siguiente, o al otro, en una cama mullida, en una habitación con cortinas mugrientas y translúcidas, y supe que habían pasado muchas horas y que no estaba en mi ciudad. Los coches siseaban bajo mi ventana. Pensé en lo hermosa que era la vida en ese segundo suspendido, antes de comprobar si tus miembros responden todavía, pero cuando sabes ya que aún estás vivo. En ese segundo, sí, en el que comprendes, a través de un calor en los párpados, naranja, frío, que el mundo sigue ahí. Lo hermosa que es la vida en el exacto momento de renacer. Giré la cabeza hacia mi izquierda. El enano, completamente desnudo y untado en algo que me pareció mantequilla salada, dormía a mi lado y roncaba suavemente, como un bebé.

Nunca volví a ver al otro Jim.

En la ciudad de L., en el mes más feliz de mi vida, mientras mi mujer y mis hijos esperaban en el norte a un hombre que no volvería jamás, escribí mi primer y único poema. Decía así:

Viviré en las cuevas y en los parques.
Amaré a las viejas y a los pájaros. Negras,
como domingos de pésame,
me saludarán las madrugadas, mientras
desvisten su luto para dejarme ver
carne blanquísima, luz
sobre el Atlántico.
Dulces palabras violentas del barrio que despierta
me llevarán hasta ti prendido en alas de papel de estraza.
Y, sucia de grasa de chorizo, la
camisa esperará, sobre la cama.
Viviré en los portales y en los bares.
De las migajas de los amores difíciles saldrán
gorriones y palabras,
indistinguibles en la primera amanecida.
Saltarín y oscuro y opaco tu fantasma, lavado
por los años de ofensas y terror,
casi sin cara,
me seguirá por los andamios de cal y las iglesias blancas,
sobre el chato de vino del mundo
y sus tormentas fingidas,
bajo el agua de sangre que bebes, hoy, en lo más
muerto, esquilmado y real del alma.
Llámale a la ciudad
como te plazca.