Foto por Santi Hanoi – Daniel Suberviola, Nikki Sudden y Cowboy Iscariot |
“Tengo una idea para este mundo: destruirlo y empezar de nuevo”
Cuando vuelves comprendes que no sabías nada.
Para empezar por el principio.
Estoy sentado en las rodillas de mi padre, en la cocina; fuera hace viento y él me lee “La Isla del tesoro”. Es, quizá, 1980. En aquella época se pisaba el vino en las bodegas y Silver tenía una tasca en Portosín. Eso lo supe después. Yo empezaba a ver las imágenes con claridad. El mundo era joven, la muerte era tenida por un sueño: todo estaba a punto de amanecer.
Y para seguir por el interregno de la juventud.
Estoy en Ciudad Universitaria, en Madrid, me fumo un pitillo contra la encharcada noche de junio. Son los noventa. Hablamos de algo. Hablamos de todo. Mi amigo El Joven Julio, todo hueso y gafas, me dice: “Somos personajes de Dostoyevski en una novela de Scott Fitzgerald”. Me hace gracia. No se me ocurre, entonces, que sea una profecía y que vaya a acabar siendo tan cierta.
Y para llegar a lo que hay.
Ahora llueve fuera, racheado, la tarde se atisba gris contra un vuelo de pájaros apenas intuido. Es 2013 ya. Sin saber porqué, se me viene a la cabeza el poema ese de Oroza, “Cabalum”. Poe americando. O algo así. A él también lo vi en Madrid –a Oroza, no a Poe-, sólo una vez, recitando intrépido, pero con la boca pastosa y una baba blanca entre los labios, haciéndose una paja ingrávida contra un fondo en vídeo de mar atlántico y rompiente. La Lanzada, quizá.
He vuelto a casa después de veinte años de incursión, tan viejo como él era entonces. Y ni el nieto del perro ha sabido reconocerme, la verdad.
-¿Argos?
Y Argos, que está ciego, enseña los dientes en una sonrisa torcida. Y a mí me gustaría tener una escopeta para matarte de un cartuchazo.
-Vete a la mierda, Argos.
-Vete a la mierda tú también.
Para empezar por el principio, digo.
La cocina sigue siendo la misma cocina. La casa es casi un templo. Mi padre está muerto y bien muerto que está, con toda la vida que nos escupió a la cara mientras podíamos escuchar. Y no. Difícilmente alguien sostendría ahora sobre sus rodillas mis 95 kilos machacados en las barras. Y no. Hace mucho que nadie me lee un cuento. Yo hago los cuentos. Yo digo las palabras. Si eres una niña insomne me puedes mirar con tranquilidad, soy el último occidental no pederasta. El agua cae a chorros por los canalones inexistentes. Él oxido se filtra fingiendo las palabras. Vamos. Vamos. La cañería me llega hasta los huesos. De regreso. De vuelta. Escribiendo. Pero, de regreso ¿a dónde?
-¿A dónde he vuelto?
-Has vuelto al país y a la ciudad.
-¿Qué país? ¿Qué país es este?
-Ti saberás, meu rei.
Cuando mi padre vivía, simplemente lo llamaba así: el País. Cuando hablaba de ese territorio vecino en el que vivimos, en cambio, decía “España”. El País. El país. Las islas. Pero ningún país existe más que como un juego de muñecas rusas –eso he pensado todos estos años-: las naciones dentro de la nación, las ciudades dentro de la ciudad, las familias dentro de la familia, los hombres dentro del hombre, el corazón dentro del corazón, los improbables y difusos nacionalismos emocionales, los brotes interiores, las líneas infranqueables con uno mismo, que se gusta y se gusta hasta hacerse personaje de cine francés.
Mírate desnudo en un espejo, cabrón.
¿Qué país?
¿Cómo es?
Borroso. Un país sin raíz. Un país que a la pregunta “¿quién eres?” contesta siempre “depende” porque, avergonzado -y educado a su manera-, prefiere evitarte su retahíla de mitos a medio coser. Los que ha tenido que inventar para no verse. Un país que tiene, exclusivamente para ti, guardada toda una purrela de maravillas recortables, deseos sordos de heroicidad, dudas sobre el cambio de hora y monstruos hechos a medida. Apaños. Cerramos a las tres.
Me lo dice mi hermana la bruja y mi hermana la bruja no miente jamás:
-El país es la madre de Jim Hawkins
-¿Por qué?
-Cuenta las monedas hasta cuando la muerte le echa el aliento en la nuca.
Un país de sicarios que prefiere sentirse heroico. Eso es así.
¿Y la ciudad?, ¿cómo es la ciudad?
La ciudad es más fácil. Siéntate, te lo cuento: la más mojigata, la más insulsa de las flores claustrales de occidente talladas en piedra. La funcionaria un poco frígida con una hija que finge ser casquivana, un hijo hiphopero y un marido lector de Agatha Christie y de Marcial. Eso es. Una villa con siesta, una maravilla de pastel rosa pasado, donde el yonqui que te intenta dar el palo es siempre el mismo de hace veinte años, lento, confundiendo –él también- la aristocracia con la pasividad. Una capital inexistente que ni siquiera el sagrado Cunqueiro, ese Chateubriand algo funcionarial, fue capaz de salvar, y a la que consagró algunas de sus líneas más cursis:
-“Sea (esta ciudad) por siempre para la primavera –pero ¿por qué no hacer más sutil el calendario?- para la primavera romántica”.
-La primavera, ¿sabes?...
-¿Eh?
-…te la puedes meter por el culo.
Y así, el hombre que ha vuelto necesita respuestas. No es algo brusco, es algo que se busca y se encuentra. Necesita caras, una amante, quizá, que sea exactamente de este pueblo, que le diga: “eres raro para nosotros, pero a mí me gustas”.
Una amante con la piel blanca un poco cubierta de vello, como un animal por nacer, la nariz romana, los labios de avellana pálida.
Una amante pequeñita y morena, que toque el cello, con las caderas anchas y sonrisa de ardilla (las adoro).
Una amante un poco larga y fría, y un poco seria y buena, un poco Dama del Lago, pero que de pronto ría e ilumine la habitación.
Y así, el hombre regresado necesita mujeres, pero también respuestas. Y llega, al fin, sentado en una tasca, a la misma conclusión sencilla a la que llego yo, la que ha estado siempre delante de su jeta: EL PAÍS ES INVENTADO. El país es el primer y último experimento real de creación libre. El país es un fruto del pánico cerval a la realidad. ¿Quién quiere ver la verdad? Inventémosla. ¿Quién quiere ver la tierra de los tarados, los hijosdeputa y los bosques arrasados? ¿Quién prefiere a un fantasma sicarial y sin alma, y sin ojos, que baila en una planicie de ceniza al run run de una gaita solitaria y un pandero? Ai lalelo. Yo aún no. Yo aún soy joven y estoy vivo. Tú tampoco. Tú aún eres joven y estás viva y coleas.
Así que el país es, esencialmente, su literatura, la larga lista de mentiras levantadas a lo largo del tiempo como defensa de uno mismo. Y es el hombre que se deja el cráneo frente a una hoja en blanco el que lo crea, y también el que vaga por los tugurios, bloqueado. Son los dos, en uno, quienes lo construyen a base de palabras. Los dos que lo traicionan y lo erigen. Y es perdonable, y es un oficio Santo, el de levantar un Golem mejor sobre una tierra tan vieja y tan puta. A veces se hace, es cierto, con manierismos indecentes y tretas tardorrománticas, pero aun así está bien: aceptamos la añoranza de fastos quebradizos como camelias secas que no existieron jamás; aceptamos vuestros reyes suevos en frondas de carballos, vuestros ocasos y amaneceres célticos dudosos, las magias parroquianas, los albores petrificados de otra vida. Nos eximimos, con ese conjuro, por un momento, de toda la mierda que pasa abajo, fuera del cristal del Grifón o del Gato Cheshire, a través del poblacho soberano. Solo mediante la literatura –lo entiendo ahora, de vuelta- somos a veces un algo tolerable. Sólo en este collage inyectado de mitologías de otros nos vemos renovados y capaces de algo.
Puedes seguir la línea.
-Ven, Argos, toma, toma…
Las grandes y las pequeñas cosas muriendo en una playa atlántica. Hay glorias y cagadas .
Puedes seguir la línea.
Don Ramón agonizando paupérrimo muy lejos de las tardes doradas del Salnés.
La doña follándose a Garbancito con profusión de furia y miriñaques. Emilia, vuelve a casa por Navidad, mujer.
Las víctimas inevitables de la nueva carne, Beckett devorando a sus hijos “obxectualistas” como Saturno. Poe devorando a los suyos. Poe americando. Poe es más del país que el vino Barrantes, eso deberían decirlo en las escuelas.
También las medianías no culpables, infladas por quienes necesitan un héroe al año. Los que confunden “Riders on the storm” con La Ilíada y la muerte por enfermedad con el heroísmo puro. Si adivinan el nombre hay premio.
Perdónanos, señor.
Seguir sería cansado. Podéis hacerlo vosotros. A modiño, nenos.
Y luego está la Cup, claro. La Cup también se inventa el país, sabiéndolo, y lo hace a la manera de Dylan Thomas en “Bajo el bosque lácteo”. Por eso me gusta, la verdad. Lo hace de manera comunal y descarnada, en un vuelo raso a veces difícil de comprender: La Cup, en cuyo claustro pudoroso te encuentras ahora, hermano, es un programa de radio para la BBC encubierto bajo el disfraz de blogs y borracheras y arranca ella misma de una provocación directa al mito pancéltico: invitar a unos ingleses para vapulearlos y demostrar así que son como nosotros. ¿Ingleses? Ingleses, sí. Eso he dicho.
Ah, la Cup, que encantadora, con su diletantismo casto dado a la cerveza, con su burgués juego joyceano de nombres y de números, creando una ciudad bajo la ciudad. Una más divertida. Una más aceptable. La Cup, brote esquizoide inesperado por el que los tontos te odian, hermoso intento coral de convertir la vida en un momento contemplativo de Peckinpah, pandilla de guerrilleros de Quantrill con el tractor mal aparcado, ente medio ciego que sabe que entre vida y literatura nunca hubo diferencia esencial y que, a su modo –al de Dylan Thomas- supera las dos líneas principales de la literatura nuestra, que son, a saber: la literatura de pérdida y la de reivindicación. Ambas literaturas de lamento, excepto cuando por arte de Cunqueiro (esta vez sí) bucean tan profundo que olvidan que huyen de algo y terminan viviendo para siempre a la solana de la tarde, en una Magna Grecia de tascas mindonienses.
Penetrada como nosotros mismos por otras voces y otros mundos, por Bretaña y Albión, por Irlanda y a América, por el Rock&Roll y el punk, la Cup es un jardín de infancia abandonado. Me gusta pasear por ella, sólo a veces, cómodo por mucho que yo sea hijo honorario del condado de Tipperary y lleve a San Shane MacGowan en el hígado. Puedo divagar, allí, en esa seca oquedad de un cráneo que ni siquiera existe y montar allí mi nación propia, con palos y hojas y tierra, mi país propio, que comenzó con una madre nutricia llegada del saco de Troya con un lobo en cada teta y cola de sirena bajo el refajo. Di que sí. Tíralle do aire. Ese país que me ha permitido ejercer uno de los pocos oficios aún dignos de mención, el de abúlico de acción, la más depurada rata de occidente. Ese que me permite mirar al Atlántico como un todo propio, conciencia y muro, abarcable de Tánger a Dublín en el espacio de un vasito de licor que me tomo en el Alfama, viendo la vida pasar frente a mí. Ese que me deja pasear, sin estar allí, por la rada de Saint Maló donde duerme René, ese gallego tardío, decadente, con cojones, sublimado. Ese gallego tan de la Cup. Ese país, en suma, que añade a lo dado un aura nueva, la del Edgar Morin que fue feliz en California. La del Ezra que gritaba
Levantad las faldas de la huérfanas
Hablad de sus rodillas y sus tobillos.
Pero sobre todo, id a la gente práctica…
¡Id! ¡Llamad a sus timbres!
Decidles que no trabajáis
Y que viviréis para siempre
Un país sencillo: Un padre muerto, imágenes de algunos de sus amigos buenos que se van volviendo pálidas (Juan Vidal enseñándome a jugar al ajedrez), recuerdos de Nikki Sudden –todo él Albión hasta la médula, que la tierra le sea leve- en una playa incógnita, danzando sobre los barcos casi desguazados. Y, ahora, victorias pírricas de fútbol siete a las que no asisto, conciertos bronquíticos, chanzas de bar, mucha soledad. Whisky. La trabajosa construcción y apuntalamiento de la personalidad.
Un país tan cierto y tan mentira como mi frase favorita del cine. Se la decía Burt Lancaster a Gary Cooper en un infierno de fuego cruzado mexicano, en la película “Veracruz”. Ambos luchaban por el oro, en el lado de Maximiliano:
-“Creo que hemos elegido el bando equivocado en la guerra equivocada.
He vuelto a ver la película, veinticinco años después, y esa frase no está. ¿Es por ello menos cierta? ¿Es por ello menos adecuada?
El bando equivocado en la guerra equivocada. El País.
Pero para empezar por el principio.
Estoy en la cocina. Es 1980. Sentado en las rodillas de mi padre escucho como arranca una narración: “El hidalgo de mi pueblo, el doctor Livesey, y otros cuantos caballeros amigos míos, me han rogado que escribiese minuciosamente todo lo que nos ocurrió con la Isla del Tesoro”.
¿He inventado también este recuerdo?
Es Improbábel.
My friend.
Sisán, a 25 de enero de 2013