Ganar es un hábito. Pero no hace al monje ni al Porco Bravo. Las cosas no se deben dar nunca por supuestas. Ninguna cigarra pasó nunca mejor invierno que una hormiga. Es cierto que a veces hay casualidades y otras hay excepciones. Pero sólo confirman la regla general. Sin entrenar, sin sacrificio, sin disciplina, no se va a ninguna parte. Aunque a veces un buen resultado maquille una mala actitud. Aunque a veces el talento colectivo tape las miserias individuales. Y viceversa. Hemos tomado nota. Los trenes de la purga ya están en el andén del no volverá a pasar.
El uniforme, ¿no era totalmente negro? |
La otra crónica, la escrita según el tradicional método galeguidade ao pao, informa:
Porcos Bravos 8 - Sheffield Stags 4
Os Porcos Bravos: Manu Blondo (Gk); Frank; Nacho; Xandre; Sergio (4); Peter Rojo; Martín Fisher; Estevo (2); Villanueva; Gael (2); Josué; Sava y Xurxo Moldes
The Sheffield Stags: Gallo (Gk); Thomo; Harrison (2); Machen; Percy; Simon (2); Irish; Ben Thompson y P.K.
Venue: Agüeiros, en Campañó. Mañana soleada. El otoño en Galiza ya no es lo que era. Estuvieron arreglando el campo y se notó.
Attendance: 700 privilegiados en las gradas. Entre ellos, los hermosos y los malditos.
Uniformes: Os Porcos Bravos cabalgan otra vez con Jako, hermosa camiseta germana y negra.
Los Stags insisten en el verde de tonalidad confusa. Ya saben que la esperanza es una puta vestida de ese color.
El Laurence Bowles (¿o es ya el premio Colin Davies?) al mejor jugador porcobravo es para Peter Rojo, imperial en la zaga local.
El Derek Dooley's Left Leg al mejor jugador inglés recae en Simon, al que otras fuentes llaman Schofield.
Árbitro: E. Manzano Negreira. Sin influencia en el resultado.
Los Datos: Van cinco victorias seguidas del equipo galego y la tentación de la rima siempre está presente.
Sergio se convierte en el primer jugador que golea en cuatro ediciones consecutivas.
Os Porcos Bravos empiezan a ser una voluta de humo en el horizonte. 12 triunfos a 7. Jamás un equipo en esta Cup había tenido cinco partidos de ventaja. Contando además con la particularidad que diez ediciones se han disputado en Inglaterra por sólo 9 en Galiza. En la XX, buscarán, una vez más, lo nunca visto en la competición. Ganar 6 ediciones consecutivas.
No nos engañemos. La puesta en escena de los Porcos Bravos fue un puto espanto. Se notó que parte del equipo se dejó arrastrar por la resaca de la noche pontevedresa y ni hizo acto de presencia. Se notó que no se entrenó la XIX ni a las canicas y lo pagaron con hasta tres lesionados. Se notó que están embriagados de éxito. Y tanto dieron la nota, que los ingleses marcaron en su primer ataque. Tocaba a los locales, deslavazados y engreídos, remar contracorriente. Y entonces los cuervos, una vez más, decidieron volar en dirección al Main. El delantero titular para la ocasión demostró de que pie cojea y hubo que cambiarlo. Genio y figura, a Sergio le bastó lo que quedaba de primera parte para marcar la diferencia con un póquer de goles y cambiar el curso de la batalla con su ejemplo. Espoleados y notables, Gael, Xandre, Josué y los debutantes Estevo y Villanueva, empezaron a subir el ritmo y la jornada se tiñó de negro. Los de Sheffield, un equipo aseado y trabajado tácticamente, acusaron eso tan viejo de que todo el mundo tiene un plan hasta que le cae la primera hostia, y encajaron un quinto antes del recreo.
Aunque nadie lo dijo en voz alta, todos sabían que la segunda parte sobraba. Un parcial de 3 a 3 a pesar del noble temple de los arqueros en el intercambio limpio de golpes en el correcalles y del admirable pero infructuoso esfuerzo de Martín por hacer su gol y defender la corona de máximo goleador histórico.
También hubo otros detalles de esos que enriquecen la mitología anglogaliciosa que se bebe en los pubs: el golazo de Simon, directo a un tutorial de como pegarle a la pelota; o la asistencia de tacón de Sava...lástima que volviese a confundir la portería.
Ahora toca preparar la XX. Un partido que se prevé épico.
Os galegos tienen que hacer examen de conciencia.
Los ingleses, jugando de locales y con tres fichajes más, tendrán una nueva oportunidad para acabar con una sequía que enfila hacia la década.
Pero eso será otra marea y en otro país
Después de todo, mañana, si los dioses no disponen otra cosa, será otro día.
800 comentarios:
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Sor Presa
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13 de decembro de 2025, 21:08
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Sor Presa
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13 de decembro de 2025, 21:09
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Sor Presa
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13 de decembro de 2025, 21:09
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THE NOTORIOUS 404 error, “Not Found,”
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13 de decembro de 2025, 21:12
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Así creó el primer arco iris. Los que vemos hoy día se forman por la descomposición de la luz solar en las gotas de lluvia.
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13 de decembro de 2025, 21:20
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Musgo,hiedra,herrumbre,Hope,setas,Invictos
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13 de decembro de 2025, 21:26
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Musgo,hiedra,herrumbre,Hope,setas,Invictos
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13 de decembro de 2025, 21:32
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La ley de la tribu
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13 de decembro de 2025, 22:55
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hirundo rustica
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13 de decembro de 2025, 23:25
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Hirundo rustica
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13 de decembro de 2025, 23:26
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Memorias del nabo
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13 de decembro de 2025, 23:27
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Los himnos acaban siendo un dolor en voz baja.
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13 de decembro de 2025, 23:29
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porfirogeneta descarriado
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13 de decembro de 2025, 23:32
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porfirogeneta descarriado
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13 de decembro de 2025, 23:33
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La soledad le escribe cartas al olvido
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13 de decembro de 2025, 23:34
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Que cerca está para un niño el cielo hasta que se le escapa un globo.
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13 de decembro de 2025, 23:37
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El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres.
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13 de decembro de 2025, 23:38
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La Causa
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14 de decembro de 2025, 10:02
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scooby dooby doo
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14 de decembro de 2025, 15:56
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Willy Woke
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14 de decembro de 2025, 16:05
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No Cometa los errores de Halley
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14 de decembro de 2025, 16:06
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Goya
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¿cómo ser felices?
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14 de decembro de 2025, 16:26
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habrá que cargar con los purines si queremos disfrutar del cerdo
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14 de decembro de 2025, 16:31
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Y yo con estas pintas
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14 de decembro de 2025, 19:18
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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14 de decembro de 2025, 19:28
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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14 de decembro de 2025, 19:34
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Y yo con estas pintas
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Muerte al woke
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14 de decembro de 2025, 19:51
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Samaniego
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14 de decembro de 2025, 19:52
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The Saint
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Bram Estaca
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14 de decembro de 2025, 21:11
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Mike Barja
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Una vez bajo las sábanas, la niña de rojo exclamó: ¡Señor Drácula, qué dientes tan grandes tiene!
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14 de decembro de 2025, 21:14
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Unicornio, la Bestia
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14 de decembro de 2025, 21:20
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Una víbora, antes de llegar a ser dragón, se come un murciélago.
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14 de decembro de 2025, 22:05
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Skrzot
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14 de decembro de 2025, 22:07
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Skrzot
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14 de decembro de 2025, 22:07
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Ponía huevos cuadrados para que no rodaran y se perdieran. Los leñadores cocían estos huevos y los usaban como dados.
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14 de decembro de 2025, 22:10
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Demiurgo
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14 de decembro de 2025, 22:13
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El ferroviario
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14 de decembro de 2025, 23:01
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Siempre al 1 en Galicia y al 2 en Inglaterra
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14 de decembro de 2025, 23:02
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Pichatada, Culorroto y Caralhana
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14 de decembro de 2025, 23:10
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Cría, parto, esquila. Venta y matanza
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14 de decembro de 2025, 23:21
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Casa del Acantilado, Cima del Mundo, cerca del Polo Norte
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15 de decembro de 2025, 09:40
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Nostromo
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15 de decembro de 2025, 18:11
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Nostromo
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15 de decembro de 2025, 18:13
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Algunas chicas catalanas, cuando despedían a los soldados expedicionarios en el puerto de Barcelona, exclamaban:
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15 de decembro de 2025, 20:57
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Y yo con estas pintas
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15 de decembro de 2025, 21:04
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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15 de decembro de 2025, 21:20
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Black Metal
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15 de decembro de 2025, 21:39
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Sin satisfacción, sin diversión, sin futuro
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15 de decembro de 2025, 21:40
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Gorka Tarro
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16 de decembro de 2025, 08:56
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Camilo Birras
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16 de decembro de 2025, 10:51
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La cosmovisión chamánica del orín de renos y del muscimol
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16 de decembro de 2025, 19:39
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¿Batería baja? ¡Este tren es tu cargador!
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16 de decembro de 2025, 19:43
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en un verso te enseñaba una flor y en el siguiente te enseñaba el kulo
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16 de decembro de 2025, 19:44
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¿Y si el porvenir cayó en lugar tan remoto que no había nadie allí para recogerlo?
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16 de decembro de 2025, 19:47
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Un chiste
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16 de decembro de 2025, 19:49
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Porco Bravo
dixo...
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16 de decembro de 2025, 19:50
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antes de que los cilúrnigos plantaran en él sus chozas y los romanos sus termas.
dixo...
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16 de decembro de 2025, 19:52
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Keziah Delaney
dixo...
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16 de decembro de 2025, 20:08
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Keziah Delaney
dixo...
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16 de decembro de 2025, 20:09
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500 millas de Orange Plank Road asfaltada en Peltre
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16 de decembro de 2025, 20:26
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Esta luz te transforma en un cisne
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16 de decembro de 2025, 21:27
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La llama regresa a algún remoto y platónico fuego; el hierro no está ya al rojo blanco ni brillan las ascuas del carbón.
dixo...
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16 de decembro de 2025, 21:31
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Su lucidez mental, todos aquellos inagotables recursos que creía haber adquirido mediante la ironía, habían desaparecido.
dixo...
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16 de decembro de 2025, 21:33
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—No, no; tú no eres un pájaro, ¿no crees? Más bien un galgo ruso.
dixo...
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16 de decembro de 2025, 21:35
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los geranios que florecían en los maceteros de las ventanas
dixo...
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16 de decembro de 2025, 21:43
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Juana Austen
dixo...
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16 de decembro de 2025, 21:50
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La Facecias del Bashi-Bazouk (Winter is here)
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16 de decembro de 2025, 22:28
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Unha cabicha atopada en haxix
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16 de decembro de 2025, 22:31
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La Facecias del Bashi-Bazouk (Winter is here)
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16 de decembro de 2025, 22:32
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Irrefutable
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16 de decembro de 2025, 22:39
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La Causa
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16 de decembro de 2025, 22:40
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Come young braves Come young children
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16 de decembro de 2025, 22:47
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WC
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16 de decembro de 2025, 22:48
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Así empezó todo
dixo...
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16 de decembro de 2025, 22:49
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Te pongas como te pongas, tú eso no puedes recordarlo.
dixo...
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16 de decembro de 2025, 22:53
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Ángeles en mis cojones
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16 de decembro de 2025, 22:55
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Ángeles en mis cojones
dixo...
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16 de decembro de 2025, 22:56
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Aquella niebla fue tan fuerte, que cuando pasó había borrado los rótulos de las tiendas.
dixo...
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16 de decembro de 2025, 22:59
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Punto y aparte
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17 de decembro de 2025, 01:23
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Crónica, y no novela, prefirió el autor para el título.
dixo...
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17 de decembro de 2025, 01:27
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Metáfora, Metonimia, Sinécdoque.
dixo...
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17 de decembro de 2025, 01:33
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Anónimo
dixo...
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17 de decembro de 2025, 20:21
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Se me pone morcillona cuando estoy frente al enemigo.
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17 de decembro de 2025, 20:22
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Llevamos siglos mintiéndonos acerca del Islam
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17 de decembro de 2025, 20:44
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Y yo con estas pintas
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17 de decembro de 2025, 20:48
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Y yo con estas pintas
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17 de decembro de 2025, 20:49
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Y yo con estas pintas
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17 de decembro de 2025, 20:50
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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17 de decembro de 2025, 21:00
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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17 de decembro de 2025, 21:01
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Y yo con estas pintas
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17 de decembro de 2025, 21:02
-
Fillisteo
dixo...
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17 de decembro de 2025, 21:04
-
Saint Paul, Minnesota, 1896 - Hollywood, California, 1940
dixo...
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17 de decembro de 2025, 21:05
-
Sirat es una mierda
dixo...
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17 de decembro de 2025, 21:26
-
Negarse a admirar es la marca de la bestia.
dixo...
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17 de decembro de 2025, 21:53
-
Tren de la sodomía
dixo...
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17 de decembro de 2025, 21:54
-
Nesnesitelná lehkost bytí.- ¿ Čto za čort ?
dixo...
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17 de decembro de 2025, 21:56
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Darwin
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17 de decembro de 2025, 22:09
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Un 🐴 en Turín
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18 de decembro de 2025, 07:26
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Perra en celo
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18 de decembro de 2025, 07:53
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O Xoves Hai Cocido
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18 de decembro de 2025, 09:51
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O Xoves Hai Cocido
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18 de decembro de 2025, 09:55
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O Xoves Hai Cocido
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18 de decembro de 2025, 09:58
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O Xoves Hai Cocido
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18 de decembro de 2025, 10:00
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O Xoves Hai Cocido
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18 de decembro de 2025, 10:01
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O Xoves Hai Cocido
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18 de decembro de 2025, 10:02
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absurdo imperio segundo
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18 de decembro de 2025, 14:53
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absurdo imperio segundo
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18 de decembro de 2025, 14:54
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absurdo imperio tercero
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18 de decembro de 2025, 14:55
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Mike Sifones
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18 de decembro de 2025, 14:59
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Abismo Negro
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18 de decembro de 2025, 15:00
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Blade Runner
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18 de decembro de 2025, 15:04
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Y yo con estas pintas
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18 de decembro de 2025, 17:50
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Y yo con estas pintas
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18 de decembro de 2025, 17:51
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Y yo con estas pintas
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18 de decembro de 2025, 17:51
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Y yo con estas pintas
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18 de decembro de 2025, 17:52
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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18 de decembro de 2025, 17:53
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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18 de decembro de 2025, 17:56
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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18 de decembro de 2025, 17:57
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Y yo con estas pintas
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18 de decembro de 2025, 17:58
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Y yo con estas pintas
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18 de decembro de 2025, 17:59
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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18 de decembro de 2025, 18:00
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Y yo con estas pintas
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18 de decembro de 2025, 18:00
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buckliger
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18 de decembro de 2025, 18:05
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18 de decembro de 2025, 19:01
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Milucho
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18 de decembro de 2025, 19:02
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el hombre posthumano y la civilización digital son inviables sin los jardineros
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18 de decembro de 2025, 19:03
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Las 101 cagadas del español
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18 de decembro de 2025, 19:11
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Setecientos guerreros, mi colla y yo, el primer Inca. El altiplano fue maravilloso; pero preferimos extender el imperio a los cuatro puntos cardinales.
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18 de decembro de 2025, 19:35
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El caballo de Calígula se puso de mal humor cuando le fueron a decir que había sido nombrado cónsul por el emperador: sabía que la política era trabajo para mulas.
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18 de decembro de 2025, 19:40
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Into the pigsty of Anglogalician Rode the Six Hundred
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18 de decembro de 2025, 19:46
«A máis antiga ‹Máis antiga 401 – 600 de 800 Máis recente › A máis nova»Despertó sudando. El calor entre sus piernas era insoportable. Todavía era de madrugada, pero sabía que no podría conciliar el sueño. Las hermanas estaban todas dormidas. Necesitaba rezar. En la capilla, entró pidiendo permiso a Dios. Se hincó muy cerca del pequeño retablo. Tras persignarse, agachó la cabeza y comenzó a rezar en silencio.
Sintió un líquido escurriendo en la entrepierna. Apretó los párpados. No es real, no es real, murmuró y luego comenzó a rezar con el mismo terror. Se cayeron las velas del altar.
Levantó el rostro y vio los vasos rotos, con las flamas aún ardiendo en el suelo. Observó a su alrededor, como si supiera que no estaba sola, mas no se atrevió a mirar atrás.
Regresó a sus plegarias, esta vez en voz alta. Rezaba tan rápido que no se entendía. ¿Era eso latín?, reflexionó por un momento. Esa no era su voz, pero su boca y garganta se movían. ¿Dios?, pensó, pero continuaba hablando en un dialecto incomprensible. Sentía que la vagina le iba a explotar. ¡Si no me coges tú, me cogerá el diablo!, gritó entre sollozos. El cristo se desplomó sobre el suelo. La monja se arrastró hasta el altar y restregó su sexo contra la figura. La capilla se incendiaba.
Os contaré un sueño extraño que tuve anteanoche. Creí que estaba sentada en un banco verde y un hombre sentado junto a mí; empezó a besarme y a hablar, pero nada más pasó. Bien; después de un rato se levantó y se marchó. Entonces, junto a mí, mientras seguía sentada, vi la polla más grande que imaginarse pueda. Por lo menos medía medio metro de larga y era tan gorda como mi pantorrilla; tenía cuatro cojones en vez de dos y disminuía de tamaño hacia el extremo. Me dije: Voy a cogerla y a sentirla. Eran carne y sangre cálidas, y me dije: ¿Por qué habrá dejado el hombre su polla tras de sí? ¡Qué lástima! ¡Y es tan hermosa! ¿Qué podrá hacer si no la tiene? Así que volví a decirme: Me pregunto si se correrá si la chupo. Así que empecé a chuparla, pero era tan grande y gorda que hizo que me doliera la boca. Luego me dije: No importa, me la restregaré en el coño, Por lo tanto me levanté y me la puse bajo la falda y la acaricié con mis muslos de forma tan estrecha que sentía cómo me llenaba. Cuando me iba a marchar me encontré con el hombre, que volvía; vino hacia mí y me dijo: «¿Ha visto mi trompeta?». «¿Su trompeta? Supongo que se referirá a su nabo», le respondí. Me dijo: «¡Oh, mujer descarada y mentirosa, es mi mejor trompeta!». «Bien —le dije yo—, si esto es una trompeta, entonces una trompeta es una polla y una polla una trompeta». Y se la enseñé para que la viese.
Entonces me la arrancó de la mano y me dijo: «Ahora le enseñaré si es una trompeta o un carajo». Y empezó a soplarla hasta que me desperté, y me quedé sin polla y sin trompeta.
George Stokes, el quesero de Snowhill, invitó al Dr. Cullen una noche a cenar. A Cullen no le gustaban los quesos que estaban en la mesa y dijo:
—No sabes cómo escoger el queso; permíteme que vaya a la bodega y escoja uno.
Así lo hizo, y el queso que eligió era delicioso. Todo el mundo estuvo de acuerdo en su excelencia.
—¿Cómo te las arreglaste para dar con él, pues además allá abajo no hay luz? —le preguntó Stokes.
Y le contestó el doctor:
—Te lo diré. Probé varios hasta que di con uno que hizo que se me pusiera dura la polla. Éste es, me dije, pues un queso excelente huele exactamente igual que el maduro y florido coño de una muchacha.
Al arca de Noé, construida junto al arca de Samir, subieron en parejas, macho y hembra, una variedad increíble de especies animales llegadas desde todos los rincones del planeta: caballos, halcones, perros, jirafas, leones, armadillos, canguros, pericos, búhos, cebras, panteras, venados, avestruces, vacas, simios, gatos, camellos, colibríes, jaguares, tapires, camaleones, elefantes, osos, serpientes, mariposas, entre cientos de miles más.
Al arca de Samir, construida junto al arca de Noé, subieron en parejas, macho y hembra, una variedad increíble de especies animales llegadas desde todos los rincones del planeta: borones, cinbitillos, nupis, míteros, doneiros, firoados, koperos, camarates, jomines —parecidos a los borones, sólo que con plumas en vez de pelos—, lónidos, persodios, rengus, prelinos, drumios, zipizipis, topeles, virsobios, claretas, ciervos, porcos bravos, entre cientos de miles más.
Mientras las últimas bestias terminaban de ingresar por la rampa y eran llevadas hasta los habitáculos dispuestos para ellas, Samir, parado en la proa de la nave, contemplaba receloso la majestuosa embarcación de Noé, fabricada con maderas resinosas de gran calidad y calafateada con estopa y brea. “Mmmm, no sé… la mía no parece tan segura”, pensó Samir, justo antes de sentir en su rostro las primeras gotas de lluvia.
Hubo un diluvio. Los hombres que había entonces se ahogaron; y se ahogaron sus perros, sus gallinas, sus ovejas. Todo se ahogó, excepto lo que ya vivía en el agua. Por eso los peces viven alejados de nosotros y son mudos. Pero también por eso su nimbada estupidez es divina y muy, muy vieja, de cuando los dioses no se habían ahogado todavía.
Salíamos en grupo, alegres y revoltosos, a explorar la humedad de las rocas en las cercanías del río, escogíamos las superficies lisas, los fulgores verdes, y después, usando con sutileza navajas, espátulas de albañilería o sucedáneos de dudosa invención, procurábamos las mayores porciones intactas de musgo. Yo iba con ellos, formaba parte del grupo y del bullicio, participaba de la excitación y la alegría, del equívoco color de la inocencia, y celebraba cada año la primicia común del musgo, su vastedad y sus matices escarchados. Los demás ingredientes -el buey y la mula, el chozo y el pastor, el perro y las ovejas- permanecían inmutables en el tiempo, protegidos con paja o con serrín en cajas de madera o de cartón. Sólo el tapiz del musgo, ajeno al artificio, se renovaba siempre. Después, también, sólo el musgo se desvanecía, poco a poco se apagaba el verdor y volvíamos a la monotonía escolar. No importaba. Los alrededores pedregosos, la invitación del río y la humedad sombría eran parte y preludio de la celebración. Así era el ciclo, así el vigor del solsticio, así la claridad crucial del frío. En ocasiones también se estropeaba el papel de plata, la simulación de arroyos, gargantas o riachuelos, y entonces había que emplazarlo porque al deteriorarse se anulaban los reflejos del agua. Al contrario que el musgo, sin embargo, entonces no abundaba el papel de plata, de modo que, tal vez por el prestigio del metal precioso, pero más aún, según creo, por el misterio de su artesanía, por la incógnita de su fabricación y quizás también por tos productos de los que procedía, fue usurpando el sentido primordial del musgo, relegando el musgo a su mediocridad rústica y bucólica, y alcanzando con engaños y espejismos los privilegios de la primogenitura. Era, pues, más difícil aportar papel de plata que musgo, porque musgo había en proporciones naturales, pero papel de plata sólo en mercancías de fábrica y en caprichos de la industria, y el musgo pasó a ser secundario y el papel de plata primordial, y el musgo servidumbre y el papel de plata aristocracia, y, así como las golosas tentaciones de miel y almendras sobrepasaban en aprecio a naranjas, los higos secos, los calbotes o las pasas de también el papel de plata desplazó la hegemonía del musgo y también terminamos todos despreciando el musgo y celebrando el papel de plata. Y como sólo lo que se pierde permanece, recordamos después con añoranza aquellos días de musgo y excursión, ajenos a las heladas de diciembre en que se celebraban las matanzas y se recogían las aceitunas, los mismos días en que la atmósfera con toda transparencia los días felices del alción. Tal vez, por eso terminé ideando en la doble distancia la hipótesis del musgo. Ahora que sólo queda del musgo la memoria (pues también con el tiempo se volvió artificial, de bazar o invernadero) y que esa memoria es, por tanto, una condena, se abren paso al unísono intuición y certidumbre: que se secó el musgo y se apagó para siempre su cándido esplendor. Bajo él fermentan variantes de una melancolía que no sucumbe a las burbujas ni a los cantos ni a los dulces de almendra y miel, clara constatación de que no hemos alcanzado la bondad y de que hemos perdido el paraíso, de que el río y las rocas han enmudecido, de que todo es ya papel de plata: papel de plata y plata de papel.
Éramos tan pobres que lo único que teníamos para comer eran hostias fritas en grasa de velas. Mamá las traía el domingo y las racionaba para toda la semana. Después, en el tiempo de las brevas, mejorábamos la dieta. De ahí, dicen las tías, nos viene esta piel traslúcida y nacarada que nos da caritas de ángeles, esta esmirriada figura que parecemos muñequitos de altar, estas dulces miradas que nos dan un aire celestial. ¡La languidez tiene tantas transformaciones!
El grupo al que se pertenece es fuente de identidad, forma parte de nuestra misma naturaleza. Proporciona cobijo. Con los demás miembros compartimos una cultura. El grupo otorga una cierta continuidad en el tiempo, da sentido a nuestra existencia. Configura, incluso, la comunidad moral a la que pertenecemos. Las comunidades, los grupos, las tribus son el marco en que hemos evolucionado los seres humanos; en el grupo nos educamos intelectual y moralmente. Sin el grupo, sin la tribu, dejaríamos de ser lo que somos.
En las sociedades contemporáneas se puede ser miembro de más de un grupo. Se puede pertenecer, simultáneamente, a la comunidad de fieles de una religión, a la asociación de padres y madres de un colegio, a un club deportivo, a una patria, o a la hinchada de un club de fútbol, por ejemplo. Cada uno de esos grupos, en función de lo identificados que nos sintamos con ellos, dejan una impronta en nosotros, en nuestra identidad.
Pero que sepa de la existencia de las tribus, que crea en su inevitabilidad, que la considere necesaria, incluso, no implica que me sienta a gusto en una de ellas, sea la que sea. Me desenvuelvo con torpeza en su seno. No me gusta exhibir sus símbolos. Soy incapaz de sentir orgullo por los logros colectivos en los que no he participado directa y activamente. Menos aún si esos logros se alcanzaron en el pasado. No me es posible compartir la satisfacción por hazañas logradas por el colectivo al que pertenezco antes de que yo formase parte de él.
La adhesión a un club o equipo deportivo es una adhesión tribal. Lo es a unos símbolos (los colores, la camiseta…), a una historia (las gestas del pasado) y a un proyecto (los triunfos por llegar). No suele ser el resultado de una decisión deliberada. La adhesión puede venir de suyo -por razones familiares-, producirse por pertenecer a un mismo grupo de amigos -la cuadrilla-, o por otras causas.
Entiendo que existan esos sentimientos, esas adhesiones. Es más, aunque yo sería incapaz de participar de ellas, me gusta contemplar algunas de sus manifestaciones más conspicuas, como las gradas de un estadio inglés llenas de aficionados que agitan sus bufandas y cantan para animar al equipo. Esa es la cara amable del genocidio.
En el mundo de los antiguos griegos, la agricultura se encontraba aún en avanzado estado de precariedad. Los ecosistemas rurales eran variopintos y saludables, y abundaban en plantas indígenas de granja y prósperas colonias de insectos que compartían su espacio con los cultivos domésticos. Como resultado, las cosechas de trigo y de uvas se hallaban repletas de una numerosa variedad de insectos vigorosos, optimistas y comedidos. De todos ellos, la más laboriosa era la hormiga. Durante todo el verano, trabajaba bajo el ardiente sol, almacenando semillas y grano como reserva “para el largo invierno.
En el mismo campo vivía una cigarra de vida notablemente libre de preocupaciones, ya que hacía tiempo que había rechazado el codicioso concepto burgués del «éxito». Para la cigarra, la existencia ideal consistía en disfrutar de la naturaleza de un modo desestructurado y lúdicamente experimental, y con frecuencia aprovechaba su generosidad para pasar la mayor parte del día durmiendo. En otras ocasiones, cantaba alegremente en la pradera, rassss, rassss, rassss, perpetuando así la rica tradición oral de su especie.
Tal actitud alternativa no pasó desapercibida para la hormiga mientras se afanaba bajo el calor y el polvo. Ésta, cada vez que veía a la cigarra disfrutando de la vida a su modo, sentía estrecharse con fuerza cada orificio de su exoesqueleto.
—Fíjate en esa cigarra —mascullaba la hormiga para sus adentros—. Todo el día repantigada sobre su abdomen, cantando esas malditas canciones. ¿Cuándo piensa mostrar algún sentido de la responsabilidad? Calificarla de sanguijuela equivaldría a insultar a las laboriosas lombrices segmentadas que pueblan el país. Se limita a vigilarme y a aguardar la ocasión de asaltarme y arrebatarme todo aquello para lo que tan duramente he trabajado. Así funciona esta filiforme.
La cigarra, por su parte, observaba igualmente a la hormiga, si bien bajo una línea de pensamiento totalmente distinta.
—Fíjate en la hormiga —meditaba—. Trabaja sin cesar para acumular su pequeña reserva de grano. ¿Y para qué? Si tan sólo se limitara a adoptar una actitud más próxima al Zen… Quizá comprendería que para la piedra un grano de trigo es lo mismo que ciento, y que la lluvia nunca se preocupa por su caligrafía.
Así transcurrió el verano. La hormiga, quintaesencia de una personalidad del tipo «A», trabajó frenéticamente día tras día, pero su actitud egoísta y socialmente irresponsable terminó por cobrarse su precio: se le declaró una úlcera péptica, tuvo algún que otro susto provocado por dolores de tórax y perdió la mayor parte del cabello. A mediados de septiembre, su esposa la abandonó y se llevó consigo a las pupas, pero ella apenas lo advirtió. Se hallaba hasta tal punto obsesionada con su almacén de grano que llegó al extremo de instalar en torno a su montículo un complicado sistema de seguridad dotado de cámaras de vídeo y detectores de movimiento destinados a sorprender la presencia de cualquier posible ladrón.
Entre siesta y siesta, la cigarra observaba todo aquello con despreocupada curiosidad. Asimismo, estudiaba hatba-yoga, recorría la zona en busca del mejor café capuchino, aprendía a tocar la guitarra (en realidad, una única canción: un cuasi blues de inspiración propia limitado a tres notas) y, en general, salía por ahí cuanto podía. Intentaba mantener su estilo de vida centrado en el ocio y adaptado al paso de las estaciones. Proyectaba viajar a Australia para practicar el surf tan pronto como el tiempo se tornara menos clemente.
Pero, aquel año, el invierno llegó con demasiada anticipación (o el verano no alcanzó su duración habitual, dependiendo de la orientación climática de cada uno), por lo que los campos no tardaron en verse yermos. La desdichada cigarra, víctima del capricho de las alteraciones meteorológicas, brincaba por el campo en busca de cualquier forma de sustento.
Habría aceptado con gusto una migaja, una cáscara, un trozo de tofu… pero no lograba hallar nada comestible.
La cigarra no tardó en avistar a la hormiga, que arrastraba ávidamente tras de sí un tallo de maíz. El hambre que experimentaba le hizo olvidar su orgullo y se aproximó a ella, dispuesta a rogarle que le permitiera compartir parte de su inmensa reserva. La hormiga, sin embargo, prorrumpió en gritos tan pronto como divisó a la cigarra.
—¡Aaaahhhhhh! ¿Qué quieres? ¿Qué estás haciendo aquí? Pretendes arrebatarme mi maíz, ¿no es cierto? ¡Sé muy bien que has estado planeando robarme algún día cuanto poseo! ¡Todas las de tu género sois iguales!
La cigarra intentó interrumpirla, pero la hormiga prosiguió su diatriba:
—¡No digas nada! ¡No intentes convencerme con tus artimañas, tus lacrimosas historias y tus vacuas promesas! ¡He trabajado duramente para conseguir lo que tengo, por más que tal actitud no esté bien vista en determinados círculos!
Repuso cortésmente la cigarra:
—Sin embargo, Hermana Hormiga, no cabe duda de que posees más de lo que jamás podrías consumir.
—Eso es asunto mío —dijo la hormiga—, y aquí no vivimos en ningún estado socialista chupasangres… ¡por ahora! ¡Ponte al día, saltamontes! El único lugar en el que el éxito viene antes que el trabajo es en el diccionario.
—Verás, yo tenía pensado marcharme a Australia, pero el tiempo, no sé, ha cambiado, y el alimento ha desaparecido…
—Así funciona el libre mercado, colega. Que te sirva de lección.
—Perdóname, Hermana Hormiga, pero siento que es mi obligación decirte que opino que deberías practicar más el karma. El aura que desprendes está llena de una energía negativa que nada te costaría convertir en positiva sin tan sólo…
—Escucha, si lo que pretendes es ponerte mística conmigo, dime: ¿Sabes qué ruido produce un bicho al morirse de hambre? ¡Ja, ja!
De pronto, el sonido de un carraspeo interrumpió la estéril discusión entre la cigarra y la hormiga. Al volverse, vieron a una corpulenta mantis cuyo tamaño sobrepasaba el de ellas dos juntas. (Aquella mantis había sido en otros tiempos religiosa, si bien había visto prohibidas sus prácticas por una orden judicial. A pesar de ello, su carácter aún conservaba un aspecto profundamente espiritual.) La cigarra y la hormiga se asustaron, no por el tamaño de la mantis —muy superior a la media—, sino por su actitud franca y pragmática. Iba vestida con un traje gris de poliéster y unos zapatos marrones con borlas, y en las patas delanteras llevaba un portafolios, una bolsa de papel de estraza con su almuerzo y una calculadora.
—¿La hormiga, por favor? —inquirió la mantis, aunque sabía perfectamente cuál de las dos era aquella a la que estaba buscando—. Señora Hormiga, vengo a realizar una auditoría.
Con aquellas siete palabras ominosas cambia el curso de nuestro relato. Omitiremos los detalles de la operación, el rechazo de los cargos presentados, el juicio, la apelación y el intento de la hormiga por huir en un vuelo con destino a las islas Caimán: baste decir que el codicioso insecto, tras su ingreso en el sistema correccional, vio su despensa confiscada y puesta al servicio de otros intereses comunitarios más responsables. La cigarra, entretanto, puso en práctica un programa para jóvenes insectos locales interesados en realizar intercambios culturales con países de clima más cálido. De este modo, gracias a la redistribución estatal de las rentas (y a la fortuna de la hormiga), la cigarra se dedica desde entonces a organizar excursiones de surf.
Soy como un jugador de tercera división. Mis mejores goles los metí en una cancha polvorienta de los suburbios, ante cuatro hinchas borrachos que no se acuerdan de nada.
Cada noche fabrico, como puedo, un ala azul y le preparo un viaje al lugar que más desee. Le exijo a su regreso: alegrías de otras tierras, brisa del río y un canto para mi otra mitad sin alas.
El orgullo de la vida embriaga fácilmente a la juventud. Cada generación a su vez está en lo alto del árbol, ve todo el país abajo y sólo tiene el cielo arriba. Se cree la primera, y lo es a su hora, durante un momento.
En toda mi vida no he recibido más que sesenta mil patadas en el trasero y no me han dañado. Me considero una antorcha y voy a humear durante mucho tiempo en la sucia posteridad
Los equipos fuertes necesitan legislaciones tan fuertes como ellos, misericordiosas e inexorables al mismo tiempo; los equipos débiles necesitan legislaciones exterminadoras.
Tres condiciones se requieren para llegar a ser feliz: ser imbécil, ser egoísta y gozar de buena salud. Pero bien entendido, si os falta la primera condición todo está perdido.
Cuando era joven y jugaba al fútbol, me decía: «Ya verás cuando tenga cincuenta años». Tengo cincuenta años y no he visto nada.
Donde hay voluntad, hay un camino.
The red deer (Cervus elaphus) is one of the largest deer species. A male red deer is called a stag or hart, and a female is called a doe or hind. The red deer inhabits most of Europe, the Caucasus Mountains region, Anatolia, Iran, and parts of Western Asia. It also inhabits the Atlas Mountains of Northern Africa, being the only living species of deer to inhabit Africa. Red deer have been introduced to other areas, including Australia, New Zealand, the United States, Canada, Peru, Uruguay, Chile and Argentina. In many parts of the world, the meat (venison) from red deer is used as a food source.
Hace poco nos advertía, en otro de sus arrebatos supremacistas, del peligro que corre la civilización europea frente a lo que él ve como las nuevas invasiones bárbaras. Pues para la gente de su calaña, el que cuenta es el varón blanco, heteropatriarcal y cristiano, preferiblemente rico. Y lo más grave de todo esto es que tales discursos calan no solo en ambientes reaccionarios y conservadores o en el público en general, sino en grupos políticos que en su día fueron, y aún dicen ser, progresistas.
Si la mierda tuviera valor, los pobres nacerían sin culo
A cada manotazo que da, se hunde más en la montaña de arena
Todos vamos por el mundo con alguna hipoteca en el alma.
Era de esos jugadores que juegan para sí mismos y también para el equipo, sin orden de prioridades. Lideraba mirando hacia adelante, creaba solidaridad con los leales pero no se privaba de resoplar por las fallas de los inútiles
Permanecieron todos callados en la cima de la montaña; por los ojos de Jack pasó de nuevo aquella violenta ráfaga.
La palabra final de Ralph fue un murmullo sin elegancia :
—Bueno, encended la hoguera.
Disminuyó la tirantez al hallarse frente a una actividad positiva. Ralph no dijo más; no se movió, observaba la ceniza a sus pies. Jack se mostraba activo y excitado. Daba órdenes, cantaba, silbaba, lanzaba comentarios al silencioso Ralph; comentarios que no requerían contestación alguna y no podían, por tanto, provocar un desaire; pero Ralph seguía en silencio. Nadie, ni siquiera Jack, se atrevió a pedirle que se apartase a un lado y acabaron por hacer la hoguera a dos metros del antiguo emplazamiento, en un lugar menos apropiado. Confirmaba así Ralph su caudillaje, y no podría haber elegido modo más eficaz si se lo hubiese propuesto. Jack se encontraba impotente ante aquel arma tan indefinible, pero tan eficaz, y sin saber por qué se encolerizó. Cuando la pila quedó formada, ambos se hallaban ya separados por una alta barrera.
Preparada la leña surgió una nueva crisis. Jack no tenía con qué encenderla, y entonces, para su sorpresa, Ralph se acercó a Piggy y le quitó las gafas. Ni el mismo Ralph supo cómo se había roto el lazo que le había unido a Jack y cómo
había ido a prenderse en otro lugar.
—Ahora te las traigo.
—Voy contigo.
Piggy, aislado en un mar de colores sin sentido, se colocó detrás de Ralph, mientras éste se arrodillaba para enfocar el brillante punto. En cuanto se encendió la hoguera, Piggy alargó sus manos y asió las gafas.
Ante aquellas flores violetas, rojas y amarillas, tan maravillosamente atractivas, se derritió todo resto de aspereza. Se transformaron en un círculo de muchachos alrededor de la fogata en un campamento, y hasta Piggy y Ralph sintieron su
atractivo. Pronto salieron algunos muchachos cuesta abajo en busca de más leña, mientras Jack se encargaba de descuartizar el cerdo. Intentaron sostener la res entera sobre el fuego, colgada de una estaca, pero esta ardió antes de que el cerdo
se asara. Acabaron por cortar trozos de carne y mantenerlos sobre las llamas atravesados con palos, y aun así los muchachos se asaban casi tanto como la carne.
A Ralph se le hacía la boca agua. Tenía toda la intención de rehusar la carne, pero su pobre régimen de fruta y nueces, con algún que otro cangrejo o pescado, le instaba a no oponer ninguna resistencia.
Aceptó un trozo medio crudo de carne y lo devoró como un lobo.
Piggy, no menos deseoso que Ralph, exclamó:
—¿Es que a mí no me vais a dar?
Jack había pensado dejarle en la duda, como una muestra de su autoridad, pero
Piggy, al anunciarle la omisión, hacía necesaria una crueldad mayor.
—Tú no cazaste.
—Ni tampoco Ralph —dijo Piggy quejoso—, ni Simón.
Luego, añadió: —No hay ni media pizca de carne en un cangrejo.
Ralph se movió disgustado. Simón, sentado entre los mellizos y Piggy, se limpió la boca y deslizó su trozo de carne sobre las rocas, junto a Piggy, que se abalanzó sobre él. Los mellizos se rieron y Simón agachó la cabeza sonrojado.
Jack se puso entonces en pie de un salto, cortó otro gran trozo de carne y lo arrojó a los pies de Simón.
—¡Come! ¡Maldito seas! Miró furibundo a Simón.
—¡Cógelo!
Giró sobre sus talones; era el centro de un círculo de asombrados muchachos.
—¡He traído carne para todos!
Un sinfín de inexpresables frustraciones se unieron para dar a su furia una fuerza elemental y avasalladora.
Lentamente, el silencio en la montaña se fue haciendo tan profundo que los chasquidos de la leña y el suave chisporroteo de la carne al fuego se oían con
claridad. Jack miró en torno suyo en busca de comprensión, pero tan sólo encontró respeto. Ralph, con las manos repletas de carne, permanecía de pie sobre las cenizas de la antigua hoguera, silencioso.
Por fin, Maurice rompió el silencio. Pasó al único tema capaz de reunir de nuevo a la mayoría de los muchachos.
—¿Dónde encontrasteis el jabalí? Roger señaló hacia el lado hostil.
—Estaban allí..., junto al mar.
—Me pinté la cara..., me acerqué hasta ellos. Ahora coméis... todos... y yo...
Jack, que había recobrado la tranquilidad, no podía soportar que alguien relatase
su propia hazaña. Le interrumpió rápido:
—Nos fuimos cada uno por un lado. Yo me acerqué a gatas. Ninguna de las
lanzas se le quedaba clavada porque no llevaban puntas. Se escapó con un ruido
espantoso ...
—Luego se volvió y se metió en el círculo; estaba sangrando...
Todos hablaban a la vez, con alivio y animación.
—Le acorralamos...
El primer golpe le había paralizado sus cuartos traseros y por eso les resultó fácil a
los muchachos cerrar el círculo, acercarse y golpearle una y otra vez...
—Yo le atravesé la garganta...
Los mellizos, que aún compartían su idéntica sonrisa, saltaron y comenzaron a correr
en redondo uno tras el otro. Los demás se unieron a ellos, imitando los quejidos del
cerdo moribundo y gritando:
—¡Dale uno en el cogote!
—¡Un buen estacazo!
Después Maurice, imitando al cerdo, corrió gruñendo hasta el centro; los cazadores,
aún en círculo, fingieron golpearle. Cantaban a la vez que bailaban.
—¡Mata al jabalí! ¡Córtale el cuello! ¡Pártele el cráneo!
Ralph les contemplaba con envidia y resentimiento. No dijo nada hasta que decayó la animación y se apagó el canto.
—Voy a convocar una asamblea. Uno a uno fueron calmándose todos y se quedaron mirándole.
—Con la caracola. Voy a convocar una reunión, aunque tenga que durar hasta la noche. Abajo, en la plataforma. En cuanto la haga sonar. Ahora mismo.
Dio la vuelta y se alejó montaña abajo.
La marea subía y sólo quedaba una estrecha faja de playa firme entre el agua y el área blanca y pedregosa que bordeaba la terraza de palmeras. Ralph escogió la playa firme como camino porque necesitaba pensar, y aquél era el único lugar donde sus pies podían moverse libremente sin tener él que vigilarlos. De súbito, al pasar junto al agua, se sintió sobrecogido. Advirtió que al fin se explicaba por qué era tan desalentadora aquella vida, en la que cada camino resultaba una improvisación y había que gastar la mayor parte del tiempo en vigilar cada paso que uno daba. Se detuvo frente a la faja de playa, y, al recordar el entusiasmo de la primera exploración, que ahora parecía pertenecer a una niñez más risueña, sonrió con ironía. Dio media vuelta y caminó hacia la plataforma con el sol en el rostro. Había llegado la hora de la asamblea y mientras se adentraba en las cegadoras maravillas de la luz del sol, repasó detalladamente cada punto de su discurso. No había lugar para equívocos de ninguna clase ni para escapadas tras imaginarias...
Se perdió en un laberinto de pensamientos que resultaban oscuros por no acertar a expresarlos con palabras. Molesto, lo intentó de nuevo.
Esa reunión debía ser cosa seria, nada de juegos.
Decidido, caminó más deprisa, captando a la vez lo urgente del asunto, el ocaso del
sol y la ligera brisa que su precipitado paso levantaba en torno suyo. Aquel vientecillo
le apretaba la camisa gris contra el pecho y le hizo advertir —gracias a aquella nueva
lucidez de su mente— la desagradable rigidez de los pliegues, tiesos como el cartón.
También se fijó en los bordes raídos de los pantalones, cuyo roce estaba formando una
zona rosa y molesta en sus muslos. Con una convulsión de la mente, Ralph halló suciedad
y podredumbre por doquier; comprendió lo mucho que le desagradaba tener que
apartarse continuamente de los ojos los cabellos enmarañados y descansar, cuando por
fin el sol desaparecía, envuelto en hojas secas y ruidosas. Pensando en todo aquello,
echó a correr.
La playa, junto a la poza, aparecía salpicada de grupos de muchachos que aguardaban
el comienzo de la reunión. Le abrieron paso en silencio, conscientes todos ellos de su
malhumor y de la torpeza cometida con la hoguera.
El lugar de la asamblea donde él estaba añora tenía más o menos la forma de un
triángulo, pero irregular y tosco como todo lo que hacían en la isla. Estaba en primer
lugar el tronco sobre el cual él se sentaba: un árbol muerto que debía de haber tenido un
tamaño extraordinario para aquella plataforma. Quizá llegase hasta allí arrastrado por una de esas legendarias tormentas del Pacífico. Aquel tronco de palmera yacía paralelo a la
playa, de manera que al sentarse Ralph se encontraba de cara a la isla, pero los
muchachos le veían como una oscura figura contra el resplandor de la laguna. Los dos
lados del triángulo, cuya base era aquel tronco, se recortaban de modo menos preciso.
A la derecha había un tronco, pulido en su cara superior por haber servido ya mucho de
inquieto asiento, más pequeño que el del jefe y menos cómodo.
Ralph se dirigió al asiento del jefe. Nunca habían tenido una asamblea a hora tan tardía. Por eso tenía el lugar un aspecto tan distinto. El verde techo solía estar alumbrado desde abajo por una red de dorados reflejos y sus rostros se encendían al revés, como cuando se sostiene una linterna eléctrica en las manos, pensó Ralph. Pero ahora el sol caía de costado y las sombras estaban donde debían estar.
Se entregó una vez más a aquel nuevo estado especulativo, tan ajeno a él. Si los rostros cambiaban de aspecto, según les diese la luz desde arriba o desde abajo, ¿qué era en realidad un rostro? ¿Qué eran las cosas?
Ralph se movió impaciente. Lo malo de ser jefe era que había que pensar, había que ser prudente. Y las ocasiones se esfumaban tan rápidamente que era necesario aferrarse en seguida a una decisión. Eso le hacía a uno pensar; porque pensar era algo valioso que lograba resultados...
Sólo que no sé pensar, decidió Ralph al encontrarse junto al asiento del jefe. No como lo hace Piggy.
Por segunda vez en aquella noche tuvo Ralph que reajustar sus valores. Piggy sabía pensar.
Al sentir el sol en los ojos, recordó que el tiempo pasaba. Cogió del árbol la caracola y examinó su superficie. La acción del aire había borrado sus amarillos y rosas hasta volverles casi blancos y transparentes. Ralph sentía una especie de afectuoso respeto hacia la caracola, aunque fuese él mismo quien la pescó en la laguna. Se colocó frente a la asamblea y llevó la caracola a sus labios.
Los demás aguardaban aquella señal y en seguida se acercaron. Los que sabían que un barco había pasado junto a la isla cuando la hoguera se encontraba apagada,
permanecían en sumiso silencio ante el enfado de Ralph, mientras que los que nada sabían, como era el caso de los pequeños, se sentían impresionados por el ambiente
general de solemnidad. Pronto se llenó el lugar de la asamblea. Jack, Simon, Maurice y la mayoría de los cazadores se colocaron a la derecha de Ralph; los demás a su
izquierda, bajo el sol. Llegó Piggy y se quedó fuera del triángulo. Con eso quería indicar que estaba dispuesto a escuchar, pero no a hablar, dando a conocer, con tal gesto, su desaprobación.
—La cosa es que necesitábamos una asamblea.
Nadie habló, pero todos los rostros, vueltos hacia Ralph, miraban atentamente. Ondeó la caracola en el aire. Para entonces sabía ya por experiencia que había que repetir, al
menos una vez, declaraciones fundamentales como aquélla, para que todos acabaran por comprender. Debía uno sentarse, atrayendo todas las miradas hacia la caracola, y
dejar caer las palabras como si fuesen pesadas piedras redondas en medio de los pequeños grupos agachados o en cuclillas.
Buscaba palabras sencillas para que incluso los pequeños comprendiesen de qué trataba la asamblea. Quizá después, polemistas entrenados, como Jack, Maurice o Piggy, usasen sus artes para dar un giro distinto a la reunión; pero ahora, al principio, el
tema del debate debía quedar bien claro.
—Necesitábamos una asamblea. Y no para divertirnos. Tampoco para echarse a reír y que alguien se caiga del tronco —el grupo de pequeños sentados en el trampolín lanzó unas risitas y se miraron unos a otros—, ni para hacer chistes, ni para que alguien — alzó la caracola en un esfuerzo por encontrar la palabra precisa— presuma de listo.
Para nada de eso, sino para poner las cosas en orden.
Calló durante un momento.
—He estado andando por ahí. Me quedé solo para pensar en nuestros problemas. Y ahora sé lo que necesitamos: una asamblea para poner las cosas en orden. Y lo primero de todo: el que va a hablar ahora soy yo.
Volvió a guardar silencio por un momento y se echó el pelo hacia atrás
instintivamente. Piggy, una vez formulada su ineficaz protesta, se acercó de puntillas hasta el triángulo y se unió a los demás.
Ralph continuó:
—Hemos tenido muchísimas asambleas. A todos nos divierte hablar y estar aquí juntos. Decidimos cosas, pero nunca se hacen, íbamos a traer agua del arroyo y a
guardarla en los cocos cubiertos con hojas frescas. Se hizo unos cuantos días. Ahora ya no hay agua. Los cocos están vacíos. Todo el mundo va a beber al río.
Hubo un murmullo de asentimiento.
—No es que haya nada malo en beber del río. Quiero decir que yo también prefiero beber agua en ese sitio, ya sabéis, en la poza bajo la catarata de agua, en vez de hacerlo en una cáscara de coco vieja. Sólo que habíamos quedado en traer el agua aquí. Y ahora ya no se hace. Esta tarde sólo quedaban dos cocos llenos.
Se pasó la lengua por los labios.
—Y luego, las cabañas. Los refugios.
El murmullo volvió a extenderse y apagarse.
—Casi todos dormimos siempre en los refugios. Esta noche todos vais a dormir allí menos Sam y Eric, que tienen que quedarse junto a la hoguera. ¿Y quién construyó los refugios?
Inmediatamente surgió un gran bullicio. Todos habían construido los refugios. Ralph tuvo que agitar la caracola de nuevo.
—¡Un momento! Quiero decir, ¿quién construyó los tres? Todos ayudamos al primero; sólo cuatro hicimos el segundo, y yo y Simón hemos hecho ese último de ahí.
Por eso se tambalea tanto. No, no os riais. Ese refugio se va a caer si vuelve a llover.
Entonces sí que vamos a necesitar los refugios.
Hizo una pausa y se aclaró la garganta.
—Y otra cosa. Escogimos esas piedras al otro lado de la poza para retrete. Eso también fue una cosa sensata. Con la marea se limpian solas. Vosotros los peques sabéis muy bien lo que quiero decir.
Se oyeron risitas aquí y allá; se vieron furtivas miradas
—Ahora cada uno usa el primer sitio que encuentra. Incluso al lado de los refugios y la plataforma. Vosotros los peques, cuando estáis cogiendo fruta, si de repente os entran ganas...
La asamblea entera estalló en carcajadas.
—Decía que si de repente os entran ganas, por lo menos tenéis que apartaros de la fruta. Eso es una porquería.
Volvió a estallar la risa.
—¡He dicho que eso es una porquería! Se pellizcó la tiesa camisa.
—Es una verdadera porquería. Si os entran de pronto las ganas os vais por la playa hasta las rocas, ¿entendido?
Piggy alargó la mano hacia la caracola, pero Ralph negó con la cabeza. Había preparado su discurso punto por punto.
—Tenemos que volver a usar las rocas. Todos. Este sitio se está poniendo perdido.
Hizo una pausa. La asamblea, presintiendo una crisis, aguardaba atentamente.
—Y luego, lo de la hoguera.
Ralph, al respirar, emitió un suspiro que toda la asamblea recogió como si fuese su eco.
Jack se dedicó a pelar una astilla con su cuchillo y murmuró algo a Robert, que miró hacia otro lado.
—La hoguera es la cosa más importante en esta isla. ¿Cómo nos van a rescatar, a no ser por pura suerte, si no tenemos un fuego encendido? ¿Tan difícil es mantener una hoguera?
Alzó un brazo al aire.
—¡Vamos a ver! ¿Cuántos somos? Bueno, pues ni siquiera somos capaces de conservar vivo un fuego para que haya humo. ¿Es que no os dais cuenta? ¿No veis que debíamos... debíamos morir antes de permitir que se apague el fuego?
Se oyeron risitas en el grupo de cazadores. Ralph se dirigió a ellos acalorado:
—¡Vosotros! ¡Reíd todo lo queráis! Pero os digo que ese humo es mucho más importante que el jabalí, por muchos que matéis. ¿Lo entendéis?
Hizo un gesto con el brazo que abarcaba a la asamblea entera y pasó su mirada por todo el triángulo.
—Tenemos que conseguir ese humo allá arriba... o morir.
—Y otra cosa. Por poco prendemos fuego a toda la isla. Y perdemos demasiado tiempo rodando piedras y haciendo fueguecitos para guisar. Ahora os voy a decir una cosa, y va a ser una regla, porque para eso soy jefe. No habrá más
hogueras que la de la montaña. Jamás.
Al instante se produjo un tumulto. Algunos muchachos se pusieron de pie a gritar mientras Ralph les contestaba con otros gritos.
—Porque si queréis una hoguera para cocer pescado o cangrejos no os va a pasar nada por subir hasta la montaña. Así podremos estar seguros.
A la luz del sol poniente, una multitud de manos re clamaban la caracola. Ralph la apretó contra su cuerpo y de un brinco se subió al tronco.
—Eso era todo lo que os quería decir. Y ya está dicho. Me votasteis para jefe, así que tenéis que hacer lo que yo diga.
Se fueron calmando poco a poco hasta volver por fin a sus asientos. Ralph saltó al suelo y les habló con su voz normal.
—Así que no lo olvidéis. Las rocas son los retretes. Hay que mantener vivo el fuego para que el humo sirva de señal. No se puede bajar lumbre de la montaña; subid allí la comida.
Jack, con semblante ceñudo bajo la penumbra, se levantó y tendió los brazos.
—Todavía no he terminado.
—¡Pero si no has hecho más que hablar y hablar!
—Tengo la caracola.
Jack se sentó refunfuñando.
—Y ya lo último. Esto lo podemos discutir si queréis. Aguardó hasta que en la plataforma reinó un silencio total.
—Las cosas no marchan bien. No sé por qué. Al principio estábamos bien; estábamos contentos. Luego...
Movió la caracola suavemente, mirando hacia lo lejos, sin fijarse en nada, acordándose de la fiera, de la serpiente, de la hoguera, de las alusiones al miedo.
—Luego la gente empezó a asustarse.
—Tenemos que hablar de ese miedo y convencernos de que no hay motivo. Yo también me asusto a veces, ¡pero ésas son tonterías! Como los fantasmas. Luego, cuando nos hayamos convencido, podremos empezar de nuevo y tener cuidado de cosas como la hoguera.
La imagen de tres muchachos paseando por la alegre playa cruzó su mente.
—Y ser felices.
Con gran ceremonia colocó Ralph la caracola sobre el tronco como señal de que el discurso había acabado. La escasa luz solar les llegaba horizontalmente.
Jack se levantó y cogió la caracola.
—De modo que ésta es una reunión para arreglar las cosas. Pues yo os diré lo que hay que arreglar. Los peques sois los que habéis empezado todo esto, con tanto hablar del
miedo. ¡Fieras! ¿De dónde iban a venir? Pues claro que nos entra miedo a veces, pero nos aguantamos. Ralph dice que chilláis durante la noche. Eso no son más que pesadillas. Además, ni cazáis, ni construís refugios, ni ayudáis..., sois un montón de
lloricas y miedicas. Eso es lo que sois. Y en cuanto al miedo... os aguantáis igual que hacemos todos.
Ralph miraba boquiabierto a Jack, pero Jack no le prestó atención.
—Tenéis que daros cuenta que el miedo no os puede hacer más daño que un sueño.
No hay bestias feroces en esta isla.
Recorrió con la mirada la fila de peques que cuchicheaban entre sí.
—Merecéis que viniese de verdad una fiera a asustaros; sois una pandilla de lloricas inútiles. ¡Pero da la casualidad que no hay ningún animal...!
Ralph interrumpió malhumorado:
—¿De qué estás hablando? ¿Quién ha dicho nada de animales?
—Tú, el otro día. Dijiste que soñaban y que empezaban a gritar. Ahora todo el mundo habla... y no sólo los peques, a veces también mis cazadores... hablan de algo, de una cosa oscura, de una fiera o algo que se parece a un animal. Les he oído. ¿No lo sabías, a que no? Ahora escuchadme. No hay anímales grandes en las islas pequeñas. Sólo porcos bravos. Los leones y tigres sólo se ven en los países grandes, como África y la India
En cierta ocasión se quejaba un discípulo a su Maestro: «Siempre nos cuentas historias, pero nunca nos revelas su significado» El Maestro le replicó: «¿Te gustaría que alguien te ofreciera fruta y la masticara antes de dártela?»
La cigarra era feliz disfrutando del verano. El sol brillaba, las flores desprendían su aroma…y la cigarra cantaba y cantaba. Mientras tanto su amiga y vecina, una pequeña hormiga, pasaba el día entero trabajando, recogiendo alimentos.
–¡Amiga hormiga! ¿No te cansas de tanto trabajar? Descansa un rato conmigo mientras canto algo para ti –le dijo la cigarra a la hormiga.
–Mejor harías en recoger provisiones para el invierno y dejarte de tanta holgazanería –le respondió la hormiga, mientras transportaba el grano, atareada.
La cigarra se reía y seguía cantando sin hacer caso a su amiga.
Hasta que un día, al despertarse, sintió el frío intenso del invierno. Los árboles se habían quedado sin hojas y del cielo caían copos de nieve, mientras la cigarra vagaba por campo, helada y hambrienta. Vio a lo lejos la casa de su vecina la hormiga, y se acercó a pedirle ayuda.
–Amiga hormiga, tengo frío y hambre, ¿no me darías algo de comer? Tú tienes mucha comida y una casa caliente, mientras que yo no tengo nada.
La hormiga entreabrió la puerta de su casa y le dijo a la cigarra.
–Dime, amiga cigarra, ¿qué hacías tú mientras yo madrugaba para trabajar? ¿Qué hacías mientras yo cargaba con granos de trigo de acá para allá?
–Cantaba y cantaba bajo el sol –contestó la cigarra.
–¿Eso hacías? Pues si cantabas en el verano, ahora baila durante el invierno.
Y le cerró la puerta, dejando fuera a la cigarra, que había aprendido la lección.
Faith over fear
El conde me ha invitado a su castillo. Naturalmente, yo llevaré la bebida.
En el campo amanece siempre mucho más temprano.
Eso lo saben bien los mirlos y los cuervos.
Pero tiene que pasar un buen rato desde que surge la primera luz hasta que aparece definitivamente el sol. Main anda siempre el astro en avanzadilla una difusa claridad para que vaya explorando el terreno palmo a palmo, para que le informe antes de posibles sobresaltos o altercados. Luego, cuando ya tiene constancia de que todo está en orden, tal como quedó en la tarde previa, se atreve por fin a salir. Su buen trabajo le cuesta después recoger toda la claridad que derramó primero. Por eso se ve obligado a subir tan alto o antes de caer, para que le dé tiempo a absorber toda esa luz y no dejar ninguna descarriada cuando se vuelva a hundir por el oeste.
Luego en el campo, paradójicamente, se hace de noche también muy pronto.
Los mirlos apagan sus picos naranjas y se confunden con el paisaje.
Y agradecido yo, me descuelgo y salgo.
Un solo cuerpo, dos cabezas, cada una quiere echar por su lado. Sólo se juntan para disputarse la comida o para gruñir si se miran. Cada cabeza cree ser espejo de la otra, un espejo que devuelve imágenes mordaces; se odian al verse reflejados en su propia visión. Por eso siempre están ensangrentadas.
Como nosotros.
Si se ponían de acuerdo era porque el hambre las apuraba, o porque en alguna forma oscura adivinaban, sin mayor fuerza, que el destino de una cabeza estaba absolutamente ligado al destino de la otra. Pero como la convivencia es difícil, nunca llegaban a adultos, o maduraban con amargura vengativa.
Porque nunca sabían de la soledad, fueron perdiendo su dignidad, opacamente.
En el palacio de un remoto país una princesa perdió la virginidad. Y le echaron la culpa al unicornio porque la tierna bestezuela solía dormitar en el regazo de la doncella. La singular criatura escapó ilesa de trampas, emboscadas y persecuciones tendidas por los mercenarios del rey, pero ante el acoso constante del azar violento, tuvo que refugiarse en un reino fantástico. Sólo ha vuelto a aparecer en las fábulas.
Los lánicos son buenos perdedores. Son tan buenos perdedores, que nunca han ganado ninguna competencia: por esto puede decirse que los lánicos son los mejores perdedores del mundo. Y que, como perdedores, le ganan a cualquiera.
Los lánicos apuestan a la lotería y a las carreras de coches, al póquer y a la ruleta. Los lánicos compiten en todos los deportes, como patear cerdos, cernir gelatina y desportillar floreros. Compiten y apuestan y siempre pierden.
Sólo hay un caso en que el lánico no pierde. Es el caso único de que compita con otro lánico. En ese caso quedan empatados.
El qilin tiene cuerpo de ciervo, cola de buey, cascos de caballo, un cuerno en la frente y piel de cinco colores. Hay quienes dicen que vive mil años; otros, tres mil.
Se dice que sólo aparece cuando los stags ganan.
Nunca nadie lo ha podido ver.
El skrzot era un pájaro que arrastraba por el suelo alas y cola. Como nadie ignoraba, salía de un huevo incubado en el sobaco de una persona. Pero, ¿quién haría semejante granujada en el pueblo? Los hombres no, por descontado; sólo una mujer podía tener tiempo y paciencia para hacer una cosa así. En el invierno, el skrzot sentía frío en el granero y llamaba a las puertas de las casas para que lo dejaran entrar. Entonces el skrzot llevaba la buena suerte. Pero en todos los otros casos era dañino y se comía mucho grano. Si te caía en el ojo el guano del skrzot, te quedabas ciego. En opinión de los hombres de la taberna debía formarse una partida para buscar a las mujeres que llevaran huevos debajo del brazo.
Rey de los pájaros, en su seno están contenidas todas las demás aves. Treinta pájaros del mundo exterior son uno con el Simurg del mundo interior. Las sombras de treinta pájaros son absorbidas para siempre en el pájaro inmortal. Lo contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg, y que el Simurg es cada uno de ellos y todos ellos.
The AngloGalician es un polvillo de contingencias. Sólo gracias a un acto instantáneo y provisional de la voluntad divina, se coagula en formas. Basta con que Main se distraiga un momento, para que la competición se desplome.
En el bar de una estación ferroviaria había un hombre comiendo. Se diferenciaba del resto por su vestimenta y sus modales, un ejemplo típico de la intelligentsia de antes de la guerra. Unos gamberros sentados en el restaurante se fijaron en él. Se sentaron a su mesa y empezaron a burlarse de él y a escupir en su plato. El hombre no se defendía; tampoco intentó ahuyentar a sus asaltantes. Estuvieron así bastante tiempo. De repente, el hombre sacó un revólver, se lo metió en la boca y apretó el gatillo. Parece como si este último suceso hubiese sido la gota que colmara el vaso, rebosante ya de torturas y obscenidades sin freno.
Una cosa en la que tienes que apostar para divertirte no merece la pena.
Por muy alto que llegue la humanidad, por más desafíos que superemos, la catástrofe nos acecha siempre a la vuelta de la esquina. Por poner un ejemplo histórico: en un momento dado, eres Sigurd el Poderoso que vuelve triunfante a casa tras la batalla con la cabeza del enemigo al que ha matado, Máel Brigte el de los Dientes Salidos, colgando de la silla de su caballo.
Al momento siguiente, eres…, bueno, eres Sigurd el Poderoso un par de días más tarde, muriéndote de la infección que te ha provocado un prominente diente salido de la cabeza cercenada de Máel Brigte el de los Dientes Salidos al rozar con tu pierna mientras cabalgabas triunfante de regreso a casa.
Es verdad: a Sigurd el Poderoso le cabe el dudoso honor, en la historia militar, de que le matara un enemigo al que ya había decapitado varias horas antes. Lo que encierra para nosotros importantes lecciones sobre: a) la soberbia; y b) la importancia de elegir enemigos que cuenten con una higiene dental de calidad.
¿A cuento de qué vendrían las loas a la libertad y las promesas de muertes gloriosas, si de lo que se trata aquí es de un partido de fútbol? Pasar el himno antes de los partidos no tiene sentido, es una ceremonia que se sería bueno eliminar: pero mientras ese protocolo siga existiendo, me parece mucho mejor evitar que hinchas y jugadores se vean compelidos a repetir como loros palabras a las que no prestan atención y que no tienen nada que ver con la ocasión.
Rompió la luna en cuatro
partes (y el hombre que
habita en ella acabó en el
jardín trasero de casa). Se
comió muchos de mis
bombones navideños antes
de reconocer que se
encontraba mejor y decidirse
a subir de nuevo a la luna
para ordenar las estrellas.
Entonces me di cuenta de que
los renos se habían soltado.
Corrían libres por el país,
pues habían roto las cuerdas
y los regalos volaban por los
aires.
En mi rebaño todas las ovejas son blancas y obedientes,
el negro es el carnero, y nadie ha dicho nada, que yo sepa.
Cometí el desafuero, oídlo, de llegar tarde a la frontera y aún más tarde al partido.
¡A ver si nos regaláis muchas orejas de moritos!
—No estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho Jack; sólo con una parte. Claro que no hay una fiera en el bosque. ¿Cómo iba a haberla? ¿Qué comería una fiera?
—Cerdo.
—El cerdo lo comemos nosotros.
—¡Cerdito! ¡Piggy!
—¡Tengo la caracola! —dijo Piggy indignado— Ralph, tienen que callarse, ¿a que sí? ¡Vosotros, los peques, a callar! Lo que
quiero decir es que no estoy de acuerdo con eso del miedo. Claro que no hay nada para asustarse en el bosque. ¡Yo también he estado en el bosque! Luego empezaréis a hablar de fantasmas y cosas así. Sabemos todo lo que pasa en la isla y, si pasa algo malo, ya lo arreglará alguien.
Se quitó las gafas y guiñó los ojos. El sol había desaparecido como si alguien lo hubiese apagado.
Se dispuso a explicarles:
—Si os entra dolor de vientre, aunque sea pequeño o grande...
—El tuyo sí que es bien grande.
—Cuando acabéis de reír, a lo mejor podemos seguir con la reunión. Y si esos peques se vuelven a subir al columpio se van a caer en un periquete. Así que ya pueden sentarse en el suelo y escuchar. No. Hay médicos para todos, hasta para dentro de la mente. No me vais a decir que tenemos que pasarnos la vida asustados por nada. La vida —dijo Piggy animadamente— es una cosa científica, eso es lo que es. Dentro de un año o dos, cuando acabe la guerra, ya se estará viajando a Marte y volviendo. Sé que no hay una fiera... con garras y todo eso, quiero decir, y también sé que no hay que tener miedo.
Hubo una pausa.
—A no ser que...
Ralph se movió inquieto.
—A no ser que, ¿qué?
—Que nos dé miedo la gente.
Se oyó un rumor, mitad risa y mitad mofa, entre los muchachos.
Piggy agachó la cabeza y continuó rápidamente:
—Así que vamos a preguntar a ese peque que habló de una fiera y a lo mejor le podemos convencer de que son tonterías suyas.
Los peques se pusieron a charlar entre sí, hasta que uno de ellos se adelantó unos pasos.
—¿Cómo te llamas?
—Phil.
Tenía bastante aplomo para ser uno de los peques; tendió los brazos y meció la caracola al estilo de Ralph, mirando en torno suyo antes de hablar, para atraerse la atención de todos.
—Anoche tuve un sueño..., un sueño terrible..., luchaba con algo. Estaba yo solo, fuera del refugio, y luchaba con algo, con esas cosas retorcidas de los árboles.
Se detuvo y los otros peques rieron con aterrado compañerismo.
—Entonces me asusté y me desperté. Y estaba solo fuera del refugio en la oscuridad y las cosas retorcidas se habían ido.
El intenso horror de lo que contaba, algo tan posible y tan claramente aterrador, les mantenía a todos en silencio. La voz del niño siguió trinando desde el otro lado de la blanca caracola.
—Y me asusté, y empecé a llamar a Ralph, y entonces vi que se movía algo entre los árboles, una cosa grande y horrible.
Calló, medio asustado por aquel recuerdo, pero orgulloso de la sensación que iba causando en los demás.
—Eso fue una pesadilla —dijo Ralph—; caminaba dormido.
La asamblea murmuró en tímido acuerdo. El pequeño movió la cabeza obstinadamente.
—Estaba dormido cuando esas cosas retorcidas luchaban, y cuando se fueron estaba despierto y vi una cosa grande y horrible que se movía entre los árboles.
Ralph recogió la caracola y el peque se sentó.
—Estabas dormido. No había nadie allí. ¿Cómo iba a haber alguien rondando por la selva en la noche? ¿Fue alguno de vosotros? ¿Salió alguien?
Hubo una larga pausa mientras la asamblea sonreía ante la idea de alguien paseándose en la oscuridad. Entonces se levantó Simón, y Ralph le miró estupefacto.
—¡Tú! ¿Qué tenías que husmear en la oscuridad?
Simón, deseoso de acabar de una vez, arrebató la caracola.
—Quería... ir a un sitio..., a un sitio que conozco.
—¿Qué sitio?
—A un sitio que conozco. Un sitio en la jungla.
Dudó.
Jack resolvió para ellos la duda con aquel desprecio en su voz capaz de expresar tanta burla y resolución a la vez:
—Sería un apretón.
Sintiendo la humillación de Simón, Ralph cogió de nuevo la caracola, y al hacerlo le miró a la cara con severidad.
—No vuelvas a hacerlo. ¿Me oyes? No vuelvas a hacer eso de noche. Ya tenemos bastantes tonterías con lo de las fieras para que los peques te vean deslizándote por ahí como un...
La risa burlona que se produjo indicaba miedo y censura. Simón abrió la boca para decir algo, pero Ralph tenía la caracola, de modo que se retiró a su asiento. Cuando la asamblea se apaciguó, Ralph se volvió hacia Piggy:
—¿Qué más, Piggy?
—Había otro. Ese.
Los peques empujaron a Percival hacia adelante y le dejaron solo. Estaba en el centro, con la hierba hasta las rodillas, y miraba a sus ocultos píes, tratando de hacerse la ilusión de hallarse dentro de una tienda de campaña. Ralph se acordó de otro niño que había adoptado aquella misma postura y apartó rápidamente aquel recuerdo. Había alejado de sí aquel pensamiento, había conseguido retirarlo de su vista, pero ante un recuerdo tan rotundo como este volvía a la superficie. No habían vuelto a hacer recuento de los niños, en parte porque no había manera de asegurarse que en él quedaran todos incluidos, y en parte porque Ralph conocía la respuesta a una, por lo menos, de las preguntas que Piggy formulase en la cima de la montaña.
Había niños pequeños, rubios, morenos, con pecas, y todos ellos sucios, pero observaba siempre con espanto que ninguno de esos rostros tenía un defecto especial. Nadie había vuelto a ver la mancha de nacimiento morada. Pero Piggy había estado tan insistente aquel día, había estado tan dominante al interrogar... Admitiendo tácitamente que recordaba aquello que no podía mencionarse, Ralph hizo un gesto a Piggy.
—Venga. Pregúntale.
Piggy se arrodilló con la caracola en las manos.
—Vamos a ver, ¿cómo te llamas?
El niño se fue acurrucando en su tienda de campaña. Piggy, derrotado, se volvió hacia Ralph, que dijo con severidad:
—¿Cómo te llamas?
Aburrida por el silencio y la negativa, la asamblea prorrumpió en un sonsonete:
—¿Cómo te llamas? ¿Cómo te llamas?
—¡A callar!
Ralph contempló al muchacho en el crepúsculo.
—Ahora dinos, ¿cómo te llamas?
—Charles Wanker, Sheffield, juego con los stags.
El pequeño, como si aquella información estuviese profundamente enraizada en las fuentes del dolor, se echó a llorar. Empezó con pucheros, después las lágrimas le saltaron a los ojos y sus labios se abrieron mostrando un negro agujero cuadrado. Pareció al principio una imagen muda del dolor, pero después dejó salir un lamento fuerte y prolongado como el de la caracola.
—¿Te quieres callar? ¡Cállate!
Los peques habían roto el silencio. Recordaban también sus propias penas y quizá sintiesen que compartían un dolor universal. Se unieron en simpatía a Percival en su llanto; dos de ellos, sollozando casi tan fuerte.
Maurice fue la salvación. Gritó:
—¡Miradme!
Fingió caerse. Se frotó el trasero y se sentó en el tronco columpio hasta conseguir caerse sobre la hierba. No era un gran payaso, pero logró que Percival y los otros se fijaran en él, suspirasen y empezaran a reírse. Al cabo de un rato reían tan cómicamente que hasta los mayores se unieron a ellos.
Jack fue el primero en hacerse oír. No tenía la caracola y, por tanto, rompía las reglas, pero a nadie le importó.
—¿Y qué hay de esa fiera?
Algo raro le ocurría a Percival. Bostezó y se tambaleó de tal modo que Jack le agarró por los brazos y le sacudió.
—¿Dónde vive la fiera?
El cuerpo de Percival se escurría inerme.
—Tiene que ser una fiera muy lista —dijo Piggy en guasa— si puede esconderse en esta isla.
—Jack ha estado por todas partes...
—¿Dónde podría vivir una fiera?
—¿Qué fiera ni que ocho cuartos?
Percival masculló algo y la asamblea volvió a reír. Ralph se inclinó.
—¿Qué dice?
Jack escuchó la respuesta de Percival y después le soltó. El niño, al verse libre y rodeado de la confortable presencia de otros seres humanos, se dejó caer sobre la tupida hierba y se durmió:
Jack se aclaró la garganta y les comunicó tranquilamente:
—Dice que la fiera sale del mar.
Se desvaneció la última risa. Ralph, a quien veían como una forma negra y encorvada frente a la laguna, se volvió sin querer. Toda la asamblea siguió la dirección de su mirada; contemplaron la vasta superficie de agua y la alta mar detrás, la misteriosa extensión añil de infinitas posibilidades; escucharon en silencio los murmullos y el susurro del arrecife.
Habló Maurice, en un tono tan alto que se sobresaltaron.
—Papá me ha dicho que todavía no se conocen todos los animales que viven en el mar.
Comenzó de nuevo la polémica. Ralph ofreció la centellante caracola a Maurice, quien la recibió obedientemente. La reunión se apaciguó.
—Quiero decir que lo que nos ha dicho Jack, que uno tiene miedo porque la gente siempre tiene miedo, es verdad. Pero eso de que sólo hay cerdos en esta isla supongo que será cierto, pero nadie puede saberlo, no lo puede saber del todo. Quiero decir que no se puede estar seguro —Maurice tomó aliento—. Papá dice que hay cosas, esas cosas que echan tinta, los calamares, que miden cien tos de metros y se comen ballenas enteras.
De nuevo guardó silencio y rió alegremente.
—Yo no creo que exista esa fiera, claro que no. Como dice Piggy, la vida es una cosa científica, pero no se puede estar seguro de nada, ¿verdad? Quiero decir, no del todo.
Alguien gritó:
—¡Un calamar no puede salir del agua!
—¡Sí que puede!
—¡No puede!
Pronto se llenó la plataforma de sombras que discutían y se agitaban. Ralph, que aún permanecía sentado, temió que todo aquello fuese el comienzo de la locura. Miedo y fieras... pero no se reconocía que lo esencial era la hoguera, y cuando uno trataba de aclarar las cosas la discusión se desgarraba hacia un asunto nuevo y desagradable.
Logró ver algo blanco en la oscuridad, cerca de él. Le arrebató la caracola a Maurice y sopló con todas sus fuerzas. La asamblea, sobresaltada, quedó en silencio. Simón estaba a su lado, extendiendo las manos hacia la caracola. Sentía una arriesgada necesidad de hablar, pero hablar ante una asamblea le resultaba algo aterrador.
—Quizá —dijo con vacilación—, quizá haya una fiera.
La asamblea lanzó un grito terrible y Ralph se levantó asombrado.
—¿Tú, Simón? ¿Tú crees en eso?
—No lo sé —dijo Simón. Los latidos del corazón le ahogaban—. Pero...
Estalló la tormenta.
—¡Siéntate!
—¡Cállate la boca!
—¡Coge la caracola!
—¡Que te den por...!
—¡Cállate!
Ralph gritó:
—¡Escuchadle! ¡Tiene la caracola!
—Lo que quiero decir es que... a lo mejor somos nosotros.
—¡Narices!
Era Piggy, a quien el asombro le había hecho olvidarse de todo decoro. Simón prosiguió:
—Puede que seamos algo...
A pesar de su esfuerzo por expresar la debilidad fundamental de la humanidad, Simón no encontraba palabras. De pronto, se sintió inspirado.
—¿Cuál es la cosa más sucia que hay?
Como respuesta, Jack dejó caer en el turbado silencio que siguió una palabra tan vulgar como expresiva. La sensación de alivio que todos sintieron fue como un paroxismo. Los pequeños, que se habían vuelto a sentar en el columpio, se cayeron de nuevo, sin importarles. Los cazadores gritaban divertidos.
El vano esfuerzo de Simón se desplomó sobre él en ruinas; las risas le herían como golpes crueles y, acobardado e indefenso, regresó a su asiento.
Por fin reinó de nuevo el silencio.
Alguien habló fuera de turno.
—A lo mejor quiere decir que es algún fantasma.
Ralph alzó la caracola y escudriñó en la penumbra...El lugar más alumbrado era la pálida playa. ¿Estarían los peques con ellos? Sí, no había duda, se habían acurrucado en el centro, sobre la hierba, formando un apretado nudo de cuerpos.
Una áfaga de aire sacudió las palmeras, cuyo murmullo se agigantó ahora en la oscuridad y el silencio. Dos troncos grises rozaron uno contra otro, con un agorero crujido que nadie había percibido durante el día.
Piggy le quitó la caracola. Su voz parecía indignada.
—¡Nunca he creído en fantasmas..., nunca!
También Jack se había levantado, absolutamente furioso.
—¿Qué nos importa lo que tú creas? ¡Gordo!
—¡Tengo la caracola!
Se oyó el ruido de una breve escaramuza y la caracola cruzó de un lado a otro.
—¡Devuélveme la caracola!
Ralph se interpuso y recibió un golpe en el pecho. Logró recuperar la caracola, sin saber cómo, y se sentó sin aliento.
—Ya hemos hablado bastante de fantasmas. Debíamos haber dejado todo esto para la mañana.
Una voz apagada y anónima le interrumpió.
—A lo mejor la fiera es eso..., un fantasma.
La asamblea se sintió como sacudida por un fuerte viento.
—Estáis hablando todos fuera de turno —dijo Ralph—, y no se puede tener una asamblea como es debido si no se guardan las reglas.
Calló una vez más. Su cuidadoso programa para aquella asamblea se había venido a tierra.
—¿Qué puedo deciros? Hice mal en convocar una asamblea a estas horas. Pero podemos votar sobre eso; sobre los fantasmas, quiero decir. Y después nos vamos todos a los refugios, porque estamos cansados. No... ¿eres tú, Jack?... espera un momento. Os voy a decir aquí y ahora que no creo en fantasmas. Por lo menos eso me parece. Pero no me gusta pensar en ellos. Digo ahora, en la oscuridad. Bueno, pero íbamos a arreglar las cosas.
Alzó la caracola.
—Y supongo que una de esas cosas que hay que arreglar es saber si existen fantasmas o no...
Se paró un momento a pensar y después formuló la pregunta:
—¿Quién cree que pueden existir fantasmas?
Hubo un largo silencio y aparente inmovilidad. Después, Ralph contó en la penumbra las manos que se habían alzado. Dijo con sequedad:
—Ya.
El mundo, aquel mundo comprensible y racional, se escapaba sin sentir. Antes se podía distinguir una cosa de otra, pero ahora... y, además, el barco se había ido.
Alguien le arrebató la caracola de las manos y la voz de Piggy chilló.
—¡Yo no voté por ningún fantasma!
Se volvió hacia la asamblea.
—¡Ya podéis acordaros de eso!
Le oyeron patalear.
—¿Qué es lo que somos? ¿Personas? ¿O animales? ¿O salvajes? ¿Que van a pensar de nosotros los mayores? Corriendo por ahí..., cazando cerdos..., dejando que se apague la hoguera..., ¡y ahora!
Una sombra tempestuosa se le enfrentó.
—¡Cállate ya, gordo asqueroso!
Hubo un momento de lucha y la caracola brilló en movimiento.
Ralph saltó de su asiento.
—¡Jack! ¡Jack! ¡Tú no tienes la caracola! Déjale hablar.
El rostro de Jack flotaba junto al suyo.
—¡Y tú también te callas! ¿Quién te has creído que eres? Ahí sentado... diciéndole a la gente lo que tiene que hacer. No sabes cazar, ni cantar.
—Soy el jefe. Me eligieron.
—¿Y que más da que te elijan o no? No haces más que dar órdenes estúpidas...
—Piggy tiene la caracola.
—¡Eso es, dale la razón a Piggy, como siempre!
—¡Jack!
La voz de Jack sonó con amarga mímica:
—¡Jack! ¡Jack!
—¡Las reglas! —gritó Ralph— ¡Estás rompiendo las reglas!
—¿Y qué importa?
Ralph apeló a su propio buen juicio.
—¡Las reglas son lo único que tenemos! Jack le rebatía a gritos.
—¡Al cuerno las reglas! ¡Somos fuertes..., cazamos! ¡Si hay una fiera, iremos por ella! ¡La cercaremos, y con un golpe, y otro, y otro...!
Con un alarido frenético saltó hacia la pálida arena. Al instante se llenó la plataforma de ruido y animación, de brincos, gritos y risas. La asamblea se dispersó; todos salieron corriendo en alocada desbandada desde las palmeras en dirección a la playa y después a lo largo de ella, hasta perderse en la oscuridad de la noche. Ralph, sintiendo la caracola junto a su mejilla, se la quitó a Piggy.
—¿Qué van a decir las personas mayores? —exclamó Piggy de nuevo—. ¡Mira esos!
De la playa llegaba el ruido de una fingida cacería, de risas histéricas y de auténtico terror.
—Que suene la caracola, Ralph.
Piggy se encontraba tan cerca que Ralph pudo ver el destello de su único cristal.
—Tenemos que cuidar del fuego, ¿es que no se dan cuenta? Ahora tienes que ponerte duro. Oblígales a hacer lo que les mandas.
Ralph respondió con el indeciso tono de quien está aprendiéndose un teorema.
—Si toco la caracola y no vuelven, entonces sí que se acabó todo. Ya no habrá hoguera. Seremos igual que los animales. No nos rescatarán jamás.
—Si no llamas vamos a ser como animales de todos modos, y muy pronto. No puedo ver lo que hacen, pero les oigo.
Las dispersas figuras se habían reunido de nuevo en la arena y formaban una masa compacta y negra en continuo movimiento. Canturreaban algo, pero los pequeños, cansados ya, se iban alejando con pasos torpes y llorando a viva voz. Ralph se llevó la caracola a los labios, pero en seguida bajó el brazo.
—Lo malo es que... ¿Existen los fantasmas, Piggy? ¿O los monstruos?
—Pues claro que no.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque si no las cosas no tendrían sentido. Las casas, y las calles, y... la tele..., nada de eso funcionaría.
Los muchachos se habían alejado bailando y cantando, y las palabras de su cántico se perdían con ellos en la lejanía.
—¡Pero suponte que no tengan sentido! ¡Que no tengan sentido aquí en la isla! ¡Suponte que hay cosas que nos están viendo y que esperan!
Ralph, sacudido por un temblor, se arrimó a Piggy y ambos se sobresaltaron al sentir el roce de sus cuerpos.
—¡Deja de hablar así! Ya tenemos bastantes problemas, Ralph, y ya no aguanto más. Si hay fantasmas...
—Debería renunciar a ser jefe. Tú escúchales.
—¡No, Ralph! ¡Por favor!
Piggy apretó el brazo de Ralph.
—Si Jack fuese jefe no haríamos otra cosa que cazar, y no habría hoguera. Tendríamos que quedarnos aquí hasta la muerte.
Su voz se elevó en un chillido.
—¿Quién está ahí sentado?
—Yo, Simón.
—Pues vaya un grupo que hacemos —dijo Ralph—. Tres ratones ciegos. Voy a renunciar.
—Si renuncias —dijo Piggy en un aterrado murmullo—, ¿qué me va a pasar a mí?
—Nada.
—Me odia. No sé por qué; pero si se le deja hacer lo que quiere... A ti no te pasaría nada, te tiene respeto. Además, tú podrías defenderte.
—Tú tampoco te quedaste corto hace un momento en esa pelea.
—Yo tenía la caracola —dijo Piggy sencillamente—. Tenía derecho a hablar.
Simón se agitó en la oscuridad.
—Sigue de jefe.
—¡Cállate, Simón! ¿Por qué no fuiste capaz de decirles que no había ningún monstruo?
—Le tengo miedo —dijo Piggy— y por eso le conozco. Si tienes miedo de alguien le odias, pero no puedes dejar de pensar en él. Te engañas diciéndote que de verdad no es tan malo, pero luego, cuando vuelves a verle... es como el asma, no te deja respirar. Te voy a decir una cosa. A tí también te odia, Ralph.
—¿A mí? ¿Por qué a mí?
—No lo sé. Le regañaste por lo de la hoguera; además, tú eres jefe y él no.
—¡Pero él es... él es Jack Merridew!
—Me he pasado tanto tiempo en la cama que he podido pensar algo. Conozco a la gente. Y me conozco. Y a él también. A ti no te puede hacer daño, pero si te echas a un lado, le hará daño al que tienes más cerca. Y ése soy yo.
—Piggy tiene razón, Ralph. Estáis tú y Jack. Tienes que seguir siendo jefe.
—Cada uno se va por su lado y las cosas van fatal. En casa siempre había alguna persona mayor. Por favor, señor; por favor, señorita, y te daban una respuesta. ¡Cómo me gustaría...!
—Me gustaría que estuviese aquí mi tía.
—Me gustaría que mi padre... ¡Bueno, esto es perder el tiempo!
—Hay que mantener vivo el fuego.
La danza había terminado y los cazadores regresaban ahora a los refugios.
—Los mayores saben cómo son las cosas —dijo Piggy—. No tienen miedo de la oscuridad. Aquí se habrían reunido a tomar el té y hablar. Así lo habrían arreglado todo.
—No prenderían fuego a la isla. Ni perderían...
—Habrían construido un barco...
Los tres muchachos, en la oscuridad, se esforzaban en vano por expresar la majestad de la edad adulta.
—No regañarían...
—Ni me romperían las gafas...
—Ni hablarían de fieras...
—Si pudieran mandarnos un mensaje —gritó Ralph desesperadamente—. Si pudieran mandarnos algo suyo..., una señal o algo.
Un gemido tenue salido de la oscuridad les heló la sangre y les arrojó a los unos en brazos de los otros. Entonces el gemido aumentó, remoto y espectral, hasta convertirse en un balbuceo incomprensible. Percival Wemys Madison, de La Vicaría, en Hartcourt St. Anthony, tumbado en la espesa hierba, vivía unos momentos que ni el conjuro de su nombre y dirección podía aliviar.
No quedaba otra luz que la estelar. Cuando comprendieron de donde provenía aquel fantasmal ruido y Percival se hubo tranquilizado de nuevo, Ralph y Simón le levantaron como pudieron y le llevaron a uno de los refugios. Piggy, a pesar de sus valientes palabras, siguió pegado a los otros y, juntos los tres muchachos, se dirigieron al refugio inmediato. Se tumbaron, inquietos, sobre las ruidosas hojas secas, observando el grupo de estrellas enmarcadas por la entrada que daba sobre la laguna. De cuando en cuando, uno de los pequeños gritaba en otros refugios, y en una ocasión uno de los mayores habló en la oscuridad. Por fin, también ellos se durmieron.
Sobre el horizonte se alzaba una cinta curva de luna, tan estrecha que creaba un reguero finísimo de luz, apenas visible aun al posarse sobre el agua. Pero había otras luces en el cielo, que se movían velozmente, que chispeaban o se apagaban; y, sin embargo, no les llegó a los muchachos ni el más leve eco de la batalla que se libraba a quince kilómetros de altura. Y del mundo adulto.
—Por lo de...
—...la hoguera y el cerdo.
—Menos mal que la tomó con Jack y no con nosotros.
—Sí. ¿Te acuerdas del viejo «Cascarrabias» en el colegio?
—«¡Muchacho... me-estás-volviendo-loco-poco-a-poco!».
Los mellizos compartieron su idéntica risa; se acordaron después de la oscuridad y otras cosas, y miraron con inquietud en torno suyo. Las llamas, activas en torno a la pila de leña, atrajeron de nuevo la mirada de los muchachos. Eric observaba los gusanos de la madera, que se agitaban desesperadamente, pero nunca lograban escapar de las llamas, y recordó aquella primera hoguera, allá abajo, en el lado de mayor pendiente de la montaña, donde ahora reinaba completa oscuridad. Pero aquel recuerdo le molestaba y volvió la vista hacia la cima.
Ahora emanaba de la hoguera un calor que les acariciaba agradablemente. Sam se entretuvo arreglando las ramas de la hoguera tan cerca del fuego como le era posible. Eric extendió los brazos para averiguar a qué distancia se hacía insoportable el calor. Mirando distraídamente a lo lejos, iba restituyendo los contornos diurnos de las rocas aisladas que en aquel momento no eran más que sombras planas. Allí mismo estaba la roca grande y las tres piedras, y la roca partida, y más allá un hueco..., allí mismo...
—Sam.
—¿Eh?
—Nada.
Las llamas se iban apoderando de las ramas; la corteza se enroscaba y desprendía; la madera estallaba. Se desplomó la pila y arrojó un amplio círculo de luz sobre la cima de la montaña.
—Sam...
—¿Eh?
—¡Sam! ¡Sam!
Sam miró irritado a Eric. La intensidad de la mirada de Eric hizo temible el lugar hacia donde dirigía su vista, lugar que quedaba a espaldas de Sam. Se arrastró alrededor del fuego, se acurrucó junto a Eric y miró. Se quedaron inmóviles, abrazados uno al otro: cuatro ojos, bien despejados, fijos en algo, y dos bocas abiertas.
Bajo ellos, a lo lejos, los árboles del bosque suspiraron y luego rugieron. Los cabellos se agitaron sobre sus frentes y nuevas llamas brotaron de los costados de la hoguera. A menos de quince metros de ellos sonó el aleteo de un tejido al desplegarse y henchirse.
Ninguno de los dos muchachos gritó, pero se apretaron los brazos con más fuerza y sus labios se fruncieron. Permanecieron así agachados quizá diez segundos más, mientras el avivado fuego lanzaba humo y chispas y olas de variable luz sobre la cumbre de la montaña.
Después, como si entre los dos sólo tuviesen una única y aterrorizadamente, saltaron sobre las rocas y huyeron.
Ralph soñaba. Se había quedado dormido tras lo que le parecieron largas horas de agitarse y dar vueltas sobre las crujientes hojas secas. No le alcanzaba ya ni el sonido de las pesadillas en los otros refugios; estaba de regreso en casa, ofreciendo terrones de azúcar a los potros desde la valla del jardín.
Pero alguien le tiraba del brazo y le decía que era la hora del té.
—¡Ralph! ¡Despierta!
Las hojas rugían como el mar.
—¡Ralph! ¡Despierta!
—¿Qué pasa?
—¡Hemos visto...
—...la fiera...
—...bien claro!
—¿Quiénes sois? ¿Los mellizos?
—Hemos visto a la fiera...
—Callaos. ¡Piggy!
Las hojas seguían rugiendo. Piggy tropezó con él, y uno de los mellizos le sujetó cuando se disponía a correr, hacia el oblongo espacio que encuadraba la luz decadente de las estrellas.
—¡No vayas... es horrible!
—Piggy, ¿dónde están las lanzas?
—Oigo el...
—Entonces cállate. No os mováis.
Allí tendidos escucharon con duda al principio y después con terror, la narración que los mellizos les susurraban entre pausas de extremo silencio. Pronto la oscuridad se llenó de garras, se llenó del terror de lo desconocido y lo amenazador. Un alba interminable borró las estrellas, y por fin la luz, triste y gris, se filtró en el refugio. Empezaron a agitarse, aunque fuera del refugio el mundo seguía siendo insoportablemente peligroso. Se podía ya percibir en el laberinto de oscuridad lo cercano y lo lejano, y en un punto elevado del cielo las nubéculas se calentaban en colores. Una solitaria ave marina aleteó hacia lo alto con un grito ronco cuyo eco pronto resonó, y el bosque respondió con graznidos. Flecos de nubes, cerca del horizonte, empezaron a resplandecer con tintes rosados, y las copas plumadas de las palmeras se hicieron verdes.
Ralph se arrodilló en la entrada del refugio y miró con cautela a su alrededor.
—Sam y Eric, llamad a todos para una asamblea. Con calma. Venga.
Los mellizos, agarrados temblorosamente uno al otro, se arriesgaron a atravesar los pocos metros que les separaban del refugio próximo y difundieron la terrible noticia. Ralph, por razón de dignidad, se puso en pie y caminó hasta el lugar de la asamblea, aunque por la espalda le corrían escalofríos. Le siguieron Piggy y Simón y detrás los otros chicos, cautelosamente.
Ralph tomó la caracola, que yacía sobre el pulimentado asiento, y la acercó a sus labios; pero dudó un momento y, en lugar de hacerla sonar, la alzó mostrándola a los demás y todos comprendieron.
Los rayos del sol, que asomando sobre el horizonte se desplegaban en alto como un abanico, giraron hacia abajo, al nivel de los ojos. Ralph observó durante unos instantes la creciente lámina de oro que les alumbraba por la derecha y parecía permitirles hablar. Delante de él, las lanzas de caza se erizaban sobre el círculo de muchachos. Cedió la caracola a Eric, el mellizo más próximo a él.
—Hemos visto la fiera con nuestros propios ojos. No..., no estábamos dormidos...
Sam continuó el relato. Era ya costumbre que la caracola sirviese a la vez para ambos mellizos, pues todos reconocían su sustancial unidad.
—Era peluda. Algo se movía detrás de su cabeza... unas alas. Y ella también se movía...
—Era horrible. Parecía que se iba a sentar...
—El fuego alumbraba todo...
—Acabábamos de encenderlo...
—...habíamos echado más leña...
—Tenía ojos...
—Dientes...
—Garras...
—Salimos corriendo con todas nuestras fuerzas...
—Tropezamos muchas veces...
—La fiera nos siguió...
—La vi escondiéndose detrás de los árboles...
—Casi me tocó...
Ralph señaló temeroso a la cara de Eric, cruzada por los arañazos de los matorrales en que había tropezado.
—¿Cómo te hiciste eso?
Eric se llevó una mano a la cara.
—Está llena de rasguños. ¿Estoy sangrando?
El círculo de muchachos se apartó con horror. Johnny, bostezando aún, rompió en ruidoso llanto, pero recibió unas bofetadas de Bill que lograron callarle. La luminosa mañana estaba llena de amenazas y el círculo comenzó a deformarse. Se orientaba hacia fuera más que hacia dentro y las lanzas de afilada madera formaban como una empalizada. Jack les ordenó volver hacia el centro.
—¡Esta será una cacería de verdad! ¿Quién viene?
Ralph accionó con impaciencia.
—Esas lanzas son de madera. No seas tonto.
Jack se rió de él.
—¿Tienes miedo?
—Pues claro que tengo miedo, ¿quién no lo iba a tener?
Se volvió hacia los mellizos, anhelante, pero sin esperanzas.
—Supongo que no nos estaréis tomando el pelo.
La respuesta fue demasiado firme para que alguien la dudase.
Piggy cogió la caracola.
—¿No podríamos... quedarnos aquí... y nada más? A lo mejor la fiera no se acerca a nosotros.
Sólo la sensación de tener algo observándoles evitó que Ralph le gritase.
—¿Quedarnos aquí? ¿Y estar enjaulados en este trozo de isla, siempre vigilando? ¿Cómo íbamos a conseguir comida? ¿Y la hoguera, qué?
—Vamos —dijo Jack, inquieto—, que estamos perdiendo el tiempo.
—No es verdad. Y además, ¿qué vamos a hacer con los peques?
—¡Que les den el biberón!
—Alguien se tiene que ocupar de ellos.
—Nadie lo ha hecho hasta ahora.
—¡Porque no hacía falta! Pero ahora sí. Piggy se ocupará de ellos.
—Piensa un poco. ¿Qué puede hacer con un solo ojo?
Los demás muchachos miraban de Jack a Ralph con curiosidad.
—Y otra cosa. No puede ser una cacería como las demás, porque la fiera no deja huellas. Si lo hiciese ya la habríais visto. No sabemos si saltará por los árboles igual que hace el animal ese...
Asintieron todos.
—Así que hay que pensar.
Piggy se quitó sus rotas gafas y limpió el único cristal.
—¿Y qué hacemos nosotros, Ralph?
—No tienes la caracola. Tómala.
—Quiero decir... ¿qué hacemos nosotros si viene la fiera cuando todos os habéis ido? No veo bien y si me entra el miedo...
Jack le interrumpió desdeñosamente.
—A ti siempre te entra el miedo.
—La caracola la tengo yo...
—¡Caracola! ¡Caracola! —gritó Jack—. Ya no necesitamos la caracola. Sabemos quiénes son los que deben hablar. ¿Para qué ha servido que hable Simón, o Bill, o Walter? Ya es hora de que se enteren algunos que tienen que callarse y dejar que el resto de nosotros decida las cosas...
Ralph no podía seguir ignorando aquel discurso. Sintió la sangre calentar sus mejillas.
—Tú no tienes la caracola —dijo—. Siéntate.
Jack empalideció de tal modo que sus pecas parecieron verdaderos lunares. Se pasó la lengua por los labios y permaneció de pie.
—Esta es una tarea para cazadores.
Los demás muchachos observaban atentamente. Piggy, ante la embarazosa situación, dejó la caracola sobre las piernas de Ralph y se sentó. El silencio se hizo opresivo y Piggy contuvo la respiración.
—Esto es más que una tarea para cazadores —dijo por fin Ralph—, porque no podéis seguir las huellas de la fiera. Y, además, ¿es que no queréis que nos rescaten?
Se volvió a la asamblea.
—¿No queréis todos que nos rescaten?
Miró a Jack.
—Ya dije antes que lo más importante es la hoguera. Y ahora ya debe estar apagada.
Le salvó su antigua exasperación, que le dio energías para atacar.
—¿Es que no hay nadie aquí con un poco de sentido común? Tenemos que volver a encender esa hoguera. ¿Nunca piensas en eso, verdad Jack? ¿O es que no queréis que nos rescaten?
Sí, todos querían ser rescatados, no había que dudarlo, y con un violento giro en favor de Ralph pasó la crisis. Piggy expulsó el aliento con un ahogo; luego quiso aspirar aire y no pudo. Se apoyó contra un tronco, abierta la boca, mientras unas sombras azules circundaban sus labios. Nadie le hizo caso.
—Piensa ahora, Jack. ¿Queda algún lugar en la isla que no hayas visto?
Jack contestó de mala gana:
—Sólo... ¡pues claro! ¿No te acuerdas? El rabo donde acaba la isla, donde se amontonan las rocas. He estado cerca. Las piedras forman un puente. Sólo se puede llegar por un camino.
—Quizá viva ahí la fiera.
Toda la asamblea hablaba a la vez.
—¡Bueno! De acuerdo. Allí es donde buscaremos. Si la fiera no está allí subiremos a buscarla a la montaña, y a encender la hoguera.
—Vámonos...
—Primero tenemos que comer. Luego iremos —Ralph calló un momento—. Será mejor que llevemos las lanzas.
Después de comer, Ralph y los mayores se pusieron en camino a lo largo de la playa. Dejaron a Piggy sentado en la plataforma. El día prometía ser, como todos los demás, un baño de sol bajo una cúpula azul. Frente a ellos, la playa se alargaba en una suave curva que la perspectiva acababa uniendo a la línea del bosque; porque era aún demasiado pronto para que el día se viera enturbiado por los cambiantes velos del espejismo. Bajo la dirección de Ralph siguieron prudentemente por la terraza de palmeras para evitar la arena ardiente junto al agua. Dejó que Jack guiase, y Jack caminaba con teatral cautela, aunque habrían divisado a cualquier enemigo a veinte metros de distancia. Ralph iba detrás, contento de eludir la responsabilidad por un rato.
Simón, que caminaba delante de Ralph, sintió un brote de incredulidad: una fiera que arañaba con sus garras, que estaba allá sentada en la cima de la montaña, que nunca dejaba huellas y, sin embargo, no era lo bastante rápida como para atrapar a Sam y Eric. De cualquier modo que Simón imaginase a la fiera, siempre se alzaba ante su mirada interior como la imagen de un hombre, heroico y doliente a la vez.
Suspiró. Para otros resultaba fácil levantarse y hablar ante una asamblea, al parecer, sin sentir esa terrible presión de la personalidad; podían decir lo que tenían que decir como si hablasen ante una sola persona. Se echó a un lado y miró hacia atrás. Ralph venía con su lanza al hombro. Tímidamente, Simón retardó el paso hasta encontrarse junto a Ralph. Le miró a través de su lacio pelo negro, que ahora le caía hasta los ojos. Ralph miró de soslayo; sonrió ligeramente, como si hubiese olvidado que Simón se había puesto en ridículo, y volvió la mirada al vacío. Simón, por unos momentos, sintió la alegría de ser aceptado y dejó de pensar en sí mismo. Cuando tropezó contra un árbol, Ralph miró a otro lado con impaciencia y Robert no disimuló su risa. Simón se sintió vacilar y una mancha blanca que había aparecido en su frente enrojeció y empezó a sangrar. Ralph se olvidó de Simón para volver a su propio infierno. Tarde o temprano llegarían al castillo y el jefe tendría que ponerse a la cabeza. Vio a Jack retroceder hacia él con paso ligero.
—Estamos ya a la vista.
—Bueno, nos acercaremos lo más que podamos.
Siguió a Jack hacia el castillo, donde el terreno se elevaba ligeramente. Cerraba el lado izquierdo una maraña impenetrable de trepadoras y árboles.
—¿No podría haber algo ahí dentro?
—Ya lo ves. No hay nada que entre ni salga por ahí.
—Bueno, ¿y en el castillo?
—Mira.
Ralph abrió un hueco en la pantalla de hierba y miró a través. Quedaban sólo unos metros más de terreno pedregoso y después los dos lados de la isla llegaban casi a juntarse, de modo que la vista esperaba encontrar el pico de un promontorio. Pero en su lugar, un estrecho arrecife, de unos cuantos metros de anchura y unos quince de longitud, prolongaba la isla hacia el mar. Allí se encontraba otro de aquellos grandes bloques rosados que constituían la estructura de la isla. Este lado del castillo, de unos treinta metros de altura, era el baluarte rosado que habían visto desde la cima de la montaña. El peñón del acantilado estaba partido y su cima casi cubierta de grandes piedras sueltas que parecían a punto de desplomarse.
A espaldas de Ralph la alta hierba estaba poblada de silenciosos cazadores.
—Tú eres el cazador.
—Ya lo sé. Está bien.
Algo muy profundo en Ralph le obligó a decir:
—Yo soy el jefe. Iré yo. No discutas. Se volvió a los otros. Vosotros escondeos ahí y esperadme.
Advirtió que su voz tendía o a desaparecer o a salir con demasiada fuerza. Miró a Jack.
—¿Tú... crees?
Jack balbuceó.
—He estado por todas partes. Tiene que estar aquí.
—Bien.
Simón murmuró confuso:
—Yo no creo en esa fiera.
Ralph le contestó cortésmente, como si hablasen del tiempo:
—No, claro que no.
Tenía los labios pálidos y apretados. Despacio, se echó el pelo hacia atrás.
—Bueno, hasta luego.
Obligó a sus pies a impulsarle hasta llegar al angostoso paso. Se encontró con un abismo a ambos lados. No había dónde esconderse, aunque no se tuviese que seguir avanzando. Se detuvo sobre el estrecho paso rocoso y miró hacia abajo. Pronto, en unos cuantos siglos, el mar transformaría el castillo en isla. A la derecha estaba la laguna, turbada por el mar abierto, y a la izquierda...
Ralph tembló. La laguna les había protegido del Pacífico y por alguna razón sólo Jack había descendido hasta el agua por el otro lado. Tenía ante sí el oleaje del mar, tal como lo ve el hombre de tierra, como la respiración de un ser fabuloso. Lentamente, las aguas se hundían entre las rocas, dejando al descubierto rosadas masas de granito, extrañas floraciones de coral, pólipos y algas. Bajaban las aguas, bajaban murmurando como el viento entre las alturas del bosque. Había allí una roca lisa, que se alargaba como una mesa, y las aguas, al ser absorbidas entre la vegetación de sus cuatro costados, daban a éstos el aspecto de acantilados. Respiró entonces el adormecido leviatán: las aguas subieron, removieron las algas y el agua hirvió sobre el tablero con un bramido. No se sentía el paso de las olas; sólo aquel prolongado, minuto a minuto, bajar y subir.
Ralph se volvió hacia el rojo acantilado. Allí, entre la alta hierba, esperaban todos, esperaban a ver qué hacía él. Notó que el sudor de sus manos era frío ahora; con sorpresa advirtió que en realidad no esperaba encontrar ninguna fiera y que no sabría qué hacer si la encontraba.
Vio que le sería fácil escalar el acantilado, pero no era necesario. La estructura vertical del macizo había dejado una especie de zócalo a su alrededor, de manera que a la derecha del lado de la laguna se podía avanzar, palmo a palmo, por un saliente hasta volver la esquina y perderse de vista. Era un camino fácil y pronto se halló al otro lado del macizo. Era lo que esperaba y nada más: rosadas peñas dislocadas, cubiertas como una tarta por una capa de guano, y una cuesta empinada que subía hasta las rocas sueltas que coronaban el bastión. Un ruido a sus espaldas le hizo volverse. Jack se acercaba por el zócalo.
—No podía dejar que lo hicieses tú solo.
Ralph no dijo nada. Siguió adelante y avanzó entre las rocas; inspeccionó una especie de semicueva que no contenía nada más temible que un montón de huevos podridos y por fin se sentó, mirando a su alrededor y golpeando la roca con el extremo de su lanza.
Jack estaba excitado.
—¡Menudo lugar para un fuerte!
Una columna de rocío mojó sus cuerpos.
—No hay agua para beber.
—Entonces, ¿qué es aquello?
Había, en efecto, una alargada mancha verde a media altura del macizo. Treparon hasta allí y probaron el hilo de agua.
—Podríamos colocar un casco de coco ahí para que estuviese siempre lleno.
—Yo no. Este sitio es un asco.
Uno junto al otro, escalaron el último tramo hasta llegar al sitio donde las rocas apiladas terminaban en una gran piedra partida. Jack golpeó con el puño la que tenía más cerca, que rechinó ligeramente.
—Te acuerdas...
Pero el recuerdo de los malos tiempos que habían vivido entre aquellas dos ocasiones dominó a los dos. Jack se apresuró a hablar:
—Si metiéramos un tronco de palmera por debajo, cuando el enemigo se acercase... ¡mira!
Debajo de ellos, a unos treinta metros, se encontraba el estrecho paso, después el terreno pedregoso, después la hierba salpicada de cabezas y detrás de todo aquello el bosque.
—¡Un empujón —gritó Jack exultante— y... zas...!
Hizo un gesto amplio con la mano. Ralph miró hacia la montaña.
—¿Qué te pasa?
Ralph se volvió.
—¿Por qué lo dices?
—Mirabas de una manera... que no sé.
—No hay ninguna señal ahora. Nada que se pueda ver.
—Qué manía con la señal.
Les cercaba el tenso horizonte azul, roto sólo por la cumbre de la montaña.
—Es lo único que tenemos.
Descansó la lanza contra la piedra oscilante y se echó hacia atrás dos mechones de pelo.
—Vamos a tener que volver y subir a la montaña Allí es donde vieron la fiera.
—No va a estar allí.
—¿Y que más podemos hacer?
Los otros, que aguardaban en la hierba, vieron a Jack y Ralph ilesos y salieron de su escondite hacia la luz del sol. La emoción de explorar les hizo olvidarse de la fiera. Cruzaron como un enjambre el puente y pronto se hallaron trepando y gritando. Ralph descansaba ahora con una mano contra un enorme bloque rojo, un bloque tan grande como una rueda de molino, que se había partido y colgaba tambaleándose. Observaba la montaña con expresión sombría. Golpeó la roja muralla a su derecha con el puño cerrado, como un martillo. Tenía los labios
muy apretados y sus ojos, bajo el fleco de pelo, parecían anhelar algo.
—Humo.
Se chupó el puño lastimado.
—¡Jack! Vamos.
Pero Jack no estaba allí. Un grupo de muchachos, produciendo un gran ruido que no había percibido hasta entonces, hacía oscilar y empujaba una roca. Al volverse él, la base se cuarteó y toda aquella masa cayó al mar, haciendo saltar una columna de agua ensordecedora que subió hasta media altura del acantilado.
—¡Quietos! ¡Quietos!
Su voz produjo el silencio de los demás.
—Humo.
Una cosa extraña le pasaba en la cabeza. Algo revoloteaba allí mismo, ante su mente, como el ala de un murciélago enturbiando su pensamiento.
—Humo.
De pronto, le volvieron las ideas y la ira.
—Necesitamos humo. Y vosotros os ponéis a perder el tiempo rodando piedras.
Roger gritó:
—Tenemos tiempo de sobra.
Ralph movió la cabeza.
—Hay que ir a la montaña.
Estalló un griterío. Algunos de los muchachos querían regresar a la playa. Otros querían rodar más piedras. El sol brillaba y el peligro se había disipado con la oscuridad.
—Jack. A lo mejor la fiera está al otro lado. Guía otra vez. Tú ya has estado allí.
—Podemos ir por la orilla. Allí hay fruta.
Bill se acercó a Ralph.
—¿Por qué no nos podemos quedar aquí un rato?
—Eso.
—Vamos a hacer una fortaleza...
—Aquí no hay comida —dijo Ralph— ni refugios. Y poca agua dulce.
—Esto sería una fortaleza fantástica.
—Podemos rodar piedras...
—Hasta el puente...
—¡Digo que vamos a seguir! —gritó Ralph enfurecido—. Tenemos que estar seguros. Ahora Vámonos.
—Era mejor quedarnos aquí.
—Vámonos al refugio...
—Estoy cansado...
—¡No!
Ralph se despellejó los nudillos. No parecieron dolerle.
—Yo soy el jefe. Tenemos que estar bien seguros. ¿Es que no veis la montaña? No hay ninguna señal. Puede haber un barco allá afuera. ¿Es que estáis todos chiflados?
Con aire levantisco, los muchachos guardaron silencio o murmuraron entre sí.
Jack les siguió camino abajo hasta cruzar el puente.
La trocha de los cerdos se extendía junto a las pilas de rocas que bordeaban el agua en el lado opuesto, y Ralph se contentó con caminar por ella siguiendo a Jack. Si uno lograba cerrar los oídos al lento ruido del mar cuando era absorbido en el descenso y a su hervor durante el regreso de las aguas; si uno lograba olvidar el aspecto sombrío y nunca hollado de la cubierta de helechos a ambos lados, cabía entonces la posibilidad de olvidarse de la fiera y soñar por un rato. El sol había pasado ya la vertical del cielo y el calor de la tarde se cerraba sobre la isla. Ralph pasó un mensaje a Jack y al llegar a los frutales el grupo entero se detuvo para comer.
Apenas se hubo sentado, sintió Ralph por primera vez el calor aquel día. Tiró de su camisa gris con repugnancia y pensó si podría aventurarse a lavarla. Sentado bajo el peso de un calor poco corriente, incluso para la isla, Ralph trazó el plan de su aseo personal. Quisiera tener unas tijeras para cortase el pelo —se echó hacia atrás la maraña—, para cortarse aquel asqueroso pelo a un centímetro, como antes. Quisiera tomar un baño, un verdadero baño, bien enjabonado. Se pasó la lengua por la dentadura para comprobar su estado y decidió que también le vendría bien un cepillo de dientes. Y luego, las uñas...
Ralph volvió las manos para examinarlas. Se había mordido las uñas hasta lo vivo, aunque no recordaba en qué momento había vuelto a aquel hábito, ni cuándo lo hacía.
—Voy a acabar chupándome el dedo si sigo así...
Miró en torno suyo furtivamente. No parecía haberle oído nadie. Los cazadores estaban sentados, atracándose de aquel fácil manjar y tratando de convencerse a sí mismos de que los plátanos y aquella otra fruta gelatinosa color de aceituna les dejaba satisfechos. Utilizando como modelo el recuerdo de su propia persona cuando estaba limpia, Ralph les observó de arriba a abajo. Estaban sucios, pero no con esa suciedad espectacular de los chicos que se han caído en el barro o se han visto sorprendidos por un fuerte aguacero. Ninguno de ellos se veía en aparente necesidad de una ducha, y sin embargo... el pelo demasiado largo, enmarañado aquí y allá, enredado alrededor de una hoja muerta o una ramilla; las caras bastante limpias, por la acción continuada de comer y sudar, pero marcadas en los ángulos menos accesibles por ciertas sombras; la ropa desgastada, tiesa por el sudor, como la suya propia, que llevaba puesta no por decoro o comodidad, sino por costumbre; la piel del cuerpo, costrosa por el salitre...
Descubrió, con ligero desánimo, que ésas eran las características que ahora le parecían normales y que no le molestaban. Suspiró y arrojó lejos el tallo del que había desprendido los frutos. Ya iban desapareciendo los cazadores, para atender a sus actividades, en el bosque o abajo, en las rocas. Dio media vuelta para mirar del lado del mar. Allí, al otro lado de la isla, la vista era completamente distinta. Los encantamientos nebulosos del espejismo no podían soportar el agua fría del océano, y el horizonte recortado se destacaba limpio y azul. Ralph caminó distraído hasta las rocas. Desde allí abajo, casi al mismo nivel del mar, era posible seguir con la vista el incesante y combado paso de las olas marinas profundas, cuya anchura era de varios kilómetros y en nada se parecían a las rompientes ni a las crestas de aguas poco profundas.
Pasaban a lo largo de la isla con aire de ignorarla, absortas en otros asuntos; no era tanto una sucesión como un portentoso subir y bajar del océano entero. Ahora, en su descenso, el mar succionaba el aire de la orilla formando cascadas y cataratas; se hundía tras las rocas y dejaba aplastadas las algas como si fuesen cabellos resplandecientes; después, tras una breve pausa, reunía todas sus fuerzas y se alzaba con un rugido para lanzarse irresistible sobre picos y crestas, escalaba el pequeño acantilado y, por último, enviaba a lo largo de una hendidura un brazo de rompiente que venía a morir, a no más de un metro de él, en dedos de espuma. Ola tras ola siguió Ralph aquel subir y bajar hasta que algo propio del carácter distante del mar le embotó la mente. Después, poco a poco, la dimensión casi infinita de aquellas aguas le forzó a fijarse en ellas. Aquí estaba la barrera, la divisoria. En el otro lado de la isla, envuelto al mediodía por los efectos del espejismo, protegido por el escudo de la tranquila laguna, se podía soñar con el rescate; pero aquí, enfrentado con la brutal obcecación del océano y tantos kilómetros de separación, uno se sentía atrapado, se sentía indefenso, se sentía condenado, se sentía... Simón le estaba hablando casi al oído. Ralph se encontró asido con ambas manos, dolorosamente, a una roca; sintió su cuerpo arqueado, los músculos tensos, la boca entreabierta y rígida.
—Ya volverás a tu casa.
Simón asentía con la cabeza al hablar. Con una pierna arrodillada, le miraba desde una roca más alta, en la que se apoyaba con ambas manos; avanzaba la otra pierna hasta el nivel donde se encontraba Ralph.
Ralph, desconcertado, buscaba algún signo en el rostro de Simón.
—Es que es tan grande...
Simón asintió.
—De todos modos, volverás; seguro. Por lo menos, eso pienso.
EÍ cuerpo de Ralph había perdido algo de su tensión. Miró hacia el mar y luego sonrió amargamente a Simón.
—¿Es que tienes un barco en el bolsillo?
Simón sonrió y sacudió la cabeza.
—Entonces, ¿cómo lo sabes?
En el silencio de Simón, Ralph dijo secamente:
—A tí te falta un tornillo.
Simón movió la cabeza con violencia, haciendo volar su áspera melena negra hacia un lado y otro de la cara.
—No, no me falta nada. Simplemente creo que volverás.
No hablaron más durante unos instantes. Y, de pronto, se sonrieron mutuamente.
Roger llamó desde el interior del bosque.
—¡Venid a ver!
La tierra junto a la trocha de los cerdos estaba removida y había en ella excrementos que aún despedían vapor. Jack se agachó hasta ellos como si le atrajesen.
—Ralph..., necesitamos carne, aunque estemos buscando lo otro.
—Si no nos salimos del camino, de acuerdo, cazaremos.
Se pusieron de nuevo en marcha: los cazadores, agrupados por su temor a la fiera, mientras que Jack se adelantaba, afanoso en la búsqueda. Avanzaban menos de lo que Ralph se había propuesto, pero en cierto modo se alegraba de perder un poco el tiempo, y caminaba meciendo su lanza. Jack tropezó con alguna dificultad y pronto se detuvo la procesión entera. Ralph se apoyó contra un árbol; inmediatamente brotaron los ensueños a su alrededor. Jack tenía a su cargo la caza y ya habría tiempo para ir a la montaña...
Una vez, cuando a su padre le trasladaron de Chatam a Devonport, habían vivido en una casa de campo al borde de las marismas. De todas las casas que Ralph había conocido, aquélla se destacaba con especial claridad en su recuerdo porque de allí le enviaron al colegio. Mamá aún estaba con ellos y papá venía a casa todos los días Los potros salvajes se acercaban a la tapia de piedra al fondo del jardín, y había nieve. Detrás de la casa se encontraba una especie de cobertizo y allí podía uno tenderse a contemplar los copos que se alejaban en remolinos. Veía las manchas húmedas donde los copos morían; luego observaba el primer copo que yacía sin derretirse y veía cómo todo el suelo se volvía blanco. Cuando sentía frío, entraba en la casa a mirar por la ventana, entre la lustrosa tetera de cobre y el plato con los hombrecillos azules...
A la hora de acostarse le esperaba siempre un tazón lleno de cornflakes con leche y azúcar. Y los libros... estaban en la estantería junto a la cama, descansando unos en otros, pero siempre había dos o tres que yacían encima, sobre un costado, porque no se había molestado en ponerlos de nuevo en su sitio. Tenían dobladas las esquinas de las hojas y estaban arañados. Había uno, claro y brillante, acerca de Topsy y Mopsy, que nunca leyó porque trataba de dos chicas; también, aquel sobre el Mago, que se leía con una especie de reprimido temor, saltando la página veintisiete, que tenía una ilustración espantosa de una araña; otro libro contaba la historia de unas personas que habían encontrado cosas enterradas, cosas egipcias, y luego estaban los libros para muchachos; El libro de los trenes y El libro de los navíos. Se presentaban ante él con entera realidad; los podría haber alcanzado y tocado, sentía el peso de El libro de los mamuts y su lento deslizarse al salir del estante... Todo marchaba bien entonces; todo era grato y amable.
A unos cuantos pasos de ellos los arbustos sonaron como una explosión. Los muchachos salían como locos de la trocha de los cerdos y se deslizaban entre las trepadoras, gritando. Ralph vio a Jack caer de un empujón. Y de pronto apareció un animal que venía por la trocha lanzado hacia él, con colmillos deslumbrantes y un rugido temible. Ralph se dio cuenta de que era capaz de medir la distancia con calma y apuntar. Cuando el jabalí se encontraba sólo a cuatro metros, le lanzó el ridículo palo de madera que llevaba; vio que le daba en el enorme hocico y que colgaba de él por un momento. El timbre del gruñido se transformó en un chillido y el jabalí giró bruscamente de costado, entrando en el sotobosque. La trocha se volvió a llenar de muchachos vociferantes; Jack regresó corriendo, y hurgó con su lanza en la maleza.
—Por aquí...
—¡Pero nos puede coger!
—He dicho que por aquí...
El jabalí se les escapaba. Encontraron otra trocha paralela a la primera y Jack se lanzó corriendo. Ralph estaba lleno de temor, de aprensión y de orgullo.
—¡Le di! La lanza se clavó...
Llegaron inesperadamente a un espacio abierto, junto al mar.
—Se ha ido...
—Le alcancé —repitió Ralph—, y la lanza se clavó...
Sintió la necesidad de testigos.
—¿No me visteis? Maurice asintió.
—Yo te vi. De lleno en el hocico. ¡Yiiii!
Ralph, excitado, siguió hablando.
—Que si le dí. Le clavé la lanza. ¡Le herí!
Sintió el calor del nuevo respeto que sentían por él y pensó que cazar valía la pena, después de todo.
—Le di un buen golpe. ¡Yo creo que esa era la fiera!
Jack regresó.
—No era la fiera. Era un jabalí.
—Le alcancé.
—¿Por qué no le atrapaste? Yo lo intenté...
La voz de Ralph se alzó:
—¿A un jabalí?
De repente Jack se acaloró:
—Dijiste que nos podía atropellar. ¿Por qué tuviste que lanzarla? ¿Por qué no esperaste?
Extendió el brazo.
—Mira.
Volvió el antebrazo izquierdo para que todos pudiesen verlo. Tenía un rasguño en la cara exterior; pequeño, pero ensangrentado.
—Me lo hizo con los colmillos. No pude bajar la lanza a tiempo.
Jack pasó a ser el foco de atención.
—Eso es una herida —dijo Simón—, y tienes que chupar la sangre. Como Berengaria.
Jack aplicó los labios a la herida.
—Yo le di —dijo Ralph indignado—. Le di con la lanza; le herí.
Trató de atraer la atención general.
—Venía por el sendero. Tiré así...
Robert lanzó un gruñido. Ralph aceptó el juego y todos rieron. Pronto se encontraron atacando a Robert, que fingía embestirles.
Jack gritó:
—¡Haced un círculo!
El círculo se fue estrechando y girando. Robert chillaba con fingido terror, después con dolor verdadero.
—¡Ay! ¡Quietos! ¡Me estáis haciendo daño!
Cayó el extremo de una lanza sobre su espalda mientras trataba de esquivar a los demás.
—¡Agarradle!
Le cogieron por los brazos y las piernas. Ralph, dejándose llevar por una fuerte excitación repentina, arrebató la lanza de Eric y con ella aguijoneó a Robert.
—¡Matadle! ¡Matadle!
A la vez, Robert gritaba y luchaba con la fuerza que produce la desesperación. Jack le tenía agarrado por el pelo y blandía su cuchillo. Detrás de él, luchando por acercarse, estaba Roger. El canto surgió como un ritual, como si fuese el instante final de una danza o una cacería.
—¡Mata al jabalí! ¡Córtale el cuello! ¡Mata al jabalí! ¡Pártele el cráneo!
También Ralph luchaba por acercarse, para conseguir un trozo de aquella carne bronceada, vulnerable. El deseo de agredir y hacer daño era irresistible.
El brazo de Jack descendió; el delirante grupo aplaudió y lanzó gruñidos que imitaban los de un jabalí moribundo. Se calmaron entonces, jadeantes y escuchando el asustado lloriqueo de Robert, que se limpió la cara con un brazo sucio y se esforzó por recobrar su dignidad.
—¡Ay, mi trasero!
Se frotó dolorido. Jack se volvió:
—Fue un juego divertido.
—Era sólo un juego —dijo Ralph, incómodo—. Menudo daño me hicieron una vez jugando al rugby.
—Deberíamos tener un tambor —dijo Maurice—, así podríamos hacerlo como es debido. Ralph lo miró.
—¿Y cómo es eso?
—No sé... Se necesita un fuego, creo, y un tambor, y vas guardando el compás con el tambor.
—Lo que se necesita es un cerdo —dijo Roger—, como en las cacerías de verdad.
—O alguien que haga de cerdo —dijo Ralph—. Alguien se podría disfrazar de cerdo y luego representar..., ya sabes, fingir que me tiraba al suelo y todo lo demás...
—Lo que se necesita es un cerdo de verdad —dijo Robert, que se frotaba aún atrás—, porque tenéis que matarle.
—Podemos usar a uno de los peques —dijo Jack, y todos rieron.
Ralph se incorporó.
—Bueno, a este paso no vamos a encontrar lo que buscamos.
Uno a uno se levantaron, arreglándose los harapos. Ralph miró a Jack.
—Ahora, a la montaña.
—¿No deberíamos volver con Piggy —dijo Maurice— antes de que anochezca?
Los mellizos asintieron como si fuesen un solo muchacho.
—Sí eso. Podemos subir por la mañana.
Ralph miró a lo lejos y vio el mar.
—Tenemos que prender la hoguera otra vez.
—No tenemos las gafas de Piggy —dijo Jack—, así que no se puede.
—Pues entonces veremos si en la montaña hay algo.
Maurice, indeciso, no queriendo parecer un gallina, dijo:
—¿Y si está la fiera?
Jack blandió su lanza.
—La matamos.
El sol parecía algo más fresco. Jack cortó el aire con la lanza.
—¿A qué esperamos?
—Supongo —dijo Ralph— que si seguimos por aquí, junto al mar, llegaremos al pie del terreno quemado y desde allí podemos trepar a la montaña.
Una vez más les guió Jack a lo largo del aquel mar que absorbía y expelía sus aguas cegadoras. Una vez más soñó Ralph, dejando que sus hábiles pies se ocupasen de las irregularidades del camino. Sin embargo, sus pies parecían aquí menos hábiles que antes. La mayor parte del camino lo tuvieron que recorrer pegados a la desnuda roca, junto al agua, y se vieron obligados a avanzar de lado entre aquélla y la oscura exuberancia del bosque. Tenían que escalar pequeños acantilados, algunos de los cuales habían de servir como senderos, largos pasajes en los que se usaban tanto las manos como los pies. Pisaban rocas recién mojadas por las olas, para saltar sobre los transparentes charcos formados por la marea. Llegaron a una hondonada que, como una trinchera, partía la estrecha banda de playa. Parecía no tener fondo; con asombro, observaron la oscura hendidura, donde borboteaba el agua. En ese momento regresó la ola, la hondonada hirvió ante sus ojos y saltó espuma hasta las mismas trepadoras, dejando a los muchachos empapados y gritando. Trataron de continuar por el bosque, pero era demasiado espeso y las plantas se entretejían como un nido de pájaros. Al fin tuvieron que decidirse a ir saltando uno a uno, esperando hasta que descendía el agua; y aún así, algunos recibieron un segundo remojón. A partir de allí las rocas se hacían cada vez más intransitables, así que se sentaron durante un rato, mientras se secaban sus harapos, contemplando los perfiles recortados de las olas profundas, que con tanta lentitud pasaban a lo largo de la isla. Encontraron fruta en un refugio de brillantes pajarillos que revoloteaban a la manera de los insectos. Ralph dijo entonces que iban demasiado despacio. Se subió él mismo a un árbol, entreabrió el dosel de la copa y vio la cuadrada cumbre de la montaña, que aún parecía muy lejana. Trataron de apresurarse siguiendo sobre las rocas, pero Robert se hizo un mal corte en la rodilla y tuvieron que admitir que aquel sendero habría de tomarse con tranquilidad si querían permanecer indemnes. Desde aquel punto continuaron como si estuviesen escalando una peligrosa montaña hasta que las rocas se transformaron en un verdadero acantilado, cubierto de una jungla impenetrable y cortado a tajo sobre el mar.
Ralph examinó el sol con atención.
—El final de la tarde. Ha pasado la hora del té, eso seguro.
—No recuerdo este acantilado —dijo Jack cabizbajo—; debe ser el trozo de costa que no he recorrido.
Ralph asintió.
—Déjame pensar.
Ya no sentía vergüenza alguna por pensar en público, y podía estudiar las decisiones del día como si se tratase de una partida de ajedrez. Lo malo era que jamás sería un buen jugador de ajedrez. Pensó en los peques y en Piggy. Veía a Piggy completamente solo, acurrucado en un refugio donde todo era silencio, excepto los gritos de las pesadillas.
—No podemos dejar solos a Piggy y a los peques toda la noche.
Los otros muchachos no dijeron nada; todos, sin embargo, se quedaron mirándole.
—Pero tardaríamos horas en volver.
Jack tosió y habló con un tono extraño, seco.
—Hay que cuidar a Piggy, ¿verdad?
Ralph se tecleó en los dientes con la sucia punta de la lanza de Eric.
—Si atravesamos...
Miró a su alrededor.
—Alguien tiene que atravesar la isla y decirle a Piggy que llegaremos después de que anochezca.
Bill, asombrado, dijo:
—¿A solas por el bosque? ¿Ahora?
—Sólo podemos prescindir de uno.
Simón se abrió camino hasta llegar junto a Ralph:
—Puedo ir yo, si quieres. No me importa, de verdad.
Antes de que Ralph tuviese tiempo de contestar, sonrió rápidamente, dio la vuelta y ascendió en dirección al bosque.
Ralph volvió los ojos a Jack, viéndole, con exasperación, por primera vez:
—Jack... aquella vez que hiciste todo el camino hasta la roca del castillo...
Jack le miró hoscamente.
—¿Sí?
—Seguiste un trozo de esta orilla... bajo la montaña, hasta más allá.
—Sí.
—¿Y luego?
—Encontré una trocha de jabalíes. Es larguísima.
Ralph asintió con la cabeza. Señaló hacia el bosque:
—Entonces la trocha debe estar ahí cerca.
Todo el mundo asintió, sabiamente.
—Bueno, pues nos iremos abriendo camino hasta que demos con la trocha.
Dio un paso y se detuvo:
—¡Pero espera un momento! ¿Hacia dónde va esa trocha?
—A la montaña —dijo Jack—, ya te lo he dicho —Rió con sorna—: ¿No quieres ir a la montaña?
Ralph suspiró; advertía que aumentaba el antagonismo tan pronto como Jack abandonaba el mando.
—Pensaba en la falta de luz. Vamos a tener que andar a tropezones.
—Habíamos quedado en ir a buscar la fiera...
—No habrá bastante luz.
—A mí no me importa seguir —dijo Jack acalorado—. Cuando lleguemos allí la buscaré. ¿Y tú? ¿Prefieres volver a los refugios para hablar con Piggy?
Ahora le tocaba a Ralph enrojecer, pero habló en tono desalentado, con la nueva lucidez que Piggy le había dado.
—¿Por qué me odias?
Los muchachos se agitaron incómodos, como si se hubiese pronunciado una palabra indecente. El silencio se alargó.
Ralph, excitado y dolorido aún, fue el primero en emprender el camino.
—Vamos.
Se puso a la cabeza y decidió que sería él mismo quien, por derecho propio, abriría paso entre las trepadoras. Jack, desplazado y de mal talante, cerraba la marcha.
La trocha de jabalíes era un túnel oscuro, pues el sol se iba deslizando rápidamente hacia el borde del mundo y en el bosque siempre acechaban las sombras. Era un sendero ancho y trillado, y pudieron correr por él a un trote ligero. Al poco rato se abrió el techo de hojas y todos se detuvieron, con la respiración entrecortada, a contemplar las pocas estrellas que despuntaban a un lado de la cima de la montaña.
—Ahí está.
Los muchachos se miraron vacilantes. Ralph tomó una decisión:
—Iremos derechos a la plataforma y ya subiremos mañana.
Murmuraron en asentimiento; pero Jack estaba junto a él, casi rozándole el hombro.
—Claro, si tienes miedo...
Ralph se enfrentó con él.
—¿Quién fue el primero que llegó hasta la roca del castillo?
—Yo también fui. Y, además, era de día.
—Muy bien, ¿quién quiere subir a la montaña ahora?
La única respuesta fue el silencio.
—Samyeric, ¿vosotros qué pensáis?
—Deberíamos ir a decírselo a Piggy...
—...sí, a decirle a Piggy que...
—¡Pero si ya fue Simón!
—Deberíamos decírselo a Piggy... por si acaso...
—¿Robert? ¿Bill?
Todos se dirigían ya a la plataforma. Claro que no era por miedo, sino por cansancio. Ralph se volvió de nuevo a Jack.
—¿Lo ves?
—Yo voy a subir a la montaña.
Las palabras salieron de Jack envenenadas, como una maldición. Miró a Ralph, su cuerpo delgado tenso, la lanza agarrada como amenazándole.
—Voy a subir a la montaña para buscar a la fiera... ahora mismo.
Después, la puya suprema, la palabra sencilla y retadora:
—¿Vienes?
Al oír aquella palabra, los otros muchachos olvidaron sus ansias de alejarse y regresaron a saborear un nuevo roce de dos temperamentos en la oscuridad. La palabra era demasiado acertada, demasiado cortante, demasiado retadora para pronunciarse de nuevo. Le cogió a Ralph de sorpresa, cuando sus nervios se habían calmado ante la perspectiva de regresar al refugio y a las aguas tranquilas y familiares de la laguna.
—Como quieras.
Asombrado, escuchó su propia voz, que salía tranquila y natural, de modo que el duro reto de Jack cayó deshecho.
—Si de verdad no te importa, claro.
—Claro que si tienes miedo...
Ralph se enfrentó con él.
—Pues entonces...
Uno junto al otro, bajo las miradas de los silenciosos muchachos, emprendieron la marcha hacia la montaña.
—Qué tontería. ¿Cómo vamos a ir los dos solos? Si encontramos algo, necesitaremos ayuda...
Les llegó el rumor de los muchachos que escapaban corriendo. Con asombro, vieron una figura oscura moverse de espaldas a la marea.
—¿Roger?
—Sí.
—Entonces, ya somos tres.
De nuevo comenzaron a escalar la falda de la montaña. La oscuridad parecía fluir en torno suyo como si fuese la propia marea. Jack, que había permanecido callado, empezó a atragantarse y toser; una ráfaga de aire les hizo escupir a los tres. Las lágrimas cegaban a Ralph.
—Es ceniza. Estamos al borde del terreno quemado.
Sus pasos, y en ocasiones la brisa, iban levantando remolinos de polvo. Al parar de nuevo, Ralph tuvo tiempo de pensar, mientras tosía, en la tontería que estaban cometiendo. Si no había ninguna fiera —y casi seguro que no la habría—, en ese caso, bien estaba; pero si había algo esperándoles en la cima de la montaña..., ¿qué iban a hacer ellos tres, impedidos por la oscuridad y llevando consigo sólo unos palos?
—Somos unos locos.
De la oscuridad llegó la respuesta:
—¿Miedo?
Ralph se irguió lleno de irritación. La culpa de todo la tenía Jack.
—Pues claro, pero de todos modos somos unos locos.
—Si no quieres seguir —dijo la voz con sarcasmo—, subiré yo solo.
Ralph oyó aquella burla y sintió odio hacia Jack. El escozor de la ceniza en sus ojos, el cansancio y el temor le enfurecieron.
—¡Pues sube! Te esperamos aquí.
Hubo un silencio.
—¿Por qué no subes? ¿Tienes miedo?
Una mancha en la oscuridad, una mancha que era Jack, se destacó y empezó a alejarse.
—Bien, hasta luego.
La mancha se desvaneció. Otra vino a tomar su lugar.
Ralph sintió que su rodilla tocaba una cosa dura: sus piernas mecieron un tronco carbonizado, áspero al tacto. Sintió las calcinadas rugosidades —que habían sido cortezas— rozarle detrás de las rodillas y supo así que Roger se había sentado. Buscó a tientas y se acomodó junto a Roger, mientras el tronco se mecía entre cenizas invisibles. Roger, poco hablador por naturaleza, permaneció callado. No expresó lo que pensaba de la fiera ni le dijo a Ralph por qué se había decidido a acompañarles en aquella insensata expedición. Se limitaba a permanecer allí sentado, meciendo el tronco suavemente. Ralph escuchó unos golpecillos rápidos y enervantes y comprendió que Roger estaba golpeando algo con su estúpido palo de madera.
Y así permanecieron: el hermético Roger continuaba con su balanceo y sus golpecitos; Ralph alimentaba su indignación. Les rodeaba un cielo cargado de estrellas, salvo en aquel lugar donde la montaña perforaba un orificio de oscuridad. Oyeron el ruido de algo que se movía por encima de ellos, en lo alto; era el ruido de alguien que se acercaba a gigantescos y arriesgados pasos sobre roca o ceniza. Llegó Jack. Temblaba y tartamudeaba, con una voz que apenas reconocieron como la suya.
—Vi una cosa en la cumbre.
Le oyeron tropezar con el tronco, que se meció violentamente. Permaneció callado un momento, luego balbuceó:
—Estad bien atentos, porque puede haberme seguido.
Una lluvia de ceniza cayó en torno a ellos. Jack se incorporó.
—Vi algo que se hinchaba, en la montaña.
—Te lo imaginarías —dijo Ralph con voz trémula—, porque no hay nada que se hinche. No hay seres así.
Habló Roger y ambos se sobresaltaron porque se habían olvidado de él.
—Las ranas.
Jack rió tontamente y se estremeció.
—Menuda rana. Y, además, oí un ruido. Algo que hacía ¡paf! Y entonces se infló la cosa esa.
Ralph se sorprendió a sí mismo, no tanto por la calidad de su voz, que no temblaba, sino por la bravata que llevaba su invitación:
—Vamos a echar un vistazo.
Ralph, por primera vez desde que conocía a Jack, le vio dudar:
—¿Ahora...?
Su voz habló por él.
—Pues claro.
Se levantó y comenzó a andar sobre las crujientes cenizas hacia la sombría altura, seguido por los otros dos.
Ante el silencio de su voz física, la voz íntima de la razón y otras voces se hicieron escuchar. Piggy le llamó crío. Otra voz le decía que no fuese loco; y la oscuridad y la arriesgada empresa daban a la noche el carácter irreal que adquieren las cosas desde el sillón del dentista.
Al llegar a la última cuesta, Jack y Roger se acercaron y dejaron de ser dos manchas de tinta para convertirse en figuras discernibles. Se detuvieron por común acuerdo y se apretaron uno junto al otro. Tras ellos, en el horizonte, destacaba un trozo de cielo más claro, donde surgiría la luna de un momento a otro. Rugió el viento en el bosque y los harapos se pegaron a sus cuerpos.
Ralph urgió:
—Vamos.
Avanzaron sigilosamente, Roger algo rezagado. Jack y Ralph cruzaron juntos la cumbre de la montaña. La extensión centelleante de la laguna yacía bajo ellos y más lejos se veía una larga mancha blanca, que era el arrecife. Roger se unió a ellos.
Jack murmuró:
—Vamos a acercarnos a gatas; a lo mejor está durmiendo.
Roger y Ralph avanzaron, mientras Jack se quedaba esa vez atrás, a pesar de sus valientes palabras. Llegaron a la cumbre roma, donde las manos y las rodillas sentían la dureza de la roca.
Una criatura que se inflaba.
Ralph metió la mano en la fría y suave ceniza de la hoguera y sofocó un grito. Le temblaban la mano y el hombro por aquel inesperado contacto. Unas lucecillas verdes de náuseas aparecieron por un momento y horadaron la oscuridad. Roger estaba detrás de él y Jack tenía la boca pegada a su oreja.
—Allí, entre las rocas, donde antes había un hueco.
Una especie de bulto... ¿lo ves?
La hoguera apagada sopló ceniza a la cara de Ralph. No podía ver ni el hueco ni nada, porque las lucecillas verdes volvían a abrirse y extenderse y la cima de la montaña se iba inclinando hacia un lado. Una vez más volvió a oír el murmullo de Jack, desde muy lejos.
—¿Miedo?
No se sentía asustado, sino más bien paralizado; colgado, sin poder moverse, en la cima de una montaña que empequeñecía y oscilaba. Jack se escurrió a un lado; Roger tropezó, se orientó a tientas, mientras sus respiración silbaba, y siguió adelante. Les oyó decirse en voz baja:
—¿Ves algo?
—Ahí...
Delante de ellos, sólo a unos tres metros de distancia, vieron un bulto que parecía una roca, pero en un lugar donde no debía haber roca alguna. Ralph oyó un ligero rechinar que procedía de alguna parte, quizá de su propia boca. Se armó de determinación, fundió su temor y repulsión en odio y se levantó. Avanzó dos pasos con torpes pies.
Detrás de ellos, la cinta de luna se había ya levantado del horizonte; ante ellos, algo que se asemejaba a un simio enorme dormitaba sentado, la cabeza entre las rodillas. En aquel momento se levantó viento en el bosque, hubo un revuelo en la oscuridad y aquel ser levantó la cabeza, mostrándoles la ruina de un rostro.
Ralph se encontró atravesando con gigantescas zancadas el suelo de ceniza; oyó los gritos de otros seres y sus brincos y afrontó lo imposible en la oscura pendiente. Segundos después, la montaña quedaba desierta, salvo los tres palos abandonados y aquella cosa que se inclinaba en una reverencia.
El dilema que tenemos por delante es severo: o bien un poscapitalismo globalizado, o bien una lenta fragmentación hacia el primitivismo, la crisis perpetua y el colapso ecológico planetario
Muy deslavados os Porcos Bravos en la primera parte.
Y mucho peor en la segunda.
Pese a todo, ganaron.
Los Stags se lo tiene que hacer mirar.
¡Que oscura gente, qué encogidos vamos!
La primera cerveza pusote alegrote; la segunda, barbirrojete; la tercera, pintón, y la cuarta, alimandrón.
¿Quién quiere aún gobernar?
¿Quién quiere aún obedecer?
Ambas cosas son demasiado molestas
Yo estoy harto de este siglo que nos obliga a estar todo el rato cargando objetos que no entiendo qué necesidad hay de hacerlos electrónicos. De hacerlos solo electrónicos, para más señas: lo de abrir el coche a distancia está bien, pero no es incompatible con que la llave funcionara también mecánica, analógicamente. Ya no es así: el coche no tiene cerradura; solo puede abrirse con el mando. Para que no puedas escaquearte o procrastinar de gastarte las perras en las pilas, claro. Esta bizantinización incesante de la vida, esta inventiva inagotable de los capitalistas para hacerlos pasar por caja, no puede no acabar volviéndose excesiva y colapsando.
Tenía un desparpajo genuino, un filo corrosivo que no necesitaba ser aprobado por ningún crítico ni validado por ninguna tribu urbana. Y por eso lo respetaban. Se fue haciendo más viejo y comenzó a soltar más barbaridades. Y eso molaba.
Si “hacerme mejor” significa aprender a ocupar la subalternidad, dejemos de fabricar esa identidad dócil. Si fugar de esa categoría invisible implica devenir monstrua, no se me ocurre nada más liberador y lleno de potencias que la monstruosidad. Si nos atrevemos a deslegitimar las categorías que nos niegan podemos empezar a imaginar una existencia fuera de ellas»
Esto es uno que va a la sección de charcutería del supermercado y le dice al charcutero:
“¿Me puede cortar un poco de salami?”.
A lo que este contesta: “Claro, usted tráigamelo, que yo se lo corto”.
Nos vestíamos de negro y alternábamos entre dos estados de ánimo: o tristeza o enfado
Todo es trabajo y trabajo: ni magia, ni mierdas
I have played to places where there is no damnation
The leviathan of the seas, is it? The terrible shadow? The beast, with a million eyes and a million ears? Conquest? Rape? Plunder? I've studied your methods in you school and I do know the evil that you do, because I was once part of it
We want our cold mornings in Campañó
Sin duda no había amor allí; no quedaba la huella de ningún
amor. Su belleza era tan fría como aquella brisa húmeda, como la húmeda suavidad de sus labios.
Así es como se va forjando la intimidad. Uno entrega primero su mejor retrato, un producto resplandeciente y muy bien acabado, retocado con fanfarronadas, falsedades y sentido del humor. Luego se necesitan más detalles y entonces se pinta un segundo retrato, y luego un tercero… antes de que pase mucho tiempo los mejores rasgos han desaparecido, y finalmente se revela el secreto; los diferentes niveles de los sucesivos retratos se mezclan y nos delatan, y aunque seguimos pintando y pintando ya no conseguimos vender la mercancía. Tenemos que darnos por satisfechos con la esperanza de que nuestras mujeres, nuestros hijos y nuestros socios acepten como buenas esas fatuas descripciones que les hacemos de nosotros mismos.
Ambos hablaron, pero ninguno de los dos oyó lo que decía el otro
—Todas las mujeres son pájaros —se aventuró a decir.
—¿De qué especie soy yo? —rápida e impaciente.
—Una golondrina, creo, y a veces un pájaro del paraíso. La mayoría de las chicas son gorriones, claro… ¿ves esa fila de niñeras? Son gorriones… o ¿tal vez urracas? Y, por supuesto, seguro que conoces chicas-canario… y chicas petirrojo.
—Y chicas-cisne y chicas-loro. Todas las mujeres maduras son halcones, me parece, o búhos.
—¿Qué soy yo… un buitre?
La ontogénesis recapitula la filogénesis.
El prepucio es universal. El útero, femenino.
Se puede muy bien vivir una vida que uno no vive.
Se pude soportar indefinidamente lo que uno no soporta.
parar de afundirse non significa non seguir baixo a auga.
Somos los hijos quienes pagamos los pecados cometidos por nuestros padres. Este es nuestro eterno retorno.
Un marica nunca es totalmente de fiar. La Crónica que elogia podría ser buena.
La vieja palabra no pertenece a nadie. Nadie puede apropiársela.
Ardine, Alugelibys, Aspirina,
Ornade, Frenadol, Polaramine,
Feldene, Mucorama, Betadine,
Bio-Hubber, Oralsone, Buscapina,
Prozac, Celestoderm, Maxicilina,
Septrín, Cefalexgobens, Augmentine,
Saldeva, Ferromorgens, Oraldine,
Vaspit, Oftalmolosa, Biodramina,
Isdinium, Hibitane, Nolotil,
Fluidasa, Termalgin, Rinofrenal,
Orudis, Tanakene, Clamoxyl.
Adiro, Conductasa, Senioral,
Profer, Optalidón, Gelocatil,
Zantac, Aureomicina y Hemoal.
Era la primera gasolinera en varios kilómetros y suspiré agradecido porque los intestinos se me disolvían entre retortijones. Un hombre sin párpados me señaló un corredor devorado por la penumbra y hacia allí caminé de baldosa en baldosa, como un equilibrista que no quiere que el público descubra que lleva las mallas descosidas. En el baño no había espejo ni luz, y el chapoteo de mis pasos delataba dos dedos o tres de un líquido sin nombre. El primer clínex lo gasté limpiando a ciegas la rueda. Al darme la vuelta pateé algo así como un casco de moto y me senté sujetándome los pantalones para que no se empaparan.
La sensación de alivio y beatitud sólo duró unos segundos porque alguien cerró la puerta con llave desde afuera. Pensé en mi coche y en el ordenador portátil que estaba en el asiento trasero. Pensé en el hombre sin párpados con mis corbatas de seda. En todo eso pensaba cuando un gruñido líquido brotó de las entrañas del alcantarillado.
Sentado en el retrete percibí que algo veloz y delirante subía por las tuberías. Sus uñas crepitaban metálicas y los sorbos de la criatura eran tan intensos como el chasquido de sus mandíbulas. El segundo clínex se me cayó en aquel charco espeso. Me incorporé hacia la puerta sin soltar mis pantalones cuando algo salió del guáter con la potencia de las focas de los circos rusos. Caí de bruces al suelo.
La conciencia del asco era más fuerte que los mordiscos. Con el tercer clínex me limpié la boca. El casco de moto tenía dos cuencas vacías.
Cuando el primer hombre llegó a la Tierra, se la encontró vacía, y estuvo dando vueltas hasta que se cansó. Aquí falta algo, pensó, «una cosa con cuatro patas para sentarse encima. Así inventó la silla. Se sentó, y se quedó mirando el horizonte. Wonderful. Maravilloso. Aunque no lo suficiente. Aquí falta algo», pensó, «una cosa con cuatro esquinas para estirar las piernas por debajo y sobre la que apoyar los codos. Así inventó la mesa. Estiró las piernas por debajo de la mesa, apoyó los codos encima y se quedó mirando el horizonte. Wonderful. Hasta que empezó a notar que el viento que se había levantado a lo lejos se acercaba poco a poco, trayendo negros nubarrones. Se puso a llover. No wonderful. «Aquí falta algo», pensó, «una cosa con otra cosa encima que me proteja del aire y del agua». Así inventó la casa. Metió en ella la silla y la mesa, se sentó, estiró las piernas, apoyó los codos y se quedó mirando la lluvia a través de la ventana. Wonderful. Entonces distinguió a otro hombre caminando bajo la lluvia. Se dirigía hacia su casa.
—Con permiso, ¿le importa si me pongo a cubierto? —dijo el otro hombre,
—Please —dijo el primero—. Por favor.
Y le enseñó todo lo que había inventado: la silla para sentarse, la mesa para las piernas y los codos, la casa con las cuatro paredes y el tejado encima para protegerse del aire y del agua, la puerta para entrar y la ventana para mirar hacia fuera.
Una vez que el otro hombre vio, probó y elogió todos los inventos, el primero le preguntó:
—¿Y qué ha hecho usted, querido vecino?
El otro se quedó callado. No se atrevió a decir que era él quien había inventado el viento y la lluvia.
me besó el estómago, el ombligo muy suavecito, sin apretar, y me desató el cordón del pantalón del pijama, y me pidió que me acostara bien, que me estirase, que ya era hora de dormir, y me metió la mano por el pijama como si tuviera miedo, y yo de pronto me di cuenta de que tenía empinado el alfajor
Un matemático, cansado de hacer operaciones complicadísimas, y a fin de lograr la evasión de su ardua tarea, se puso a repasar las alineaciones de un equipo de fútbol. Mas, como al decirse en voz alta el nombre de cada jugador apareciera en su mente, al tiempo, el número del dorsal que le correspondía, lanzó un cenicero contra la pantalla de su televisior. Nunca más —se dijo— volvería a contemplar la retransmisión de un partido de fútbol. Luego, nostálgico de aquel entretenimiento, cuando hacía operaciones usaba lápices de colores. Así, mirados a cierta distancia, tendrían los números la multicolor urdimbre de las camisetas de los equipos. Pero como acabase llamando a los números con el nombre de los porteros, de los defensas, de los medios y de los delanteros, como llamase al número cero —que dibujaba en negro— con el nombre de cualquier árbitro, se volvió loco y un día, en plena clase, recitó a sus alumnos varias alineaciones seguidas de equipos de fútbol. En el presente, entrena al equipo de fútbol de un asilo para dementes. Y cuando quiere explicar una táctica a seguir, por ejemplo para el lanzamiento de faltas a balón parado, designa a sus jugadores con un número... Un número que, para su asignación a los atletas dementes, decide luego de contar las pestañas que le faltan al loco... Tiene un problema, sin embargo, con las pestañas de los dementes albinos. Por eso los deja en el banquillo, de suplentes, aunque sean chutadores formidables.
El odio desgasta a quien lo siente y raras veces consigue objetivos que persigue; en lugar de aniquilar al contrario, llega incluso a reafirmar su importancia. La indiferencia, sin embargo, no desgasta a quien la practica, sino que le da más fuerza todavía; y devasta total y absolutamente a quien es víctima de ella.
Vio una hembra de ornitorrinco poniendo un huevo. De inmediato corrió a la oficina de telégrafos más cercana para enviar un mensaje urgente a Campañó: MALDITAS CRIATURAS PONEN HUEVOS STOP SIGUE CARTA. Todos los naturalistas del planeta suspiraron aliviados. La pesadilla había terminado: los monotremas se convirtieron desde entonces en los únicos mamíferos que ponen huevos. Punto redondo.
Oye pasos que crujen la madera del suelo y se acercan a su alcoba. Pero ese sonido lo produce el celador que se ha internado en la sala congelada de manera furtiva tal y como cada madrugada se metía un repugnante olor a anís en su habitación.
El celador, un hombre enteco, pelo híspido sobre el bozo, piel rugosa, coloca sus manos hirvientes sobre el muslo de la mujer y las pasea arriba y abajo por su cuerpo acribillado de pinchazos. La mujer quiere gritar pero ahoga ese deseo, porque sabe que será peor: ha de dejar que el visitante se meta en la cama, la acaricie, le diga cuánto le recuerda a su madre, y la penetre al fin, como la penetra el celador que antes de derramarse en su vientre estéril, antes de que el mundo se apague al fin y cese ese sonido que corrompe al cadáver de su madre para comenzar a corromper el suyo, le susurra con la astillada voz de su padre: «vamos, putita, vamos, a ti ya te da lo mismo».
Se trata de una crónica y es consciente de las dos definiciones que del término da el Diccionario, las cuales se combinan elusivamente en su libro: “Historia en que se observa el orden de los tiempos” y “Artículo periodístico sobre temas de actualidad”. Hará historia, aunque no conservará el orden de los tiempos y se inventará la mitad del relato.
A veces las infancias escapan de sí mismas
y corren por la lluvia como en fuera de juego
sin oír las sirenas de los árbitros.
Es verdad que son mares en un vaso de agua,
pero hay olas que tienen esa espuma
de las alineaciones,
paraísos que aguardan los despachos
del último minuto
o días que amanecen
con la tranquilidad de un tres a cero,
de un cinco a cero en punto de la tarde.
Por lo demás también hay labios
en el extremo izquierda del domingo,
lesiones en las dudas del mañana,
pasados que regresan
igual que una llamada de teléfono.
- ¿Y lo de ayer? Sonríe la memoria,
cuando parece amiga del equipo contrario.
Las verdades del área
son rectas de dudosa geometría,
como ardientes amores de ficción
en manos de un penalti.
Por eso saben mucho
de la felicidad y la belleza.
No conviene que demos a estas cosas
un valor excesivo.
Son noventa minutos en un vaso de agua.
Pero a mí me han quitado muchas veces la sed.
Imagina ser delantero titular de los Puercos Bravos y acabar como palmo cojo. Encima, que tu suplente sea un tipo gordo que mete 4 goles en 5 minutos. Imagina la vagina.
Adelante, adelante, en algún lugar ha de estar el fin del mundo.
Muchos mitos de creación antigua —como los Porcos Bravos— se expresan en imágenes del dios que se fecunda a sí mismo, que se engendra en soledad, en un acto fálico, masturbatorio, que da inicio al mundo.
Piggy, con evidente malestar, apartó los ojos de la playa, que empezaba a reflejar la luz pálida del alba, y los alzó hacia la sombría montaña.
—¿Estás seguro? ¿De verdad estás seguro?
—No sé cuántas veces te lo tengo que repetir —dijo Ralph—. La vimos.
—¿Crees que estamos a salvo aquí abajo?
—¿Cómo demonios lo voy a saber yo?
Ralph se apartó bruscamente y avanzó unos pasos por la playa. Jack, arrodillado, se entretenía en dibujar con el dedo índice círculos en la arena. La voz de Piggy les llegó en un susurro:
—¿Estás seguro? ¿De verdad?
—Sube tú a verla —dijo Jack desdeñosamente—, y hasta nunca.
—Más quisieras.
—La fiera tiene dientes —dijo Ralph— y unos ojos negros muy grandes.
Tembló violentamente. Piggy se quitó las gafas y limpió su única lente.
—¿Qué vamos a hacer?
Ralph se volvió hacia la plataforma. La caracola brillaba entre los árboles como un borujo blanco, en el lugar mismo por donde aparecería el sol.
Se echó hacia atrás las greñas.
—No lo sé.
Recordó la huida aterrorizada, ladera abajo.
—No creo que nos atrevamos jamás contra una cosa de ese tamaño; en serio, no nos atreveríamos. Hablamos mucho, pero tampoco pelearíamos contra un tigre. Saldríamos corriendo a escondernos. Hasta Jack se escondería.
Jack seguía contemplando la arena.
—¿Y mis cazadores, qué?
Simón salió furtivamente de las sombras que envolvían los refugios. Ralph no prestó atención a la pregunta de Jack. Señaló hacia la pincelada amarilla sobre la línea del mar.
—Somos muy valientes mientras es de día. ¿Pero después? Y ahora aquello está allí, agachado junto a la hoguera, como si quisiera impedir que nos rescaten...
Se retorcía las manos al hablar, sin darse cuenta. Elevó la voz:
—Ya no habrá ninguna hoguera de señal..., estamos perdidos.
Un punto de oro apareció sobre el mar, y en un instante se iluminó todo el cielo.
—¿Y mis cazadores, qué?
—Son niños armados con palos.
Jack se puso en pie. Su rostro se enrojeció mientras se alejaba. Piggy se puso las gafas y miró a Ralph.
—Ahora sí que la has hecho. Le has ofendido con lo de sus cazadores.
—Anda, cállate.
Les interrumpió el sonido de la caracola, que alguien tocaba sin habilidad. Jack, como si ofreciese una serenata al sol naciente, siguió haciendo sonar la caracola, mientras en los refugios empezaban a agitarse las primeras señales de vida, los cazadores se deslizaban hacia la plataforma y los pequeños empezaban a lloriquear, como ahora hacían con tanta frecuencia. Ralph se levantó dócilmente. Piggy y él se dirigieron a la plataforma.
—Palabras —dijo Ralph amargamente—, palabras y más palabras.
Quitó la caracola a Jack.
—Esta reunión...
Jack le interrumpió:
—La he convocado yo.
—Lo mismo iba a hacer yo. Lo único que has hecho es soplar la caracola.
—Bueno, ¿y no es eso?
—¡Tómala, anda! ¡Sigue..., habla!
Ralph arrojó la caracola a los brazos de Jack y se sentó en el tronco de palmera.
—He convocado esta asamblea por muchas razones —dijo Jack—. En primer lugar... ya sabéis que hemos visto a la fiera. Nos acercamos a gatas; estuvimos a unos cuantos metros de la fiera. Levantó la cabeza y nos miró. No sé qué hace allí. Ni siquiera sabemos lo que es...
—Esa fiera sale del mar...
—De la oscuridad...
—De los árboles...
—¡Silencio! —gritó Jack—. A ver si escucháis. La fiera está allí sentada, sea lo que sea...
—A lo mejor está esperando...
—O cazando...
—Eso es, cazando.
—Cazando —dijo Jack. Recordó los temblores que se apoderaban de él en el bosque—. Sí, esa fiera sale a cazar. ¡Pero callaos de una vez! Otra cosa: fue imposible matarla. Y además, os diré lo que acaba de decirme Ralph de mis cazadores: que no sirven para nada.
—¡No he dicho nada de eso!
—Yo tengo la caracola. Ralph cree que sois unos cobardes, que el jabalí y la fiera os hacen salir corriendo. Y eso no es todo.
Se oyó en la plataforma algo como un suspiro, como si todos supiesen lo que iba a seguir. La voz de Jack continuó, trémula pero decidida, presionando contra el pasivo silencio.
—Es igual que Piggy; dice las mismas cosas que Piggy. No es un verdadero jefe.
Hizo una breve pausa y después continuó:
—Allá en la cima, cuando Roger y yo seguimos adelante, él se quedó atrás.
—¡Yo también seguí!
—Pero después.
Los dos muchachos se miraron, a través de las pantallas de sus melenas, amenazantes.
—Yo también seguí —dijo Ralph—; eché a correr luego, pero tú hiciste lo mismo.
—Llámame cobarde si quieres —Jack se volvió a los cazadores. —No sabe cazar. Nunca nos habría conseguido carne. No es ningún prefecto, y no sabemos nada de él. No hace más que dar órdenes y espera que se le obedezca porque sí. Venga a hablar...
—¡Venga a hablar! —gritó Ralph—. ¡Hablar y hablar! ¿Quién ha empezado? ¿Quién ha convocado esta reunión?
Jack se volvió con la cara enrojecida y la barbilla hundida en el pecho. Le atravesó con la mirada.
—Muy bien —dijo, y su tono indicaba una intención decidida, y una amenaza—, muy bien.
Con una mano apretó la caracola contra su pecho y con la otra cortó el aire.
—¿Quién cree que Ralph no debe ser el jefe?
Miró con esperanza a los muchachos agrupados en torno suyo, que habían quedado atónitos. Hubo un silencio absoluto bajo las palmeras.
—Que levanten las manos —dijo Jack con firmeza— los que no quieren que Ralph sea el jefe.
El silencio continuó, suspenso, grave y avergonzado.
El rostro de Jack fue perdiendo color poco a poco, para recobrarlo después en un brote doloroso. Se mordió los labios y volvió la cabeza a un lado, evitando a sus ojos el bochorno de unirse a la mirada de otro.
—¿Cuántos creen...?
Su voz cedió. Las manos que sostenían la caracola temblaron. Tosió y alzó la voz:
—Muy bien.
Con extremado cuidado dejó la caracola en la hierba, a sus pies. Lágrimas de humillación corrían de sus ojos.
—No voy a seguir más este juego. No con vosotros.
La mayoría de los muchachos habían bajado la vista, fijándola en la hierba o en sus pies. Jack volvió a toser.
—No voy a seguir en la pandilla de Ralph...
Recorrió con la mirada los troncos a su derecha, contando los cazadores que una vez fueron coro.
—Me voy por mi cuenta. Que atrape él sus cerdos. Si alguien quiere cazar conmigo, puede venir también.
Con pasos torpes salió del triángulo, hacia el escalón que llevaba hasta la blanca arena.
—¡Jack!
Jack se volvió y miró a Ralph. Calló por un momento y luego lanzó un grito estridente y furioso:
—... ¡No!
Saltó de la plataforma y corrió por la playa sin hacer caso de las copiosas lágrimas que iba derramando; Ralph le siguió con la mirada hasta que se adentró en el bosque.
Piggy estaba indignado.
—Yo venga a hablarte, Ralph, y tú ahí parado, como...
Ralph miró a Piggy sin verle y se habló a sí mismo quedamente:
—Volverá. Cuando el sol se ponga, volverá.
Vio la caracola en las manos de Piggy.
—¿Qué?
—¡Pues eso!
Piggy abandonó la intención de reprender a Ralph. Volvió a limpiar su lente hasta hacerla relucir y volvió a su tema.
—No necesitamos a Jack Merridew. No es el único en esta isla. Pero ahora que tenemos una fiera de verdad, aunque no puedo casi creerlo, vamos a tener que quedarnos cerca de la plataforma a todas horas; y ya no nos van a servir de mucho ni él ni su caza. Así que ahora podremos decidir de una vez lo que hay que hacer.
—Es inútil, Piggy. No podemos hacer nada.
Permanecieron sentados durante unos momentos en abatido silencio. Se levantó Simón de pronto y le quitó la caracola a Piggy, quien se vio tan sorprendido que no tuvo tiempo para reaccionar. Ralph alzó los ojos hacia Simón.
—¿Simón? ¿Qué quieres ahora?
Un apagado rumor de risas recorrió el círculo entero y perturbó visiblemente a Simón.
—Creo que hay algo que podríamos hacer. Algo que nosotros...
Su voz se vio de nuevo sofocada por la opresión de la asamblea. En busca de ayuda y comprensión, se dirigió a Piggy. Con la caracola apretada contra su bronceado pecho, se volvió a medias hacia él.
—Creo que deberíamos subir a la montaña.
El círculo entero se estremeció. Simón se interrumpió y buscó con la mirada a Piggy, que le observaba con cara de burlona incomprensión.
—¿Y qué vamos a hacer allí arriba, si Ralph y los otros no pudieron con la fiera?
Simón susurró su respuesta:
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
Concluida su breve alocución, dejó que Piggy tomase de sus manos la caracola. Después se retiró y fue a sentarse al lugar más apartado que encontró.
Piggy hablaba ahora con más aplomo y con algo en su voz que los demás, en circunstancias menos graves, habrían interpretado como placer.
—Ya os dije que cierta persona no nos hace ni pizca de falta. Y ahora os digo que tenemos que decidir lo que vamos a hacer. Y me parece que sé lo que Ralph os va a decir en seguida. La cosa más importante en esta isla es el humo y no se puede tener humo sin fuego.
Ralph se movió inquieto.
—No hay nada que hacer, Piggy. No tenemos ninguna hoguera. Y esa cosa está allá arriba sentada...; tendremos que quedarnos aquí.
Piggy, como para dar con ello realce a sus palabras, alzó la caracola.
—No tenemos una hoguera en la montaña, pero podemos tenerla aquí. Se puede hacer en esas rocas. O en la arena; da igual. Así también tendríamos humo.
—¡Eso!
—¡Humo!
—¡Junto a la poza!
Todos hablaban al mismo tiempo. Pero Piggy era el único con suficiente audacia intelectual para sugerir que se trasladase a otro lugar el fuego de la montaña.
—Bueno, haremos la hoguera aquí abajo —dijo Ralph mirando a su alrededor—. La podemos hacer aquí mismo, entre la poza y la plataforma. Claro que...
Se interrumpió y, con el ceño fruncido, meditó el asunto, mordiéndose sin darse cuenta una uña ya casi desgastada.
—Claro que el humo no se verá tan bien; no se verá desde tan lejos. Pero así no tendremos que acercarnos, acercarnos a...
Los otros, que le comprendían perfectamente, asintieron.
No habría necesidad de acercarse.
—Podemos hacerla ya.
Las ideas más brillantes son siempre las más sencillas. Ahora que tenían algo que hacer, trabajaron con entusiasmo. Piggy se sentía tan lleno de alegría y tan plenamente libre con la marcha de Jack, tan lleno de orgullo por su contribución al bienestar común, que ayudó a acarrear la leña. La que aportó estaba bien a mano: uno de los troncos caídos en la plataforma, que nadie usaba durante las asambleas. Pero para los demás la condición sagrada de la plataforma se extendía a todo cuanto en ella se hallaba, protegiendo incluso lo más inútil. Los mellizos comentaron que sería un alivio tener una hoguera junto a ellos durante la noche, y aquel descubrimiento hizo a unos cuantos peques bailar y batir palmas de alegría.
Aquella leña no estaba tan seca como la de la montaña. Casi toda ella se encontraba podrida por la humedad y llena de insectos huidizos. Tenían que levantar los troncos con cuidado, porque si no se deshacían en un polvo húmedo. Además, los muchachos, con tal de no penetrar mucho en el bosque, se conformaban con el primer leño que encontraban, por muy cubierto que estuviese de retoños verdes. Las faldas del monte y el desgarrón del bosque les eran familiares; estaban cerca de la caracola y los refugios, que ofrecían un aspecto bastante acogedor a la luz del sol. Nadie se molestaba en pensar qué aspecto cobrarían en la oscuridad. Trabajaron, pues, con gran animación y alegría, aunque a medida que pasaba el tiempo podían advertirse indicios de pánico en aquella animación y de histeria en la alegría. Levantaron una pirámide de hojas y palos, de ramas y troncos, sobre la desnuda arena contigua a la plataforma. Por vez primera en la isla, Piggy se quitó sus gafas sin pedírselo nadie, se arrodilló y enfocó el sol sobre la leña. Pronto tuvieron un techo de humo y un abanico de llamas amarillas.
Los pequeños, que desde la primera catástrofe habían visto muy pocas hogueras, se excitaron, saltando de alegría. Bailaron, cantaron y la reunión cobró un aire de fiesta.
Ralph dio al fin por terminado el trabajo y se levantó, enjugándose el sudor de la cara con un sucio brazo.
—Tiene que ser una hoguera mas pequeña. Esta es demasiado grande para poder mantenerla viva.
Piggy se sentó con cuidado en la arena y se dispuso a limpiar su lente.
—¿Por qué no hacemos un experimento? Podíamos intentar hacer una hoguera pequeña con un fuego muy fuerte, y luego le echamos ramas verdes para que salga humo. Seguro que algunas hojas son mejores que otras para el humo.
Al apagarse la hoguera, se apagó con ella la excitación de los muchachos. Los pequeños abandonaron su baile y su canto y se alejaron hacia el mar, o a los frutales, o a los refugios.
Ralph se dejó caer sobre la arena.
—Tendremos que hacer una nueva lista para ver quién se ocupa del fuego.
—Si es que encuentras a alguien.
Miró en torno suyo. Advirtió entonces por vez primera qué pocos eran en realidad los chicos mayores y comprendió por qué había resultado tan arduo el trabajo.
—¿Dónde está Maurice?
Piggy volvió a frotar su lente.
—Supongo que... no, no se metería solo en el bosque, ¿verdad?
Ralph se puso en pie de un salto, corrió alrededor de la hoguera y se detuvo junto a Piggy, apartándose la melena con las manos.
—¡Pero es que necesitamos una lista! Estamos tú y yo y Samyeric y...
Con voz normal, pero sin atreverse a mirar a Piggy, preguntó:
—¿Dónde están Bill y Roger?
Piggy se agachó y arrojó un trozo de leña al fuego.
—Supongo que se han ido. Supongo que ellos tampoco van a jugar con nosotros.
Ralph volvió a sentarse y se entretuvo abriendo con los dedos orificios en la arena. Se sorprendió al ver una gota de sangre junto a uno de ellos. Se miró con atención la uña mordida y vio otra gota de sangre que se formaba sobre la piel desgarrada.
Siguió hablando Piggy.
—Les vi salir a escondidas cuando estábamos recogiendo leña. Se fueron por allá, por el mismo camino que tomó él.
Ralph acabó su examen y alzó los ojos. El cielo parecía distinto aquel día, como en atención a los grandes cambios ocurridos entre ellos, y estaba tan brumoso que en algunas partes el cálido aire parecía blanco. El disco del sol era de un plata plomizo, con lo que parecía más cercano y menos ardiente, y, sin embargo, el aire sofocaba.
—Siempre nos han estado creando problemas, ¿verdad?
Aquella voz le llegaba desde muy cerca, desde su hombro, y parecía inquieta.
—No les necesitamos. Estaremos más contentos ahora, ¿a que sí?
Ralph se sentó. Llegaron los mellizos con un gran tronco a rastras y sonriendo triunfalmente. Soltaron el tronco sobre los rescoldos y una lluvia de chispas salpicó el aire.
—Nos las arreglaremos por nuestra cuenta, ¿verdad?
Durante largo rato, mientras el tronco se secaba, prendía y ardía, Ralph permaneció sentado en la arena sin decir nada. No vio a Piggy acercarse a los mellizos y murmurarles algo; ni vio tampoco a los tres muchachos adentrarse en el bosque.
—Aquí tienes.
Se sobresaltó. A su lado se encontraban Piggy y los mellizos con las manos cargadas de fruta.
—Pensé que no sería mala idea —dijo Piggy— tener un festín o algo por el estilo.
Los tres muchachos se sentaron. Habían traído gran cantidad de fruta, toda ella madura. Cuando Ralph empezó a comer le sonrieron.
—Gracias —dijo. Después, acentuando la agradable sorpresa, repitió:
—¡Gracias!
—Nos las arreglaremos muy bien por nuestra cuenta —dijo Piggy—. Los que crean problemas en esta isla son ellos, que no tienen ni pizca de sentido común. Haremos una hoguera pequeña, que arda bien...
Ralph recordó lo que le había estado preocupando.
—¿Dónde está Simón?
—No sé.
—No se habrá ido a la montaña, ¿verdad?
Piggy prorrumpió en estrepitosa risa y tomó más fruta.
—A lo mejor —se tragó el bocado—.
Está como una cabra.
Simón había atravesado la zona de los frutales, pero aquel día los pequeños andaban demasiado ocupados con la hoguera de la playa para correr tras él. Continuó su camino entre las lianas hasta alcanzar la gran estera tejida junto al claro y, a gatas, penetró en ella.
Al otro lado de la pantalla de hojas, el sol vertía sus rayos y en el centro del espacio libre las mariposas seguían su interminable danza. Se arrodilló y le alcanzaron las flechas del sol. La vez anterior el aire parecía simplemente vibrar de calor; pero ahora le amenazaba. No tardó en caerle el sudor por su larga melena lacia. Se movió de un lado a otro, pero no había manera de evitar el sol. Al rato sintió sed; después una sed enorme.
Permaneció sentado.
En la playa, en una parte alejada, Jack se encontraba frente a un pequeño grupo de muchachos. Parecía radiante de felicidad.
—A cazar —dijo. Examinó a todos detenidamente. Portaban los restos andrajosos de una gorra negra, y, en tiempo lejanísimo, aquellos muchachos habían formado en dos filas ceremoniosas para entonar con sus voces el canto de los ángeles.
—Nos dedicaremos a cazar y yo seré el jefe.
Asintieron, y la crisis pasó imperceptiblemente.
—Y ahora... en cuanto a esa fiera...
Se agitaron; todas las miradas se volvieron hacia el bosque.
—Os voy a decir una cosa. No vamos a hacer caso de esa fiera.
Les dirigió un ademán afirmativo con la cabeza:
—Nos vamos a olvidar de la fiera.
—¡Eso es!
—¡Eso!
—¡Vamos a olvidarla!
Si Jack sintió asombro ante aquel fervor, no lo demostró.
—Y otra cosa. Aquí ya no tendremos tantas pesadillas. Estamos casi al final de la isla.
Desde lo más profundo de sus atormentados espíritus, asintieron apasionadamente.
—Y ahora, escuchad. Podemos acercarnos luego al peñón del castillo, pero ahora voy a apartar de la caracola y de todas esas historias a otro de los mayores. Luego mataremos un cerdo y podremos darnos una comilona.
Hizo un silencio y después continuó con voz más pausada:
—Y en cuanto a la fiera, cuando matemos algo le dejaremos un trozo a ella. Así a lo mejor no nos molesta. Bruscamente se puso en pie.
—Ahora, al bosque, a cazar.
Dio media vuelta y salió a paso rápido; segundos después todos le seguían dócilmente.
Una vez en el bosque, se dispersaron con cierto recelo. Pronto se topó Jack con unas raíces sueltas, arrancadas, que anunciaban la presencia de un cerdo, y momentos después encontraban huellas más recientes. Jack mandó callar a los muchachos con una seña y se adelantó él solo. Se sentía feliz; vestía la húmeda oscuridad del bosque como si fuesen sus antiguas prendas. Se deslizó por una cuesta hasta llegar a una zona de roca y árboles diseminados al borde del mar.
Los cerdos, como hinchadas bolsas de tocino, disfrutaban sensualmente la sombra de los árboles. No soplaba ni la más ligera brisa y nada pudieron sospechar; además, la experiencia había prestado a Jack el silencio mismo de las sombras. Se apartó sigilosamente del lugar y dio instrucciones a los ocultos cazadores. Después fueron acercándose todos, palmo a palmo, sudando en el silencio y el calor. Bajo los árboles se movió distraídamente una oreja: algo apartada de los demás, sumergida en arrobo maternal, descansaba la hembra más grande de la manada. Era negra y rosada; un hilera de cochinillos que dormitaban o se apretujaban contra la madre y gruñían, orlaban sus enormes ubres.
Jack se detuvo a una quincena de metros de la manada y con su brazo extendido señaló a la hembra. Miró a su alrededor para cerciorarse de que todos habían comprendido, y los muchachos asintieron con la cabeza. La fila de brazos derechos giró en arco hacia atrás.
—¡Ahora!
La manada se sobresaltó; desde una distancia de diez metros escasos, las lanzas de maderas con puntas endurecidas al fuego volaron hacia el animal elegido. Uno de los cochinillos, con alaridos enloquecidos, corrió a lanzarse al mar arrastrando tras sí la lanza de Roger. La cerda lanzó un angustiado chillido y se levantó tambaleándose, con dos lanzas clavadas en su grueso flanco. Los muchachos avanzaron gritando; los cochinillos se dispersaron y la hembra, rompiendo la fila que venía hacia ella, aplastó los obstáculos y penetró en el bosque.
—¡A por ella!
Corrieron por la trocha, pero el bosque estaba demasiado oscuro y cerrado, y Jack, maldiciendo, tuvo que detener a los muchachos y conformarse con escudriñar entre los árboles. Permaneció en silencio por algún tiempo, pero respiraba con tanta energía que los demás se sintieron atemorizados y se miraron con intranquilo asombro. Por fin apuntó al suelo con un dedo extendido.
—Ahí...
Antes de que los demás tuviesen tiempo de examinar la gota de sangre, Jack ya se había vuelto para rastrear una huella y tantear una rama que cedía al tacto. Avanzó, con misteriosa certeza y seguridad, seguido por los cazadores.
Se detuvo ante un matorral.
—Ahí dentro.
Rodearon el matorral, pero la cerda volvió a escapar, con la punzada de una nueva lanza en su flanco. Los extremos de las lanzas, arrastrándose por el suelo, estorbaban los movimientos del animal y las afiladas puntas, cortadas en cruz, eran un tormento. Al tropezar con un árbol, una de las lanzas se hundió aún más; cualquiera de los cazadores podía ya seguir fácilmente las gotas de sangre viva. La tarde, brumosa, húmeda y asfixiante, pasaba lentamente; sangrante y enloquecida, la cerda avanzaba con creciente dificultad, y los cazadores la perseguían, unidos a ella por el deseo, excitados por la larga persecución y la sangre derramada. Podían verla ahora y estuvieron a punto de alcanzarla, pero con un esfuerzo supremo logró de nuevo distanciarse de ellos. Estaba ya a su alcance cuando penetró en un claro donde brillaban las flores multicolores y las mariposas bailaban en círculos en el aire cálido y pesado.
Allí, abatido por el calor, el animal se desplomó y los cazadores se arrojaron sobre la presa. Enloqueció ante aquella espantosa irrupción de un mundo desconocido; gruñía y embestía; el aire se llenó de sudor, de ruido, de sangre y de terror. Roger corría alrededor de aquel montón, y en cuanto asomaba la piel de la cerda clavaba en ella su lanza. Jack, encima del animal, lo apuñalaba con el cuchillo. Roger halló un punto de apoyo para su lanza y la fue hundiendo hasta que todo su cuerpo pesaba sobre ella. La punta del arma se hundía lentamente y los gruñidos aterrorizados se convirtieron en un alarido ensordecedor. En ese momento, Jack encontró la garganta del animal y la sangre caliente saltó en borbotones sobre sus manos. El animal quedó inmóvil bajo los muchachos, que descansaron sobre su cuerpo, rendidos y complacidos. En el centro del claro, las mariposas seguían absortas en su danza.
Cedió, al fin, la tensión inmediata al acto de matar. Los muchachos se apartaron y Jack se levantó, con las manos extendidas.
—Mirad.
Jack sonreía y agitaba las manos, mientras los muchachos reían ante sus malolientes palmas. Jack sujetó a Maurice y le frotó las mejillas con aquella suciedad. Roger comenzaba a sacar su lanza cuando los muchachos lo advirtieron por primera vez. Rober sintetizó el descubrimiento en una frase que los demás acogieron con gran alborozo:
—¡Por el mismísimo culo!
—¿Has oído?
—¿Habéis oído lo que ha dicho?
—¡Por el mismísimo culo!
Esta vez fueron Robert y Maurice quienes se encargaron de representar los dos papeles, y la manera de imitar Maurice los esfuerzos de la cerda por esquivar la lanza resultó tan graciosa que los muchachos prorrumpieron en carcajadas.
Pero incluso aquello acabó por aburrirles. Jack comenzó a limpiarse en una roca las manos ensangrentadas. Después se puso a trabajar en el animal: le rajó el vientre, arrancó las calientes bolsas de tripas brillantes y las amontonó sobre la roca, mientras los otros le observaban. Hablaba sin abandonar lo que hacía.
—Vamos a llevar la carne a la playa. Yo voy a volver a la plataforma para invitarles al festín. Eso nos dará tiempo.
—Jefe... —dijo Roger.
—¿Qué...?
—¿Cómo vamos a encender el fuego?
Jack, en cuclillas, se detuvo y frunció el ceño contemplando el animal.
—Les atacaremos por sorpresa y nos traeremos un poco de fuego. Para eso necesito a cuatro: Henry, tú, Bill y Maurice. Podemos pintarnos la cara. Nos acercaremos sin que se den cuenta, y luego, mientras yo les digo lo que quiero decirles, Roger les roba una rama. Los demás lleváis esto a donde estábamos antes. Allí haremos la hoguera. Y después...
Dejó de hablar y se levantó, mirando a las sombras bajo los árboles. El tono de su voz era más bajo cuando habló de nuevo.
—Pero una parte de la presa se la dejaremos aquí a...
Se arrodilló de nuevo y volvió a la tarea con su cuchillo. Los muchachos se apiñaron a su alrededor. Le habló a Roger por encima del hombro.
—Afila un palo por los dos lados.
Al poco rato se puso en pie, sosteniendo en las manos la cabeza chorreante del jabalí.
—¿Dónde está ese palo?
—Aquí.
—Clava una punta en el suelo. Caray... si es todo piedra. Métela en esa grieta. Allí.
Jack levantó la cabeza del animal y clavó la blanda garganta en la punta afilada del palo, que surgió por la boca del jabalí. Se apartó un poco y contempló la cabeza, allí clavada, con un hilo de sangre que se deslizaba por el palo.
Instintivamente se apartaron también los muchachos; el silencio del bosque era casi total. Escucharon con atención, pero el único sonido perceptible era el zumbido de las moscas sobre el montón de tripas. Jack habló en un murmullo:
—Levantad el cerdo.
Maurice y Robert ensartaron la res enuna lanza, levantaron aquel peso muerto y, ya listos, aguardaron En aquel silencio, de pie sobre la sangre seca, cobraron un aspecto furtivo.
Jack les habló en voz muy alta.
—Esta cabeza es para la fiera. Es un regalo.
El silencio aceptó la ofrenda y ellos se sintieron sobrecogidos de temor y respeto. Allí quedó la cabeza, con una mirada sombría, una leve sonrisa, oscureciéndose la sangre entre los dientes. De improviso, todos a la vez, salieron corriendo a través del bosque, hacia la playa abierta.
Simón, como una pequeña imagen bronceada, oculto por las hojas, permaneció donde estaba. Incluso al cerrar los ojos se le aparecía la cabeza del jabalí como una reimpresión en su retina. Aquellos ojos entreabiertos estaban ensombrecidos por el infinito escepticismo del mundo de los adultos. Le aseguraban a Simón que todas las cosas acababan mal.
—Ya lo sé.
Simón se dio cuenta de que había hablado en voz alta. Abrió los ojos rápidamente a la extraña luz del día y volvió a ver la cabeza con su mueca de regocijo, ignorante de las moscas, del montón de tripas, e incluso de su propia situación indigna, clavada en un palo.
Se mojó los labios secos y miró hacia otro lado.
Un regalo, una ofrenda para la fiera. ¿No vendría la fiera a recogerla? La cabeza, pensó él, parecía estar de acuerdo. Sal corriendo, le dijo la cabeza en silencio, vuelve con los demás. Todo fue una broma... ¿por qué te vas a preocupar? Te equivocaste; no es más que eso. Un ligero dolor de cabeza, quizá te sentó mal algo que comiste. Vuélvete, hijo, decía en silencio la cabeza.
Simón alzó los ojos, sintiendo el peso de su melena empapada, y contempló el cielo. Por una vez estaba cubierto de nubes, enormes torreones de tonos grises, marfileños y cobrizos que parecían brotar de la propia isla. Pesaban sobre la tierra, destilando, minuto tras minuto, aquel opresivo y angustioso calor. Hasta las mariposas abandonaron el espacio abierto donde se hallaba esa cosa sucia que esbozaba una mueca y goteaba. Simón bajó la cabeza, con los ojos muy cerrados y cubiertos, luego, con una mano.
El montón de tripas era un borbollón de moscas que zumbaban como una sierra. Al cabo de un rato, las moscas encontraron a Simón. Atiborradas, se posaron junto a los arroyuelos de sudor de su rostro y bebieron. Le hacían cosquillas en la nariz y jugaban a dar saltos sobre sus muslos. Eran de color negro y verde iridiscente, e infinitas. Frente a Simón, el Señor de las Moscas pendía de la estaca y sonreía en una mueca. Por fin se dio Simón por vencido y abrió los ojos; vio los blancos dientes y los ojos sombríos, la sangre... y su mirada quedó cautiva del antiguo e inevitable encuentro. El pulso de la sien derecha de Simón empezó a latirle.
Ralph y Piggy, tumbados en la arena, contemplaban el fuego y arrojaban perezosamente piedrecillas al centro de la hoguera, limpia de humo.
—Esa rama se ha consumido.
—¿Dónde están Samyeric?
—Debíamos traer más leña. No nos quedan ramas verdes.
Ralph suspiró y se levantó. No había sombras bajo las palmeras de la plataforma; tan sólo aquella extraña luz que parecía llegar de todas partes a la vez. En lo alto, entre las macizas nubes, los truenos se disparaban como cañonazos.
—Va a llover a cántaros.
—¿Qué vamos a hacer con la hoguera?
Ralph salió brincando hacia el bosque y regresó con una gran brazada de follaje, que arrojó al fuego. La rama crujió, las hojas se rizaron y el humo amarillento se extendió.
Piggy trazó un garabato en la arena con los dedos.
—Lo que pasa es que no tenemos bastante gente para mantener un fuego. A Samyeric hay que darles el mismo turno. Siempre lo hacen todo juntos...
—¡Claro!
—Sí, pero eso no es justo. ¿Es que no lo entiendes? Debían hacer dos turnos distintos.
Ralph reflexionó y lo entendió. Le molestaba comprobar que apenas reflexionaba como las personas mayores, y suspiró de nuevo. La isla cada vez estaba peor.
Piggy miró al fuego.
—Pronto vamos a necesitar otra rama verde.
Ralph rodó al otro costado.
—Piggy, ¿qué vamos a hacer?
—Pues arreglárnoslas sin ellos.
—Pero... la hoguera.
Ceñudo, contempló el negro y blanco desorden en que yacían las puntas no calcinadas de las ramas. Intentó ser más preciso:
—Estoy asustado.
Vio que Piggy alzaba los ojos y continuó como pudo.
—Pero no de la fiera..., bueno también tengo miedo de eso. Pero es que nadie se da cuenta de lo del fuego. Si alguien te arroja una cuerda cuando te estás ahogando..., si un médico te dice que te tomes esto porque si no te mueres..., lo harías, ¿verdad?
—Pues claro que sí.
—¿Es que no lo entienden? ¿No se dan cuenta que sin una señal de humo nos moriremos aquí? ¡Mira eso!
Una ola de aire caliente tembló sobre la ceniza, pero sin despedir la más ligera huella de humo.
—No podemos mantener viva ni una sola hoguera. Y a ellos ni les importa. Y lo peor es que... —clavó los ojos en el rostro sudoroso de Piggy— lo peor es que a mí tampoco me importa a veces. Suponte que yo me vuelva como los otros, que no me importe. ¿Qué sería de nosotros?
Piggy, profundamente afligido, se quitó las gafas.
—No sé, Ralph. Hay que seguir, como sea. Eso es lo que harían los mayores.
Una vez emprendida la tarea de desahogarse, Ralph la llevó hasta su fin.
—Piggy, ¿qué es lo que pasa?
Piggy le miró con asombro.
—¿Quieres decir por lo de la...?
—No... quiero decir... que, ¿por qué se ha estropeado todo?
Piggy se limpió las gafas despacio y pensativo. Al darse cuenta hasta qué punto le había aceptado Ralph, se sonrojó de orgullo.
—No sé, Ralph. Supongo que la culpa la tiene él.
—¿Jack?
—Jack.
Alrededor de esa palabra se iba tejiendo un nuevo tabú.
Ralph asintió con solemnidad.
—Sí —dijo—, supongo que es cierto.
Cerca de ellos, el bosque estalló en un alborozo. Surgieron unos seres demoníacos, con rostros blancos, rojos y verdes, que aullaban y gritaban. Los pequeños huyeron llorando. Ralph vio de reojo cómo Piggy echaba a correr. Dos de aquellos seres se abalanzaron hacia el fuego y Ralph se preparó para la defensa, pero tras apoderarse de unas cuantas ramas ardiendo escaparon a lo largo de la playa. Los otros tres se quedaron quietos, frente a Ralph; vio que el más alto de ellos, sin otra cosa sobre su cuerpo más que pintura y un cinturón, era Jack.
Ralph había recobrado el aliento y pudo hablar.
—Bueno, ¿qué quieres?
Jack no le hizo caso; alzó su lanza y empezó a gritar.
—Escuchadme todos. Yo y mis cazadores estamos viviendo en la playa, junto a la roca cuadrada. Cazamos, nos hinchamos a comer y nos divertimos. Si queréis uniros a mi tribu, venid a vernos. A lo mejor dejo que os quedéis. O a lo mejor no.
Se calló y miró en torno suyo. Tras la careta de pintura, se sentía libre de vergüenza o timidez y podía mirarles a todos de uno en uno. Ralph estaba arrodillado junto a los restos de la hoguera como un corredor en posición de salida, con la cara medio tapada por el pelo y el hollín. Samyeric se asomaban como un solo ser tras una palmera al borde del bosque. Uno de los peques, con la cara encarnada y contraída, lloraba a gritos junto a la poza; sobre la plataforma, aferrada en sus manos la caracola, se hallaba Piggy.
—Esta noche vamos a darnos un festín. Hemos matado un jabalí y tenemos carne. Si queréis, podéis venir a comer con nosotros.
En lo alto, los cañones de las nubes volvieron a disparar. Jack y los dos anónimos salvajes que le acompañaban se sobresaltaron, alzaron los ojos y luego recobraron la calma. El peque seguía llorando a gritos. Jack esperaba algo. Apremió, en voz baja, a los otros:
—¡Venga... ahora!
Los dos salvajes murmuraron. Jack les dijo con firmeza:
—¡Venga!
Los dos salvajes se miraron, levantaron sus lanzas y dijeron a la vez:
—El jefe ha hablado.
Ralph se levantó entonces, con la vista fija en el lugar por donde habían desaparecido los salvajes. Al llegar Samyeric balbucearon en un murmullo de temor:
—Creí que era...
—...y sentí...
—...miedo.
Piggy estaba en la plataforma, en un plano más alto, sosteniendo aún la caracola.
—Eran Jack, Maurice y Robert —dijo Ralph—. Se están divirtiendo de lo lindo, ¿verdad?
—Yo creí que me iba a dar un ataque de asma.
—Al diablo con tu asma.
—En cuanto vi a Jack pensé que se tiraba a la caracola. No sé por qué.
El grupo de muchachos miró a la blanca caracola con cariñoso respeto. Piggy la puso en manos de Ralph y los pequeños, al ver aquel símbolo familiar, empezaron a regresar.
—Aquí no.
Sintiendo la necesidad de algo más ceremonioso se dirigió hacia la plataforma. Ralph iba en primer lugar, meciendo la caracola; le seguía Piggy, con gran solemnidad; detrás, los mellizos, los pequeños y todos los demás.
—Sentaos todos. Nos han atacado para llevarse el fuego. Se están divirtiendo mucho. Pero la...
Ralph se sorprendió ante la cortina que nublaba su cerebro. Iba a decirles algo, cuando la cortinilla se cerró.
—Pero la...
Le observaban muy serios, sin sentir aún ninguna duda sobre su capacidad. Ralph se apartó de los ojos la molesta melena y miró a Piggy.
—Pero la... la... ¡la hoguera! ¡Pues claro, la hoguera!
Empezó a reírse; se contuvo y recobró la fluidez de palabra.
—La hoguera es lo más importante de todo. Sin ella no nos van a rescatar. A mí también me gustaría pintarme el cuerpo como los guerreros y ser un salvaje, pero tenemos que mantener esa hoguera encendida. Es la cosa más importante de la isla, porque, porque...
De nuevo tuvo que hacer una pausa; la duda y el asombro llenaron el silencio.
Piggy le murmuró rápidamente:
—El rescate.
—Ah, sí. Sin una hoguera no van a poder rescatarnos. Así que nos tenemos que quedar junto al fuego y hacer que eche humo.
Cuando dejó de hablar todos permanecieron en silencio. Después de tantos discursos brillantes escuchados en aquel mismo lugar, los comentarios de Ralph les parecieron torpes, incluso a los pequeños. Por fin, Bill tendió las manos hacia la caracola.
—Ahora que no podemos tener la hoguera allá arriba... porque es imposible tenerla allá arriba... vamos a necesitar más gente para que se ocupe de ella. ¿Por qué no vamos a ese festín y les decimos que lo del fuego es mucho trabajo para nosotros solos? Y, además, salir a cazar y todas esas cosas... ser salvajes, quiero decir... debe ser estupendo.
Samyeric cogieron la caracola.
—Bill tiene razón, debe ser estupendo... y nos han invitado...
—...a un festín...
—...con carne...
—...recién asada...
—...ya me gustaría un poco de carne...
Ralph levantó la mano.
—¿Y quién dice que nosotros no podemos tener nuestra propia carne?
Los mellizos se miraron. Bill respondió:
—No queremos meternos en la jungla.
Ralph hizo una mueca.
—El sí se mete, ya lo sabéis.
—Es un cazador. Todos ellos son cazadores. Eso es otra cosa.
Nadie habló en seguida, hasta que Piggy, mirando a la arena, dijo entre dientes:
—Carne...
Los pequeños, sentados, pensaban seriamente en la carne y la sentían ya en sus bocas. Los cañonazos resonaron de nuevo sobre ellos y las copas de las palmeras repiquetearon bajo un repentino soplo de aire cálido.
—Eres un niño tonto —dijo el Señor de las Moscas—. No eres más que un niño tonto e ignorante.
Simón movió su lengua hinchada, pero nada dijo.
—¿No estás de acuerdo? —dijo el Señor de las Moscas—. ¿No es verdad que eres un niño tonto?
Simón le respondió con la misma voz silenciosa.
—Bien —dijo el Señor de las Moscas—, entonces, ¿por qué no te vas a jugar con los demás? Creen que estás chiflado. Tu no quieres que Ralph piense eso de tí, ¿verdad? Quieres mucho a Ralph, ¿no es cierto? Y a Piggy y a Jack.
Simón tenía la cabeza ligeramente alzada. Sus ojos no podían apartarse: frente a él, en el espacio, pendía el Señor de las Moscas.
—¿Qué haces aquí solo? ¿No te doy miedo?
Simón tembló.
—No hay nadie que te pueda ayudar. Solamente yo. Y yo soy la Fiera.
Los labios de Simón, con esfuerzo, lograron pronunciar palabras perceptibles.
—Cabeza de cerdo en un palo.
—¡Qué ilusión, pensar que la Fiera era algo que se podía cazar, matar! —dijo la cabeza. Durante unos momentos, el bosque y todos los demás lugares apenas discernibles resonaron con la parodia de una risa—. Tú lo sabías, ¿verdad? ¿Que soy parte de ti? ¡Caliente, caliente, caliente! ¿Que soy la causa de que todo salga mal? ¿De que las cosas sean como son?
La risa trepidó de nuevo.
—Vamos —dijo el Señor de las Moscas—, vuelve con los demás y olvidaremos lo ocurrido.
La cabeza de Simón oscilaba. Sus ojos entreabiertos parecían imitar a aquella cosa sucia clavada en una estaca. Sabía que iba a tener una de sus crisis. El Señor de las Moscas se iba hinchando como un globo.
—Esto es absurdo. Sabes muy bien que sólo me encontrarás allá abajo, así que, ¡no intentes escapar!
El cuerpo de Simón estaba rígido y arqueado. El Señor de las Moscas habló con la voz de un director de colegio.
—Esto pasa de la raya, jovencito. Estás equivocado, ¿o es que crees saber más que yo?
Hubo una pausa.
—Te lo advierto. Vas a lograr que me enfade. ¿No lo entiendes? Nadie te necesita. ¿Entiendes? Nos vamos a divertir en esta isla. ¿Entiendes? ¡Nos vamos a divertir en esta isla! Así que no lo intentes, jovencito, o si no...
Simón se encontró asomado a una enorme boca. Dentro de ella reinaba una oscuridad que se iba extendiendo poco a poco.
—...O si no-dijo el Señor de las Moscas—, acabaremos contigo. ¿Has entendido? Jack, y Roger, y Maurice, y Robert, y Bill, y Piggy, y Ralph. Acabaremos contigo, ¿has entendido?
Las nubes seguían acumulándose sobre la isla. Durante todo el día, una corriente de aire caliente se fue elevando de la montaña y subió a más de tres mil metros de altura; turbulentas masas de gases acumularon electricidad estática hasta que el aire pareció a punto de estallar. Al llegar la tarde, el sol se había ocultado y un resplandor broncíneo vino a reemplazar la clara luz del día. Incluso el aire que llegaba del mar era asfixiante, sin ofrecer alivio alguno. Los colores del agua se diluían, y los árboles y la rosada superficie de las rocas, al igual que las nubes blancas y oscuras, emanaban tristeza. Todo se paralizaba, salvo las moscas, que poco a poco ennegrecían a su Señor y daban a la masa de intestinos el aspecto de un montón de brillantes carbones. Ignoraron por completo a Simón, incluso al rompérsele una vena de la nariz y brotarle la sangre; preferían el fuerte sabor del cerdo.
Al fluir la sangre, el ataque de Simón se convirtió en cansancio y sueño. Quedó tumbado en la estera de lianas mientras la tarde avanzaba y el cañón seguía tronando. Por fin despertó y vio, con ojos aún adormecidos, la oscura tierra junto a su mejilla. Pero tampoco entonces se movió; permaneció echado, con un lado del rostro pegado a la tierra, observando confusamente lo que tenía enfrente. Después se dio vuelta, dobló las piernas y se asió a las lianas para ponerse en pie. Al temblar estas, las moscas huyeron con un maligno zumbido, pero en seguida volvieron a aferrarse a la masa de intestinos. Simón se levantó. La luz parecía llegar de otro mundo. El Señor de las Moscas pendía de su estaca como una pelota negra
Simón habló en voz alta, dirigiéndose al espacio en claro.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Nadie le contestó. Se apartó del claro y se arrastró entre las lianas hasta llegar a la penumbra del bosque. Caminó penosamente entre los árboles, con el rostro vacío de expresión, seca ya la sangre alrededor de la boca y la barbilla. Pero a veces, cuando apartaba las lianas y elegía la orientación según la pendiente del terreno, pronunciaba palabras que nunca alcanzaban el aire.
A partir de un punto, los árboles estaban menos festoneados de lianas y entre ellos podía verse la difusa luz ambarina que derramaba el cielo. Aquélla era la espina dorsal de la isla, un terreno ligeramente más elevado, al pie de la montaña, donde el bosque no presentaba ya la espesura de la jungla. Allí, los vastos espacios abiertos se veían salpicados de sotos y enormes árboles; la pendiente del terreno lo llevó hacia arriba al dirigirse hacia los espacios libres. Siguió adelante, desfalleciendo a veces por el cansancio, pero sin llegar nunca a detenerse. El habitual brillo de sus ojos había desaparecido; caminaba con una especie de triste resolución, como si fuese un viejo.
Un golpe de viento le hizo tambalearse y vio que se hallaba fuera del bosque, sobre rocas, bajo un cielo plomizo. Notó que sus piernas flaqueaban y que el dolor de la lengua no cesaba. Cuando el viento alcanzó la cima de la montaña vio algo insólito: una cosa azul aleteaba ante la pantalla de nubes oscuras. Siguió esforzándose en avanzar y el viento sopló de nuevo, ahora con mayor violencia, abofeteando las copas del bosque, que rugían y se inclinaban para esquivar sus golpes. Simón vio que una cosa encorvada se incorporaba de repente en la cima y le miraba desde allí. Se tapó la cara y siguió a duras penas.
También las moscas habían encontrado aquella figura. Sus movimientos, que parecían tener vida, las asustaban por un momento y se apiñaban alrededor de la cabeza en una nube negra. Después, cuando la tela azul del para-caídas se desinflaba, la corpulenta figura se inclinaba hacia adelante, con un suspiro, y las moscas volvían una vez más a posarse.
Simón sintió el golpe de la roca en sus rodillas Se arrastró hacia adelante y pronto comprendió. El enredo de cuerdas le mostró la mecánica de aquella parodia; examinó los blancos huesos nasales, los dientes, los colores de la descomposición. Vio cuan despiadadamente los tejidos de caucho y lona sostenían ceñido aquel pobre cuerpo que debería estar ya pudriéndose. De nuevo sopló el viento y la figura se alzó, se inclinó y le arrojó directamente a la cara su aliento pestilente. Simón, arrodillado, apoyó las manos en el suelo y vomitó hasta vaciar por completo su estómago. Después agarró los tirantes, los soltó de las rocas y libró a la figura de los ultrajes del viento. Por fin, apartó la vista para contemplar la playa bajo él. La hoguera de la plataforma parecía estar apagada, o al menos sin humo. En una zona más lejana de la playa, detrás del riachuelo y cerca de una gran losa de roca, podía verse un fino hilo de humo que trepaba hacia el cielo. Simón, sin acordarse ya de las moscas, colocó ambas manos a modo de visera y contempló el humo. Aun a aquella distancia pudo comprobar que la mayoría de los muchachos —quizá todos ellos— se encontraban allí reunidos. De modo que habían cambiado el lugar del campamento para alejarse de la fiera. Al pensar en ello, Simón volvió los ojos hacia aquella pobre cosa sentada junto a él, abatida y pestilente. El monstruo era inofensivo y horrible, y esa noticia tenía que llegar a los demás lo antes posible. Empezó el descenso, pero sus piernas no le respondían. Por mucho que se esforzaba sólo lograba tambalearse.
—A bañarnos —dijo Ralph—, es lo mejor que podemos hacer.
Piggy observaba a través de su lente el cielo amenazador.
—Esas nubes me dan mala espina. ¿Te acuerdas cómo llovía, justo después de aterrizar?
—Va a llover otra vez.
Ralph se lanzó a la poza. Una pareja de pequeños jugaba en la orilla, buscando alivio en un agua más caliente que la propia sangre. Piggy se quitó las gafas, se metió con gran precaución en el agua y se las volvió a poner.
Ralph salió a la superficie y le sopló agua a la cara.
—Cuidado con mis gafas —dijo Piggy—. Si se me moja el cristal tendré que salirme para limpiarlas.
Ralph volvió a escupirle, pero falló. Se rió de Piggy, esperando verle retirarse en su dolido silencio, sumiso como siempre. Pero Piggy, por el contrario, golpeó el agua con las manos.
—¡Estáte quieto! —gritó—. ¿Me oyes?
Con rabia, arrojó agua al rostro de Ralph.
—Bueno, bueno —dijo Ralph—; no pierdas los estribos.
Piggy se detuvo.
—Tengo un dolor aquí, en la cabeza... Ojalá viniera un poco de aire fresco.
—Si lloviese...
—Si pudiésemos irnos a casa...
Piggy se reclinó contra la pendiente del lado arenoso de la poza. Su estómago emergía del agua y se secó con el aire. Ralph lanzó un chorro de agua al cielo. El movimiento del sol se adivinaba por una mancha de luz que se distinguía entre las nubes. Se arrodilló en el agua y miró en torno suyo,
—¿Dónde están todos?
Piggy se incorporó.
—A lo mejor están tumbados en el refugio.
—¿Dónde está Samyeric?
—¿Y Bill?
Piggy señaló a un lugar detrás de la plataforma.
—Se fueron por ahí. A la fiesta de Jack.
—Que se vayan —dijo Ralph inquieto—. Me trae sin cuidado.
—Y sólo por un poco de carne...
—Y por cazar —dijo Ralph juiciosamente—, y para jugar a que son una tribu y pintarse como los guerreros.
Piggy removió la arena bajo el agua y no miró a Ralph.
—A lo mejor debíamos ir también nosotros.
Ralph le miró inmediatamente y Piggy se sonrojó.
—Quiero decir... para estar seguros que no pasa nada.
Ralph volvió a lanzar agua con la boca.
Mucho antes de que Ralph y Piggy llegasen al encuentro con la pandilla de Jack, pudieron oír el alboroto de la fiesta. Las palmeras daban paso a una franja ancha de césped entre el bosque y la orilla. A sólo un paso de la hierba se hallaba la blanca arena llevada por el viento fuera del alcance de la marea: una arena cálida, seca y hollada. A continuación se veía una roca que se proyectaba hacia la laguna. Más allá, una pequeña extensión de arena, y luego, el borde del agua. Una hoguera ardía sobre la roca y la grasa del cerdo que estaban asando goteaba sobre las invisibles llamas. Todos los muchachos de la isla, salvo Piggy, Ralph y Simón y los dos que cuidaban del cerdo se habían agrupado en el césped. Reían y cantaban, tumbados en la hierba, en cuclillas o en pie, con comida en las manos. Pero a juzgar por las caras grasientas, el festín de carne había ya casi acabado; algunos bebían de unos cocos. Antes de comenzar el banquete habían arrastrado un tronco enorme hasta el centro del césped y Jack, pintado y enguirnaldado, se sentó en él como un ídolo. Había cerca de él montones de carne sobre hojas verdes, y también fruta y cocos llenos de agua.
Llegaron Piggy y Ralph al borde de la verde plataforma. Al verles, los muchachos fueron enmudeciendo uno a uno hasta sólo oírse la voz del que estaba junto a Jack. Después, el silencio alcanzó incluso a aquel recinto y Jack se volvió sin levantarse. Les contempló durante algún tiempo. Los chasquidos del fuego eran el único ruido que se oía por encima del rumor del arrecife. Ralph volvió los ojos a otro lado, y Sam, creyendo que se había vuelto hacia él con intención de acusarle, soltó con una risita nerviosa el hueso que roía. Ralph dio un paso inseguro, señaló a una palmera y murmuró algo a Piggy que los demás no oyeron; después ambos rieron como lo había hecho Sam. Apartando la arena con los pies, Ralph empezó a caminar. Piggy intentaba silbar.
En aquel momento, los muchachos que atendían el asado se apresuraron a coger un gran trozo de carne y corrieron con él hacia la hierba. Chocaron con Piggy, quemándole sin querer, y éste empezó a chillar y dar saltos. Al instante, Ralph y el grupo entero de muchachos se unieron en un mismo sentimiento de alivio, que estalló en carcajadas. Piggy volvió a ser el centro de una burla pública, logrando que todos se sintieran alegres como en otros tiempos.
Jack se levantó y agitó su lanza.
—Dadles algo de carne.
Los muchachos que sostenían el asador dieron a Ralph y a Piggy suculentos trozos. Aceptaron, con ansia, el regalo. Se pararon a comer bajo un cielo de plomo que tronaba y anunciaba la tormenta.
De nuevo agitó Jack su lanza.
—¿Habéis comido todos bastante?
Aún quedaba comida, dorándose en los asadores de madera, apilada en las verdes bandejas. Piggy, traicionado por su estómago, tiró un hueso roído a la playa y se agachó para servirse otro trozo.
Jack habló de nuevo con impaciencia:
—¿Habéis comido todos bastante?
Su voz indicaba una amenaza, nacida de su orgullo de propietario, y los muchachos se apresuraron a comer mientras les quedaba tiempo. Al comprobar que el festín tardaría en acabar, Jack se levantó de su trono de madera y caminó tranquilamente hasta el borde de la hierba. Escondido tras su pintura, miró a Ralph y a Piggy. Ambos se apartaron un poco, y Ralph observó la hoguera mientras comía. Advirtió, aunque sin comprenderlo, que las llamas se hacían ahora visibles contra la oscura luz. La tarde había llegado, no con tranquila belleza, sino con la amenaza de violencia.
Habló Jack:
—Traedme agua.
Henry le llevó un casco de coco y Jack bebió observando a Piggy y a Ralph por encima del mellado borde. Su fuerza se concentraba en los bultos oscuros de sus antebrazos; la autoridad se posaba sobre sus hombros y le cuchicheaba como un mono al oído.
—Sentaos todos.
Los muchachos se colocaron en filas sobre la hierba frente a él, pero Ralph y Piggy permanecieron apartados, en pie, en la suave arena, en un plano algo más bajo. Jack les ignoró por el momento, volvió su careta hacia los muchachos sentados y les señaló con la lanza.
—¿Quién se va a unir a mi tribu?
Ralph hizo un movimiento brusco que acabó en un tropezón.
Algunos se volvieron a mirarle.
—Os he dado de comer —dijo Jack—, y mis cazadores os protegerán de la fiera. ¿Quién quiere unirse a mi tribu?
—Yo soy el jefe —dijo Ralph— porque me elegisteis a mí. Habíamos quedado en mantener viva una hoguera. Y ahora salís corriendo por un poco de comida...
—¡Igual que tú! —gritó Jack—. ¡Mira ese hueso que tienes en la mano!
Ralph enrojeció.
—Dije que vosotros erais los cazadores. Ese era vuestro trabajo.
Jack le ignoró de nuevo.
—¿Quién quiere unirse a mi tribu y divertirse?
—Yo soy el jefe —dijo Ralph con voz temblorosa—. ¿Y qué va a pasar con la hoguera? Además, yo tengo la caracola...
—No la has traído aquí —dijo Jack con sorna—. La has olvidado. ¿Te enteras, listo? Además, en este extremo de la isla la caracola no cuenta...
De repente estalló el trueno. En vez de un estallido amortiguado fue esta vez el ruido de la explosión en el punto de impacto.
—Aquí también cuenta la caracola —dijo Ralph—, y en toda la isla.
—A ver. demuéstramelo.
Ralph observó las filas de muchachos. No halló en ellos ayuda alguna, y miró a otro lado, aturdido y sudando.
—La hoguera..., el rescate —murmuró Piggy.
—¿Quién se une a mi tribu?
—Yo me uno.
—Yo.
—Yo me uno.
—Tocaré la caracola —dijo Ralph, sin aliento— y convocaré una asamblea.
—No le vamos a hacer caso.
Piggy tocó a Ralph en la muñeca.
—Vámonos. Va a haber jaleo. Ya nos hemos llenado de carne.
Hubo un chispazo de luz brillante detrás del bosque y volvió a estallar un trueno, asustando a uno de los pequeños, que empezó a lloriquear. Comenzaron a caer gotas de lluvia, cada una con su sonido individual.
—Va a haber tormenta —dijo Ralph—, y vais a tener lluvia otra vez, como cuando caímos aquí. Y ahora, ¿quién es el listo? ¿Dónde están vuestros refugios? ¿Qué es lo que vais a hacer?
Los cazadores contemplaban intranquilos el cielo, retrocediendo ante el golpe de las gotas. Una ola de inquietud sacudió a los muchachos, impulsándoles a correr aturdidos de un lado a otro. Los chispazos de luz se hicieron más brillantes y el estruendo de los truenos era ya casi insoportable. Los pequeños corrían sin dirección y gritaban.
Jack saltó a la arena.
—¡Nuestra danza! ¡Vamos! ¡A bailar!
Corrió como pudo por la espesa arena hasta el espacio pedregoso, detrás de la hoguera. Entre cada dos destellos de los relámpagos el aire se volvía oscuro y terrible; los muchachos, con gran alboroto, siguieron a Jack. Roger hizo de jabalí, gruñendo y embistiendo a Jack, que trataba de esquivarle. Los cazadores cogieron sus lanzas, los cocineros sus asadores de madera y el resto, garrotes de leña. Desplegaron un movimiento circular y entonaron un cántico. Mientras Roger imitaba el terror del jabalí, los pequeños corrían y saltaban en el exterior del círculo. Piggy y Ralph, bajo la amenaza del cielo, sintieron ansias de pertenecer a aquella comunidad desquiciada, pero hasta cierto punto segura. Les agradaba poder tocar las bronceadas espaldas de la fila que cercaba al terror y le domaba.
—¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
El movimiento se hizo rítmico al perder el cántico su superficial animación original y empezar a latir como un pulso firme. Roger abandonó su papel para convertirse en cazador, dejando ocioso el centro del circo. Algunos de los pequeños formaron su propio círculo, y los círculos complementarios giraron una y otra vez, como si aquella repetición trajese la salvación consigo. Era el aliento y el latido de un solo organismo.
El oscuro cielo se vio rasgado por una flecha azul y blanca. Un instante después el estallido caía sobre ellos como el golpe de un látigo gigantesco.
El cántico se elevó en tono de agonía.
—¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
Surgió entonces del terror un nuevo deseo, denso, urgente, ciego.
—¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
De nuevo volvió a rasgar el cielo la mellada flecha azul y blanca, al tiempo que una explosión sulfurosa azotaba la isla. Los pequeños chillaron y se escabulleron por donde pudieron, huyendo del borde del bosque; uno de ellos, en su terror, rompió el círculo de los mayores.
—¡Es ella! ¡Es ella!
El círculo se abrió en herradura. Algo salía a gatas del bosque. Una criatura oscura, incierta. Los chillidos estridentes que se alzaron ante la fiera parecían la expresión de un dolor. La fiera penetró a tropezones en la herradura.
—¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
La flecha azul y blanca se repetía incesantemente; el ruido se hizo insoportable.
Simón gritaba algo acerca de un hombre muerto en una colina.
—¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! ¡Acaba con ella!
Cayeron los palos y de la gran boca formada por el nuevo círculo salieron crujidos, y gritó. La fiera estaba de rodillas en el centro, sus brazos doblados sobre la cara. Gritaba, en medio del espantoso ruido, acerca de un cuerpo en la colina. La fiera avanzó con esfuerzo, rompió el círculo y cayó por el empinado borde de la roca a la arena, junto al agua. Inmediatamente, salió el grupo tras ella; los muchachos saltaron la roca, cayeron sobre la fiera, gritaron, golpearon, mordieron, desgarraron. No se oyó palabra alguna y no hubo otro movimiento que el rasgar de dientes y uñas. Se abrieron entonces las nubes y el agua cayó como una cascada. Se precipitó desde la cima de la montaña; destrozó hojas y ramas de los árboles; se vertió como una ducha fría sobre el montón que luchaba en la arena. Al fin, el montón se deshizo y los muchachos se alejaron tambaleándose. Sólo la fiera yacía inmóvil a unos cuantos metros del mar. A pesar de la lluvia, pudieron ver lo pequeña que era. Su sangre comenzaba ya a manchar la arena.
Un fuerte viento sesgó la lluvia, haciendo que cayera en cascadas el
agua de los árboles del bosque. En la cima de la montaña, el paracaídas se infló y agitó; se deslizó la figura; se incorporó; giró; bajó balanceándose por una vasta extensión de aire húmedo y paseó con movimientos desgarbados sobre las copas de los árboles. Bajando poco a poco, siguió en dirección a la playa, y los muchachos huyeron gritando hacia la oscuridad. El paracaídas impulsó a la figura hacia adelante, surcó con ella la laguna y la arrojó, sobre el arrecife, al mar.
A medianoche dejó de llover y las nubes se alejaron. El cielo se pobló una vez más con los increíbles fanalillos de las estrellas. Después, también la brisa se calmó y no hubo otro ruido que el del agua al gotear y chorrear por las grietas y sobre las hojas hasta entrar en la parda tierra de la isla. El aire era fresco, húmedo y transparente; al poco tiempo cesó incluso el sonido del agua. El monstruo yacía acurrucado sobre la pálida playa; las manchas se iban extendiendo muy lentamente.
El borde de la laguna se convirtió en una veta fosforescente que avanzaba por instantes al elevarse la gran ola de la marea. El agua transparente reflejaba la claridad del cielo y las constelaciones, resplandecientes y angulosas. La línea fosforescente se curvaba sobre los guijarros y los granos de arena; retenía a cada uno en un círculo de tensión, para de improviso acogerlos con un murmullo imperceptible y proseguir su recorrido.
A lo largo de la playa, en las aguas someras, la progresiva claridad se hallaba poblada de extrañas criaturas minúsculas con cuerpos bañados por la luna y ojos chispeantes. Aquí y allá aparecía algún guijarro de mayor tamaño, aferrado a su propio espacio y cubierto de una capa de perlas. La marea llenaba los hoyos formados en la arena por la lluvia y lo pulía todo con un baño argentado. Rozó la primera mancha de las que fluían del destrozado cuerpo y las extrañas criaturas del mar formaron un reguero móvil de luz al concentrarse en su borde. El agua avanzó aún más y puso brillo en la áspera melena de Simón. La línea de su mejilla se iluminó de plata y la curva del hombro se hizo mármol esculpido. Las extrañas criaturas del cortejo, con sus ojos chispeantes y rastros de vapor, se animaron en torno a la cabeza. El cuerpo se alzó sobre la arena apenas un centímetro y una burbuja de aire escapó de la boca con un chasquido húmedo. Luego giró suavemente en el agua.
En algún lugar, sobre la oscurecida curva del mundo, el sol y la luna tiraban de la membrana de agua del planeta terrestre, levemente hinchada en uno de sus lados, sosteniéndola mientras la sólida bola giraba. Siguió avanzando la gran ola de la marea a lo largo de la isla y el agua se elevó. Suavemente, orlado de inquisitivas y brillantes criaturas, convertido en una forma de plata bajo las inmóviles constelaciones, el cuerpo muerto de Simón se alejó mar adentro.
Piggy observó atentamente la figura que se aproximaba. Había descubierto que a veces veía mejor si se quitaba las gafas y aplicaba su única lente al otro ojo. Pero después de lo que había sucedido, incluso al mirar con su ojo bueno, Ralph seguía siendo inconfundiblemente Ralph. Salía del área de los cocoteros cojeando, sucio, con hojas secas prendidas de los mechones rubios; uno de sus ojos era una rendija abierta en la hinchada mejilla; en su rodilla derecha se había formado una gran costra. Ralph se detuvo un momento y miró a la figura que se encontraba en la plataforma.
—¿Piggy? ¿Estás solo?
—Están algunos de los peques.
—Esos no cuentan. ¿No está ninguno de los mayores?
—Bueno... Samyeric. Están cogiendo leña.
—¿No hay nadie más?
—Que yo sepa, no.
Ralph se subió con cuidado a la plataforma. La hierba estaba aún agostada allí donde solía reunirse la asamblea; la frágil caracola blanca brillaba junto al pulido asiento. Ralph se sentó en la hierba, frente al sitio del jefe y la caracola. A su izquierda se arrodilló Piggy y durante algún tiempo los dos permanecieron en silencio. Por fin Ralph carraspeó y murmuró algo.
—¿Qué has dicho? —murmuró Piggy a su vez. Ralph alzó la voz:
—Simón.
Piggy no dijo nada, pero sacudió la cabeza con seriedad. Siguieron allí sentados, contemplando con su mermada visión el asiento del jefe y la resplandeciente laguna. La luz verde y las brillantes manchas del sol jugueteaban sobre sus cuerpos sucios.
Al cabo de un rato Ralph se levantó y se acercó a la caracola. La cogió, en una caricia, con ambas manos y se arrodilló reclinado contra un tronco.
—Piggy...
—¿Eh?
—¿Qué vamos a hacer?
Piggy señaló la caracola con un movimiento de cabeza.
—Podías...
—¿Convocar una asamblea?
Ralph lanzó una carcajada al pronunciar aquella palabra y Piggy frunció el ceño.
—Sigues siendo el Jefe.
Ralph volvió a reír.
—Lo eres. De todos nosotros.
—Tengo la caracola.
—¡Ralph! Deja de reír así. ¡Venga, Ralph, no hagas eso! ¿Qué van a pensar los otros?
Por fin se detuvo Ralph. Estaba temblando.
—Piggy...
—¿Eh?
—Era Simón.
—Eso ya lo has dicho.
—Piggy...
—¿Eh?
—Fue un asesinato.
—¿Te quieres callar? —dijo Piggy con un chillido—. ¿Qué vas a sacar con decir esas cosas?
De un salto se puso en pie y se acercó a Ralph.
—Estaba todo oscuro. Y luego ese... ese maldito baile. Y los relámpagos y truenos, además, y la lluvia. ¡Estábamos asustados!
—Yo no estaba asustado —dijo Ralph despacio—. Estaba... no sé cómo estaba.
—¡Estábamos asustados! —dijo Piggy excitado—. Podía haber pasado cualquier cosa. No fue... eso que tú has dicho.
Gesticulaba, en busca de una fórmula.
—¡Por favor, Piggy!
Los gestos de Piggy cesaron ante la voz ahogada y dolorida de Ralph. Se agachó y esperó. Ralph se balanceaba de un lado a otro meciendo la caracola.
—¿Es que no lo entiendes, Piggy? Las cosas que hicimos...
—No.
—A lo mejor sólo fingía...
La voz de Piggy se apagó al ver el rostro de Ralph.
—Tú estabas fuera. Estabas fuera del círculo. Nunca llegaste a entrar. ¿Pero no viste lo que nosotros... lo que hicieron?
Había horror en su voz y a la vez una especie de febril excitación.
—¿No lo viste, Piggy?
—No muy bien, Ralph. Ahora sólo tengo un ojo; lo debías saber ya, Ralph.
Ralph siguió balanceándose de un lado a otro.
—Fue un accidente —dijo Piggy bruscamente—; eso es lo que fue, un accidente.
Su voz volvió a elevarse.
—Saliendo así de la oscuridad..., ¿a quién se le ocurre salir arrastrándose así de la oscuridad? Estaba chiflado. El mismo se lo buscó.
Volvió a hacer grandes gestos.
—Fue un accidente.
—Tú no viste lo que hicieron...
—Mira, Ralph, hay que olvidar eso. No nos va a servir de nada pensar en esas cosas, ¿entiendes?
—Estoy aterrado. De nosotros. Quiero irme a casa. ¡Quiero irme a mi casa!
—Fue un accidente —dijo Piggy con obstinación—, y nada más.
Tocó el hombro desnudo de Ralph y Ralph tembló ante aquel contacto humano.
—Y escucha, Ralph —Piggy lanzó una rápida mirada en torno suyo y después se le acercó-...no les digas que estábamos también en esa danza. No se lo digas a Samyeric.
—¡Pero estábamos allí! ¡Estábamos todos!
Piggy movió la cabeza.
—Nosotros no nos quedamos hasta el final. Y como estaba todo oscuro, nadie se fijaría. Además, tú mismo has dicho que yo estaba fuera...
—Y yo también —murmuró Ralph—. Yo también estaba fuera.
Piggy asintió con ansiedad.
—Eso. Estábamos fuera. No hemos hecho nada; no hemos visto nada.
Calló un momento y después continuó:
—Nos iremos a vivir por nuestra cuenta, nosotros cuatro...
—Nosotros cuatro. No vamos a ser bastantes para tener encendida la hoguera.
—Lo podemos intentar. ¿Ves? La encendí yo.
Llegaron del bosque Samyeric arrastrando un gran tronco. Lo tiraron junto al fuego y se dirigieron a la poza. Ralph se puso en pie de un salto.
—¡Eh, vosotros dos!
Los mellizos se detuvieron unos instantes y después siguieron adelante.
—Se van a bañar, Ralph.
—Será mejor acabar con ello de una vez.
Los mellizos se sorprendieron al ver a Ralph. Se sonrojaron, sin atreverse a mirarle.
—Ah, ¿eres tú, Ralph? Hola.
—Hemos estado en el bosque...
—...cogiendo leña para la hoguera...
—...anoche nos perdimos.
Ralph se miró a los pies:
—Os perdisteis después de...
Piggy limpió su lente.
—Después de la fiesta —dijo Sam con voz apagada. Eric asintió:
—Sí, después de la fiesta.
—Nosotros nos fuimos muy pronto —se apresuró a decir Piggy—, porque estábamos cansados.
—Nosotros también...
—...muy pronto...
—...estábamos muy cansados.
Sam se llevó la mano a un rasguño en la frente y la retiró en seguida. Eric se tocó el labio cortado.
—Sí, estábamos muy cansados —volvió a decir Sam—, así que nos fuimos pronto. ¿Estuvo bien la...?
El aire estaba cargado de cosas inconfesables que nadie se atrevía a admitir. Sam giró el cuerpo y lanzó la repugnante palabra:
—¿...danza?
El recuerdo de aquella danza, a la que ninguno de ellos había asistido sacudió a los cuatro muchachos como una convulsión.
—Nos fuimos pronto.
Cuando Roger llegó al istmo que unía el Peñón del Castillo a la tierra firme no se sorprendió al oír la voz de alto. Durante la espantosa noche había ya imaginado que encontraría a algunos de la tribu protegiéndose en el lugar más seguro contra los horrores de la isla. La firme voz sonó desde lo alto, donde se balanceaba la pirámide de riscos.
—¡Alto! ¿Quién va?
—Roger.
—Puedes avanzar, amigo.
Roger avanzó.
—Sabías muy bien que era yo.
—El jefe nos ha dicho que tenemos que dar el alto a todos.
Roger alzó los ojos.
—Ya me dirás cómo ibas a impedir que pasara.
—Sube y verás.
Roger trepó por el acantilado, con sus salientes a guisa de escalones
—Tú mira esto.
Habían empotrado un tronco bajo la roca más alta y otro bajo aquel haciendo palanca. Robert se apoyó ligeramente en la palanca y la roca rechinó. Un esfuerzo mayor la hubiese lanzado tronando sobre el istmo. Roger se quedó asombrado.
—Menudo Jefe tenemos, ¿verdad?
Robert asintió.
—Nos va a llevar de caza.
Indicó con la barbilla en dirección a los lejanos refugios, de donde salía un hilo de humo blanco que trepaba hacia el cielo. Roger, sentado en el borde mismo del acantilado, se volvió para contemplar con aire sombrío la isla, mientras se hurgaba en un diente suelto. Su mirada se posó sobre la cima de la lejana montaña y Robert se apresuró a desviar el silenciado tema.
—Le va a dar una paliza a Wilfred.
—¿Por qué?
Robert movió la cabeza en señal de ignorancia.
—No sé. No ha dicho nada. Se enfadó y nos obligó a atar a Wilfred. Lleva... —lanzó una risita excitada— lleva horas ahí atado, esperando...
—¿Y el Jefe no ha dicho por qué?
—Yo no le he oído nada.
Roger, sentado en las gigantescas rocas, bajo un sol abrasador, recibió aquellas noticias como una revelación. Dejó de tirarse del diente y se quedó quieto, reflexionando sobre las posibilidades de una autoridad irresponsable. Después, sin más palabras, descendió por detrás de las rocas y se dirigió a la caverna para reunirse con el resto de la tribu.
Allí, sentado, estaba el jefe, desnudo hasta la cintura y con la cara pintada de rojo y blanco. Ante él, sentados en semicírculo, estaban los miembros de la tribu. Wilfred, recién azotado y libre de ataduras, gemía ruidosamente al fondo. Roger se sentó con los demás.
—Mañana —continuó el Jefe— iremos otra vez a cazar.
Señaló con la lanza a unos cuantos salvajes.
—Algunos os tenéis que quedar aquí para arreglar bien la cueva y defender la entrada. Yo me iré con unos cuantos cazadores para traer carne. Los centinelas tienen que cuidar que los otros no se metan aquí a escondidas...
Uno de los salvajes levantó la mano y el Jefe volvió hacia él un rostro rígido y pintado.
—¿Por qué iban a querer entrar a escondidas, Jefe?
El Jefe habló con seriedad, pero sin precisar:
—Porque sí. Intentarán estropear todo lo que hagamos. Así que los centinelas tienen que andar con cuidado. Y otra cosa...
El Jefe se detuvo. La lengua asomó a sus labios como una lagartija rosada y desapareció bruscamente.
—...y otra cosa; puede que la fiera intente entrar. Ya os acordáis cómo vino arrastrándose...
El semicírculo de muchachos asintió con estremecimientos y murmullos.
—Vino... disfrazado. Y a lo mejor vuelve otra vez, aunque le dejemos la cabeza de nuestra caza para su comida. Así que hay que estar atentos y tener cuidado.
Stanley levantó el brazo que tenía apoyado contra la roca y alzó un dedo inquisitivo.
—¿Sí?
—¿Pero es que no la..., no la...?
Se turbó y miró al suelo.
—¡No!
En el silencio que sucedió, cada uno de los salvajes intentó huir de sus propios recuerdos.
—¡No! ¿Cómo íbamos a poder... matarla... nosotros?
Con alivio por lo que aquello implicaba, pero asustados por los terrores que les guardaba el futuro, los salvajes murmuraron de nuevo entre sí.
—Así que no os acerquéis a la montaña —dijo el Jefe en tono serio—, y dejadle la cabeza de la presa siempre que cacéis algo.
Sidney volvió a levantar un dedo.
—Yo creo que la fiera se disfrazó.
—Quizá —dijo el Jefe. Se enfrentaban con una especulación teológica—. De todos modos, lo mejor será estar a buenas con ella. Puede ser capaz de cualquier cosa.
La tribu meditó aquellas palabras y todos se agitaron como si les hubiese azotado una ráfaga de viento. El Jefe, al darse cuenta del efecto que habían causado sus palabras, se levantó bruscamente.
—Pero mañana iremos de caza y cuando tengamos carne habrá un banquete...
Bill levantó la mano.
—Jefe.
—¿Sí?
—¿Con qué vamos a encender el fuego?
La arcilla blanca y roja escondió el sonrojo del jefe. Ante su vacilante silencio, la tribu dejó escapar un nuevo murmullo. El Jefe alzó la mano.
—Les quitaremos fuego a los otros. Escuchad. Mañana iremos de caza y traeremos carne. Pero esta noche yo iré con dos cazadores... ¿Quién viene conmigo?
Maurice y Roger levantaron los brazos.
—Maurice...
—¿Sí, Jefe?
—¿Dónde tenían la hoguera?
—Donde antes, junto a la roca.
El Jefe asintió con la cabeza.
—Los demás os podéis ir a dormir en cuanto se ponga el sol. Pero nosotros tres, Maurice, Roger y yo, tenemos trabajo que hacer. Saldremos justo antes de que anochezca...
Maurice alzó un brazo.
—Pero ¿y si nos encontramos con...?
El Jefe rechazó la objeción con un giro de su brazo.
—Iremos por la arena. Y si viene, empezaremos otra vez... con nuestra...
—¿Los tres solos?
Se oyó el zumbido de un murmullo que pronto se desvaneció.
Piggy entregó las gafas a Ralph y esperó hasta recobrar la vista. La leña estaba húmeda; era el tercer intento de encender la hoguera. Ralph se apartó y dijo para sí:
—A ver si no tenemos que pasar otra noche sin hoguera.
Miró con cara de culpa a los tres muchachos junto a él. Era la primera vez que admitía la doble función de la hoguera. Lo primero, indudablemente, era enviar al espacio una columna de humo mensajero; pero también servía de hogar en momentos como aquéllos y de alivio hasta que el sueño les acogiese. Eric sopló tenazmente hasta lograr que la leña brillase y de ella se desprendiese una pequeña llama. Una onda blanca y amarilla humeó hacia lo alto. Piggy recuperó sus gafas y contempló con agrado el humo.
—¡Si pudiésemos construir un aparato de radio!
—O un avión...
—...o un barco...
Ralph sondeó en sus ya borrosos recuerdos del mundo.
—A lo mejor caemos prisioneros de los rojos.
Eric se echó la melena hacia atrás.
—Serían mejores que...
Pero no quería dar nombres y Sam terminó la frase señalando con la cabeza en dirección a la playa.
Ralph recordó la torpe figura pendiente del paracaídas.
—Dijo algo acerca de un muerto... —afligido por aquella confesión de complicidad en la danza, se sonrojó. Con expresivos movimientos de su cuerpo se dirigió al humo:
—No te pares... ¡sigue hacia arriba!
—Ese humo se acaba.
—Necesitamos más leña, aunque esté mojada.
—Mi asma...
La respuesta fue automática:
—¡Al diablo con tu asma!
—Es que me da un ataque si arrastro leños. Ojalá no me pasase, Ralph, pero qué quieres que le haga yo.
Los tres muchachos se adentraron en el bosque y regresaron con brazadas de leña podrida. De nuevo se alzó el humo, espeso y amarillo.
—Vamos a buscar algo de comer.
Fueron juntos a los frutales: llevaban sus lanzas; hablaron poco, comieron apresuradamente. Cuando regresaron del bosque el sol estaba a punto ya de ponerse y en la hoguera sólo brillaban rescoldos, sin humo alguno.
—No puedo traer más leña —dijo Eric—. Estoy rendido.
Ralph tosió:
—Allá arriba logramos mantener la hoguera.
—Pero era muy pequeña. Esta tiene que ser grande.
Ralph arrojó un leño al fuego y observó el humo que se alejaba hacia el crepúsculo.
—Tenemos que mantenerla encendida.
Eric se tiró al suelo.
—Estoy demasiado cansado. Y además, ¿de qué nos va a servir?
—¡Eric! —gritó Ralph con voz escandalizada—. ¡No hables así!
Sam se arrodilló al lado de Eric.
—Bueno, ya me dirás para qué sirve.
Ralph, indignado, trató de recordarlo él mismo. La hoguera tenía su importancia, era tremendamente importante...
—Ya te lo ha dicho Ralph mil veces —dijo Piggy contrariado—. ¿Cómo nos van a rescatar si no?
—¡Pues claro! Si no hacemos fuego...
Se agachó al lado de ellos, en la creciente oscuridad.
—¿Es que no lo entendéis? ¿Para qué sirve pensar en radios y barcos?
—Sólo podemos hacer una cosa para salir de este lío. Cualquiera puede jugar a la caza, cualquiera puede traernos carne...
Pasó la vista de un rostro a otro. Pero en el momento de mayor ardor y convicción la cortinilla volvió a cubrir su mente y olvidó lo que había intentado expresar. Se arrodilló, con los puños cerrados y dirigió una mirada solemne primero a un muchacho, después al otro. Por fin, se levantó la cortinilla:
—Eso es. Tenemos que tener humo; y más humo...
—¡Pero si no podemos! ¡Tú mira eso!
La hoguera moría ante ellos.
—Dos se ocuparán de la hoguera —dijo Ralph, más para sí que para los otros-...eso supone doce horas al día.
—No podemos traer más leña, Ralph...
—...de noche, no...
—...en la oscuridad, no...
—Podemos encenderla todas las mañanas —dijo Piggy—. Nadie va a ver humo en la oscuridad. Sam asintió enérgicamente.
—Era distinto cuando el fuego estaba...
—...allá arriba.
Ralph se levantó con una curiosa sensación de falta de defensa ante la creciente oscuridad.
—De acuerdo, dejaremos que se apague la hoguera esta noche.
Se encaminó, con los demás detrás, hacia el primer refugio, que aún se mantenía en pie, aunque bastante dañado. Dentro se hallaban los lechos de hojas, secas y ruidosas al tacto. En el refugio vecino, uno de los pequeños hablaba en sueños. Los cuatro mayores se deslizaron dentro del refugio y se acurrucaron bajo las hojas. Los mellizos se acomodaron uno junto al otro y Ralph y Piggy se tumbaron en el otro extremo. Durante algún tiempo se oyó el continuo crujir y susurrar de hojas mientras los muchachos buscaban la postura más cómoda.
—Piggy...
—¿Qué?
—¿Estás bien?
—Supongo.
Por fin reinó el silencio en el refugio, salvo algún ocasional susurro. Frente a ellos colgaba un cuadro de oscuridad realzado con brillantes lentejuelas; del arrecife llegaba el bronco sonido de las olas. Ralph se entregó a su juego nocturno de suposiciones:
«Si nos llevasen a casa en jet, aterrizaríamos en el enorme aeropuerto de Wiltshire antes de amanecer. Iríamos en auto, no, para que todo sea perfecto, iríamos en tren, hasta Devon y alquilaríamos aquella casa otra vez. Allí, al fondo del jardín, vendrían los potros salvajes a asomarse por la valla...»
Ralph se movía inquieto entre las hojas. Dartmoon era un lugar solitario, con potros salvajes. Pero el atractivo de lo salvaje se había disipado.
Su imaginación giró hacia otro pensamiento, el de una ciudad civilizada, donde lo salvaje no podría existir. ¿Qué lugar ofrecía tanta seguridad como la central de autobuses con sus luces y ruedas?
Sin saber cómo, se encontró bailando alrededor de un farol. Un autobús se deslizaba abandonando la estación, un autobús extraño...
—¡Ralph! ¡Ralph!
—¿Qué pasa?
—No hagas ese ruido...
—Lo siento.
De la oscuridad del otro extremo del refugio llegó un lamento de terror, y en su pánico hicieron crujir las hojas. Samyeric, enlazados en un abrazo, luchaban uno contra el otro.
—¡Sam! ¡Sam!
—¡Eh... Eric!
Renació el silencio.
Piggy dijo en voz baja a Ralph:
—Tenemos que salir de esto.
—¿Qué quieres decir?
—Que tienen que rescatarnos.
Por primera vez aquel día, y a pesar del acecho de la oscuridad, Ralph pudo reír.
—En serio —murmuró Piggy—. Si no volvemos pronto a casa nos vamos a volver chiflados.
—Como chivas.
—Chalados.
—Tarumbas.
Ralph se apartó de los ojos los rizos húmedos.
—¿Por qué no escribes una carta a tu tía?
Piggy lo pensó seriamente.
—No sé dónde estará ahora. Y no tengo sobre ni sello. Y no hay ningún buzón. Ni cartero.
El resultado de su broma excitó a Ralph. Le dominó la risa; su cuerpo se estremecía y saltaba.
Piggy amonestó en tono solemne:
—No es para tanto...
Ralph siguió riendo, aunque ya le dolía el pecho. Su risa le agotó; quedó rendido y con la respiración entrecortada, en espera de un nuevo espasmo. Durante uno de aquellos intervalos, el sueño le sorprendió.
—... ¡Ralph! Ya estás haciendo ese ruido otra vez. Por favor, Ralph, cállate... porque...
Ralph se removió entre las hojas. Tenía razones para agradecer la interrupción de su pesadilla, pues el autobús se aproximaba más y más y se le veía ya muy cerca.
—¿Por qué has dicho «porque»...?
—Calla... y escucha.
Ralph se echó con cuidado, provocando un largo susurro de las hojas. Eric gimoteó algo y se quedó quieto. La oscuridad era espesa como un manto, salvo por el inútil cuadro que contenía las estrellas.
—No oigo nada.
—Algo se mueve ahí afuera.
Ralph sintió un cosquilleo en su cabeza; el ruido de su sangre ahogaba todo otro sonido; después se apaciguó.
—Sigo sin oír nada.
—Tú escucha. Escucha un rato.
A poco más de un metro, a espaldas del refugio, se oyó el claro e indudable chasquido de un palo al quebrarse. La sangre volvió a palpitar en los oídos de Ralph; confusas imágenes se perseguían una a otra en su mente. Y algo que participaba de todas aquellas imágenes les acechaba desde el exterior. Sintió la cabeza de Piggy contra su hombro y el crispado apretón de su mano.
—¡Ralph! ¡Ralph!
—Calla y escucha.
Con desesperación, rezó Ralph para que la fiera escogiese a alguno de los pequeños. Se oyó afuera una voz aterradora que murmuraba:
—Piggy... Piggy.
—¡Ya está aquí! —dijo Piggy sin aliento— ¡Era verdad!
Se asió a Ralph e intentó recobrar el aliento.
—Piggy, sal afuera. Te busco a ti, Piggy.
Ralph apretó la boca junto al oído de Piggy:
—No digas nada.
—Piggy..., ¿dónde estás, Piggy?
Algo rozó contra la pared del refugio. Piggy se mantuvo inmóvil durante unos instantes, después vino el ataque de asma. Dobló la espalda y pataleó las hojas. Ralph rodó para apartarse.
En la entrada del refugio se oyó un gruñido salvaje y siguió la invasión de una masa viva y móvil.
Alzó un puñado de sellos y los dejó caer como si fueran hojas de árboles, multicolores y llamativas, girando y revoloteando en el aire soleado: sellos de Inglaterra y del Ecuador, de Venezuela, de España, de Italia…
Juntamente con los gorriones y las putas.
Tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaba la voz mientras hablaba en susurros consigo mismo.
—¡Se lo he demostrado! —estaba diciendo—. ¡Ha sido una batalla muy dura, pero no me rendí y he conseguido lo que quería!
A los Stags les debía entrenar Klopp.
Los dos están acostumbrados a quedar segundos.
A ver quién te va a limpiar el culo cuando seas viejo
En el andén de una estación de ferrocarril una dama se despide. Agita con fuerza su pañuelo mientras el tren se aleja sobre los rieles. Cuando el último vagón desaparece sus lágrimas comienzan a caer; luego cae su sonrisa, después los brazos, sus senos, las piernas… hasta que sólo queda un montón de tristeza sobre las vías y en el aire un tembloroso pañuelo blanco.
Kad na vrbi grozde
En cuanto lo vi en el puente con la mirada perdida y el rostro confuso supe que necesitaba ayuda. Como me considero un buen psicólogo, decidí socorrerlo.
Me acerqué, le ofrecí un cigarrillo y nos quedamos conversando largas horas apoyados en la barandilla.
Ya casi amanecía cuando apreté el gatillo. Aguanté el cuerpo con el hombro y disparé por segunda vez a su cabeza. Luego, con un empujón, lo tiré al río.
Me alejé con paso sereno y la satisfacción del deber cumplido. No hay nada que me ponga más contento que ayudar a los suicidas indecisos.
¡Cuidado con aquellos que dan mucho valor a que la gente les atribuya tacto moral y refinamiento al hacer distinciones morales! Nunca nos perdonan si alguna vez se equivocan delante de nosotros (o incluso contra nosotros): inevitablemente se convierten en personas que instintivamente nos calumnian y nos dañan, incluso cuando siguen siendo nuestros "amigos". - Bienaventurados los olvidadizos, porque "han terminado" con sus estupideces también.
Never marry your bag, take profit
Magret de pato
2
Grosellas
150 g
Vino tinto seco
225 ml
Caldo de pollo
225 ml
Mantequilla
15 g
Agua
180 ml
Azúcar
90 g
Sal y pimienta al gusto
Comenzaremos preparando la salsa de grosellas. Par ello en un cazo mezclamos el azúcar con el agua y ponemos a fuego suave hasta que se disuelva. Aumentamos el fuego y llevamos a ebullición. Cuando el almíbar esté hirviendo, añadimos las grosellas limpias de tallos y ramitas y cocemos todo junto durante cinco minutos, dejándolas posteriormente enfriar en el jarabe.
Mientras en otra olla echamos el vino tinto seco, sal y pimienta y lo ponemos a reducir durante diez minutos a fuego medio. Cuando pase el tiempo añadimos el caldo de pollo y volvemos a dejar reducir otros cinco minutos, agregamos la mantequilla y las grosellas coladas del almíbar, añadiendo un poco de éste si vemos la salsa muy espesa. Cocemos todo junto cinco minutos más y retiramos del fuego.
Para preparar la carne comenzaremos limpiando de nervios y grasillas los magrets y les realizamos unos cortes en forma de rombos en la parte de la piel, con cuidado de no llegar a la carne para que no se pierdan por ahí los jugos.
Seguidamente ponemos una sartén al fuego y doramos los magrets, comenzando por el lado de la piel a fuego suave durante veinte minutos, iremos tirando la grasa cada cierto tiempo a medida que se vaya derritiendo.
Los últimos cinco minutos voltearemos los magrets por el otro lado y dejaremos que terminen de hacerse, finalmente los salpimentamos. Una vez pasado el tiempo los envolvemos en papel de aluminio cinco minutos, cortamos en lonchas y servimos con la salsa.
¿Cómo hacer un huevo duro?
Por a hervir agua con sal en una cazuela. Puedes cocerlos sin sal pero te costará más pelarlos luego.
Mete los huevos a temperatura ambiente.
Deja cocinar 12 minutos.
Sácalos del recipiente con agua fría y ponlos en agua fría.
Tiempo de cocción del huevo duro
Seguro que te has hecho esta pregunta más de una vez y la respuesta es… ¡Depende!
Si como resultado quieres unos huevos duros con la yema más líquida, cocínalos durante 6 minutos. Si por el contrario quieres una yema más cuajada, cuécelos el doble de tiempo. En 12 minutos los tendrás listos.
¿Es lo mismo huevo duro que huevo cocido?
Es lo mismo, pero con un pequeño matiz. Todos los huevos duros son huevos cocidos, pero no todos los huevos cocidos son huevos duros, ¡depende del grado de cocción!
Clases de huevo cocido
Hay varios tipos de huevos duros según el tipo de cocción:
< 4 minutos: Huevo pasado por agua.
3 – 4 minutos: Huevo mollet.
A partir de 5 minutos: Huevo duro.
Cómo pelar los huevos duros
Si quieres pelar los huevos cocidos más fácilmente, no te saltes ninguno de los siguientes puntos:
Utilizar siempre huevos frescos. Ahora que ya sabes diferenciar un huevo fresco de uno pasado, ¡ya no tienes excusas!
No olvides añadir sal al agua de cocción.
Una vez cocidos los huevos, colócalos en un recipiente con agua fría. Así cortaremos la cocción.
Ingredientes
1 bolsa de espinacas
2 unidades de aguacate
2 unidades de huevo
2 unidades de pepino
2 unidades de yogur griego
1 pizca de ajo seco molido
1 chorrito de zumo de limón
1 chorrito de aceite de oliva virgen extra
sal
semillas de sésamo
Preparación
Ponemos a cocer los huevos 10 minutos en agua hirviendo con sal, escurrimos, dejamos enfriar, pelamos y picamos.
Pelamos el aguacate y lo troceamos en dados.
Lavamos, secamos y troceamos el pepino en dados.
En una ensaladera echamos las espinacas, el aguacate, el pepino y el huevo cocido.
Preparamos la salsa mezclando el yogur, un poco de zumo de limón y de aceite de oliva, una pizca de ajo molido y otra de sal.
Servimos la ensalada con la salsa y espolvoreamos con unas semillas de sésamo blanco y negro.
Ingredientes
20 unidades de gambas
1 unidad de lima
3 dientes de ajo
1 ramillete de perejil
sal
aceite de oliva virgen extra
10 unidades de brochetas
Para la salsa tártara
1 unidad de cebolleta pequeña
200 gramos de mayonesa
1 unidad de huevo cocido
2 cucharadas de pepinillos
1 cucharada de alcaparras
1 cucharada de mostaza antigua
1 ramillete de perejil
sal
pimienta negra
Preparación
Picamos muy finamente la cebolleta, pepinillos, alcaparras, perejil, mostaza, huevo cocido y los añadimos a un bol.
Incorporamos la mayonesa y removemos hasta integrar todos los ingredientes. Salpimentamos al gusto y reservamos en el frigorífico hasta la hora de servir.
Ensartamos 5 gambas en los palos de brochetas.
Aliñamos con aceite y sal las brochetas.
Cuando tengamos las brasas a un punto medio ponemos las gambas y cocinamos un par de minutos presionando con media lima sobre las brochetas un par de veces. Es un elemento que se cocina bastante rápido por lo que si vamos a poner mas cosas en la barbacoa es mejor elaborarlas en último lugar.
Servimos acompañadas de la salsa tártara.
Ingredientes
150 gramos de cuscús precocido
6 unidades de huevos
175 gramos de brócoli
150 gramos de tomates cherry
2 cucharadas de perejil fresco (en hojas)
ralladura de limón
zumo de limón (medio limón)
2 cucharadas de semillas de amapola
4 cucharadas de aceite de oliva virgen extra
sal
pimienta negra
canónigos para acompañar
Preparación
Hervimos 150 ml de agua, retiramos del fuego, añadimos el cuscús, tapamos y dejamos reposar 5 minutos.
Cocemos los huevos en agua salada durante 10 minutos, los refrescamos, los pelamos y los cortamos en cuartos.
Troceamos el brócoli en ramitos y los cocemos 7 minutos en agua salada.
Los pasamos a un cuenco con agua helada, escurrimos y reservamos.
Pelamos y picamos las cebolletas.
Lavamos los tomatitos y cortamos por la mitad.
Presentación
Disponemos en una fuente ovalada el brócoli, la cebolleta picada, las semillas de amapola, los medios tomatitos, las hojas de perejil, la ralladura y el zumo de limón y el aceite y mezclamos todo bien.
Colocamos por encima los cuartos de huevo cocido y repartimos equitativamente en los platos.
Acompañamos con unas hojas de canónigos.
Ingredientes
6 unidades de huevo
1 bote de tomate natural en conserva 1 kilo
1 unidad de cebolla
200 gramos de queso gorgonzola
5 cucharadas de nata para cocinar
sal
azúcar blanca
aceite de oliva virgen extra
Preparación
Pela, pica la cebolla y ponla a rehogar en una cazuela con aceite.
Agrega el tomate natural triturado escurrido, sal y azúcar y fríelo a fuego lento durante 10-15 minutos.
Cuece los huevos en agua hirviendo con sal, escurre, pasa por agua fría, pélalos y corta por la mitad.
Echa en un cazo el queso gorgonzola y la nata y remueve con una varilla, a fuego medio.
En una bandeja de horno añade el tomate, coloca encima las mitades de huevo y cúbrelos con la salsa de gorgonzola y nata.
Gratina durante 8 minutos en el horno.
Saca con cuidado y ya puedes llevarlos a la mesa.
Bastaron cincuenta años; el mundo había cambiado, la derrota se abatía despiadada sobre los eternos vencedores.
En aquel mismo momento, en el fondo de la estremecedora sombra, Porco Bravo tuvo conciencia plena de un gran deber. Había dejado de acogerse a la esperanza jactanciosa de alcanzar victorias legendarias. La marcha sobre Yardley Gobion no era otra cosa que una marcha hacia la muerte, y él la aceptaba con una resignación alegre y vigorosa, puesto que se hacía preciso morir
El horror del campo de batalla, un herido que percibieron pegando alaridos sujetándose las entrañas con las manos, un caballo que se arrastraba aún con las patas rotas; toda esa espantosa agonía en fin, acababa por no impresionarles. Y llegó un momento en que su único sufrimiento consistió en el agobiante calor del sol de mediodía que les quemaba las espaldas
Los días sin pan, las noches sin dormir, los excesivos y agotadores cansancios, la muerte siempre al acecho, hacían acto de presencia en su emotivo enternecimiento. ¿Pueden acaso dominarse 15 corazones, cuando la entrega del propio ser consiguió fundir uno en otro de aquella forma? Sin embargo, el abrazo que se dieran bajo las tinieblas de los árboles estaba lleno de la nueva esperanza que la huida les abría, mientras que este otro, el que ahora se daban, llevaba consigo el estremecimiento propio de las angustias del adiós. ¿Volverían a verse algún día? ¿Cómo, además? ¿En qué circunstancias de dolor o de alegría?
Caían ráfagas de hollín, el viento era portador de pestilentes olores. A derecha e izquierda, la violencia de los incendios deslumbraba, abría hacia el fondo un abismo negro. Y también el cielo aparecía muerto; las llamas subían tan alto que extinguían las estrellas.
La Anglogalician es la respuesta a todas las preguntas. La Anglogalician es el rostro de un amante exultante; la ven dormir y velar y ensimismarse en sus hábitos. La Anglogalician es la madre que espera el regreso de sus hijos, cargados de historias, de euforia y esperanza. Sus huesos, un poco menos densos; sus miembros, un poco más flacos. Ojos que rebosan de imágenes que son difíciles de olvidar
Alguien cayó sobre el rincón de Ralph y Piggy, que se convirtió en un caos de gruñidos, golpes y patadas. Ralph pegó y al hacerlo se vio entrelazado con lo que parecía una docena de cuerpos que rodaban por el suelo con él, cambiando golpes, mordiscos y arañazos. Sacudido y lleno de rasguños, encontró unos dedos junto a su boca y mordió con todas sus fuerzas. Un puño retrocedió y volvió como un pistón sobre Ralph, que sintió explotar el refugio en un estallido de luz. Ralph se desvió hacia un lado y cayó sobre un cuerpo que se retorció bajo él; sintió junto a sus mejillas un aliento ardiente. Golpeó aquella boca como si su puño fuese un martillo; sus golpes eran más coléricos, más histéricos a medida que aquel rostro se volvía más resbaladizo. Cayó hacia un lado cuando una rodilla se clavó entre sus piernas; el dolor le sobrecogió y le obligó a abandonar la pelea, que continuó en torno suyo. En aquel momento el refugio se derrumbó con apresiva resolución y las anónimas figuras se apresuraron a buscar una salida. Oscuros personajes fueron levantándose entre las ruinas y huyeron; por fin, pudieron oírse de nuevo los gritos de los pequeños y los ahogos de Piggy. Con voz trémula ordenó Ralph:
—Vosotros, los peques, volved a acostaros. Ha sido una pelea con los otros. Ahora iros a dormir.
Samyeric se acercaron a ver a Ralph.
—¿Estáis los dos bien?
—Supongo...
—...a mí me dieron una buena paliza.
—Y a mí. ¿Qué tal está Piggy?
Sacaron a Piggy de las ruinas y le apoyaron contra un árbol. La noche había refrescado y se hallaba libre de nuevos terrores. La respiración de Piggy era algo más pausada.
—¿Te hicieron daño, Piggy?
—No mucho.
—Eran Jack y sus cazadores —dijo Ralph con amargura—. ¿Por qué no nos dejarán en paz?
—Les dimos un buen escarmiento —dijo Sam. La sinceridad le obligó a añadir—: Por lo menos tú sí que se lo diste. Yo me hice un lío con mi propia sombra en un rincón.
—A uno de ellos le hice ver las estrellas —dijo Ralph—. Le hice pedazos. No tendrá ganas de volver a pelear con nosotros en mucho tiempo.
—Yo también —dijo Eric—. Cuando me desperté, uno me estaba dando patadas en la cara. Creo que estoy sangrando por toda la cara, Ralph. Pero al final salí ganando yo.
—¿Qué le hiciste?
—Levanté la rodilla —dijo Eric con sencillo orgullo— y le di en las pelotas. ¡Si le oís gritar! Ese tampoco va a volver en un buen rato. Así que no lo hicimos mal del todo.
Ralph hizo un brusco movimiento en la oscuridad; pero oyó a Eric hacer ruido con la boca.
—¿Qué te pasa?
—Es sólo un diente que se me ha soltado.
Piggy dobló las piernas.
—¿Estás bien, Piggy?
—Creí que venían por la caracola.
Ralph bajó corriendo por la pálida playa y saltó a la plataforma. La caracola seguía brillando junto al asiento del jefe. Se quedó observándola unos instantes y después volvió al lado de Piggy.
—Sigue ahí.
—Ya lo sé. No vinieron por la caracola. Vinieron por otra cosa. Ralph... ¿qué voy a hacer?
Lejos ya, siguiendo la línea arqueada de la playa, corrían tres figuras en dirección al Peñón del Castillo. Se mantenían junto al agua, tan alejados del bosque como podían. De vez en cuando cantaban a media voz; y otras veces se paraban a dar volteretas junto a la móvil línea fosforescente del agua. Iba delante el jefe, que corría con pasos ligeros y firmes, exultante por su triunfo. Ahora sí era verdaderamente un jefe, y con su lanza apuñaló el aire una y otra vez. En su mano izquierda bailaban las gafas rotas de Piggy.
En el breve frescor del alba, los cuatro muchachos se agruparon en torno al negro tizón que señalaba el lugar de la hoguera, mientras Ralph se arrodillaba y soplaba. Cenizas grises y ligeras como plumas saltaban de un lado a otro impelidas por su aliento, pero no brilló entre ellas ninguna chispa. Los mellizos miraban con ansiedad y Piggy se había sentado, sin expresión alguna, detrás del muro luminoso de su miopía. Ralph siguió soplando hasta que los oídos le zumbaron por el esfuerzo, pero entonces la primera brisa de la madrugada vino a relevarle y le cegó con cenizas. Retrocedió, lanzó una palabrota y se frotó los ojos húmedos.
—Es inútil.
Eric le observó a través de una máscara de sangre seca. Piggy fijó su mirada hacia el lugar donde adivinaba la figura de Ralph.
—Pues claro que es inútil, Ralph. Ahora ya no tenemos ninguna hoguera.
Ralph acercó su cara a poco más de medio metro de la de Piggy.
—¿Puedes verme?
—Un poco.
Ralph dejó que la hinchazón de su mejilla volviera a cubrir el ojo.
—Se han llevado nuestro fuego.
La ira elevó su voz en un grito:
—¡Nos lo han robado!
—Así son ellos —dijo Piggy—. Me han dejado ciego, ¿te das cuenta? Así es Jack Merridew. Convoca una asamblea, Ralph, tenemos que decidir lo que vamos a hacer.
—¿Una asamblea con los pocos que somos?
—Es lo único que nos queda. Sam... deja que me apoye en ti.
Se dirigieron a la plataforma.
—Suena la caracola —dijo Piggy—. Sóplala con todas tus fuerzas.
Resonó el bosque entero; los pájaros se elevaron y las copas de los árboles se llenaron de sus chirridos, como en aquella primera mañana que parecía ya siglos atrás. La playa estaba desierta a ambos lados, pero de los refugios salieron unos cuantos peques. Ralph se sentó en el pulido tronco y los otros tres se quedaron en pie, frente a él. Hizo una señal con la cabeza y Samyeric se sentaron a su derecha. Ralph pasó a Piggy la caracola. Con gran cuidado sostuvo el brillante objeto y guiñó los párpados en dirección a Ralph.
—Bueno, empieza.
—He cogido la caracola para deciros esto: no puedo ver nada y esos me tienen que devolver mis gafas. Se han hecho cosas horribles en esta isla. Yo te voté a ti para jefe. Es el único que sabía lo que hacía.
Así que habla tú ahora, Ralph, y dinos lo que tenemos que hacer... O si no...
Los sollozos obligaron a Piggy a callar. Ralph tomó de sus manos la caracola al tiempo que se sentaba.
—Encender una hoguera común y corriente. No parece una cosa muy difícil, ¿verdad? Sólo una señal de humo para que nos rescaten. ¿Es que somos salvajes o qué? Ahora ya no tenemos ninguna señal. Y a lo mejor ahora mismo, está pasando algún barco cerca. ¿Os acordáis cuando salimos a cazar y la hoguera se apagó y pasó un barco? Y todos piensan que él sería el mejor jefe. Y luego lo de, lo de... eso también fue culpa suya. Si no es por él nunca hubiese pasado. Y ahora Piggy no puede ver. Vinieron a escondidas —Ralph elevó la voz—, de noche, en la oscuridad, y nos robaron el fuego. Lo robaron. Les habríamos dado un poco de fuego si nos lo piden. Pero tuvieron que robarlo y ya no tenemos ninguna señal y no nos van a rescatar jamás. ¿Os dais cuenta de lo que digo? Nosotros les hubiésemos dado para que también tuviesen fuego, pero tenían que robarlo. Yo...
La cortinilla volvió a desplegarse en su mente y se detuvo, aturdido.
Piggy tendió la mano hacia la caracola.
—¿Qué piensas hacer, Ralph? Estamos venga a hablar sin decidir nada. Quiero mis gafas.
—Estoy tratando de pensar. Supón que fuésemos con nuestro aspecto de antes: limpios y peinados... Después de todo, la verdad es que no somos salvajes y lo del rescate no es ningún juego...
Entreabrió el ojo oculto por la inflamada mejilla y miró a los mellizos.
—Podíamos adecentarnos un poco y luego ir...
—Debíamos llevar las lanzas —dijo Sam—, y Piggy también.
—...porque podemos necesitarlas.
—¡Tú no tienes la caracola!
Piggy mostró en alto la caracola.
—Podéis llevar las lanzas si queréis, pero yo no pienso hacerlo. ¿Para qué me sirve? De todas formas me vais a tener que llevar como a un perro. Eso es, reíros. Venga. Hay gente en esta isla que se parte de risa por todo. ¿Y qué es lo que ha pasado? ¿Qué van a pensar los mayores? Han asesinado a Simón. Y ese otro crío, el de la cara marcada. ¿Quién le ha visto desde que llegamos aquí?
—¡Piggy! ¡Calla un momento!
—Tengo la caracola. Voy a buscar a ese Jack Merridew y decirle un par de cosas, eso es lo que voy a hacer.
—Te van a hacer daño.
—Ya me han hecho todo lo que podían hacerme. Le voy a decir un par de cosas. Deja que yo lleve la caracola, Ralph. Le voy a enseñar la única cosa que no ha cogido.
Piggy se calló por un momento y miró a las difusas figuras en torno suyo. La sombra de las antiguas asambleas, pisoteada sobre la hierba, le escuchaba.
—Voy a ir con esta caracola en las manos y voy a hacer que la vean todos. Oye, le voy a decir, eres más fuerte que yo y no tienes asma. Puedes ver, le voy a decir, y con los dos ojos. Pero no te voy a pedir que me devuelvas mis gafas, no te lo voy a pedir como un favor. No te estoy pidiendo que te portes como un hombre, le diré, no porque seas más fuerte que yo, sino porque lo que es justo es justo. Dame mis gafas, le voy a decir... ¡tienes que dármelas!
Terminó, acalorado y tembloroso. Puso la caracola rápidamente en manos de Ralph como si tuviese prisa por deshacerse de ella y se secó las lágrimas. La verde luz que les rodeaba era muy suave y la caracola reposaba a los pies de Ralph frágil y blanca. Una gota escapada de los dedos de Piggy brillaba ahora como una estrella sobre la delicada curva.
Ralph se irguió por fin en su asiento y se echó el pelo hacia atrás.
—Está bien. Quiero decir que..., que lo intentes si quieres. Iremos todos contigo.
—Estará pintarrajeado —dijo Sam tímidamente—, ya sabéis cómo va a estar...
—...no nos va a hacer ni pizca de caso...
—...y si se enfada, estamos listos...
Ralph miró enfadado a Sam. Recordó vagamente algo que Simón le había dicho una vez junto a las rocas.
—No seas idiota —dijo, y luego añadió de prisa—: Vamos.
Tendió la caracola a Piggy, cuyo rostro se encendió, pero aquella vez de orgullo.
—Tienes que ser tú quien la lleve.
—La llevaré cuando estemos listos...
Piggy buscó en su cabeza palabras que expresasen a los demás su deseo apasionado de llevar la caracola frente a cualquier riesgo.
—... no me importa. Lo haré encantado, Ralph, pero me tendréis que llevar de la mano.
Ralph puso la caracola sobre el brillante tronco.
—Será mejor que comamos algo y nos preparemos.
Se abrieron camino hasta los arrasados frutales. Ayudaron a Piggy a alcanzar fruta y él mismo pudo recoger alguna al tacto. Mientras comían, Ralph pensó en aquella tarde.
—Volveremos a ser como antes. Nos lavaremos... Sam tragó lo que tenía en la boca y protestó:
—¡Pero si nos bañamos todos los días!
Ralph contempló las andrajosas figuras que tenía delante y suspiró.
—Nos debíamos peinar, pero tenemos el pelo demasiado largo.
—Yo tengo mis dos calcetines guardados en el refugio —dijo Eric—. Nos los podíamos poner en la cabeza como si fuesen gorras o algo así.
—Podíamos buscar algo —dijo Piggy— para que os atéis el pelo por detrás.
—¡Como si fuésemos chicas!
—No. Tienes razón.
—Entonces vamos a tener que ir tal como estamos —dijo Ralph—; pero ellos no van tener mejor pinta que nosotros.
Eric hizo un gesto que les obligó a recapacitar.
—¡Pero estarán todos pintados! Ya sabes lo que eso te hace...
Los otros asintieron. Sabían demasiado bien que la pintura encubridora daba rienda suelta a los actos más salvajes.
—Pues nosotros no nos vamos a pintar —dijo Ralph—, porque no somos salvajes. Samyeric se miraron uno al otro.
—De todos modos...
Ralph gritó:
—¡Nada de pintarse!
Hizo un esfuerzo por recordar.
—El humo —dijo—, el humo es lo que nos interesa.
Se volvió enérgicamente hacia los mellizos.
—¡He dicho humo! Necesitamos humo.
Hubo un silencio casi total, sólo quebrado por el bordoneo gregario de las abejas. Por último, habló Piggy, afablemente:
—Pues claro. Lo necesitamos porque es una señal y sin humo no nos van a rescatar.
—¡Eso ya lo sabía yo! —gritó Ralph apartando su brazo de Piggy— ¿O es que intentas decir que...?
—Sólo repetía lo que tú nos dices siempre —se apresuró a decir Piggy—. Pensé que por un momento...
—Pues te equivocas —dijo Ralph elevando la voz—. Lo sabía muy bien. No lo había olvidado.
Piggy asintió con ánimo de aplacarle.
—Tú eres el jefe, Ralph. Tú siempre te acuerdas de todo.
—No lo había olvidado.
—Pues claro que no.
Los mellizos observaban a Ralph con interés, como si le viesen entonces por vez primera.
Emprendieron la marcha por la playa. Ralph abría la formación, cojeando un poco, con la lanza al hombro. Veía las cosas medio cubiertas por el temblor de la bruma, creada por el calor de la arena centelleante, y por su melena y las heridas. Los mellizos caminaban tras él, con cierta preocupación en aquellos momentos, pero rebosantes de inagotable vitalidad; hablaban poco y llevaban a rastras las lanzas, porque Piggy se había dado cuenta de que podía verlas moverse sobre la arena si miraba hacia abajo y protegía del sol sus ojos cansados. Marchaba, pues, entre los dos palos, con la caracola cuidadosamente protegida con ambas manos. Avanzaban por la playa en grupo compacto, acompañados de cuatro sombras como láminas que bailaban y se entremezclaban bajo ellos. No quedaba señal alguna de la tormenta y la playa relucía como la hoja de una navaja recién afilada. El cielo y la montaña se encontraban a enorme distancia, vibrando en medio del calor; por espejismo, el arrecife flotaba en el aire, en una especie de laguna plateada, a media distancia del cielo.
Atravesaron el lugar donde la tribu había celebrado su danza. Los palos carbonizados seguían sobre las rocas, allí donde la lluvia los había apagado, pero al borde del agua la arena había recobrado su uniforme superficie. Pasaron aquel lugar en silencio. No dudaban que encontrarían a la tribu en el Peñón del Castillo, y cuando este apareció ante ellos se detuvieron todos a la vez. A su izquierda se encontraba la espesura más densa de toda la isla, una masa de tallos entrelazados, negra, verde, impenetrable; y frente a ellos se mecía la alta hierba de una pradera. Ralph dio unos pasos hacia delante.
Allí estaba la aplastada hierba donde todos habían descansado mientras él fue a explorar. Y también el istmo de tierra y el saliente que rodeaba el peñón; y allí, en lo alto, estaban los rojizos pináculos.
Sam le tocó el brazo.
—Humo.
Una leve señal de humo vacilaba en el aire al otro lado del peñón.
—Vaya un fuego..., por lo menos no lo parece.
Ralph se volvió.
—¿Y por qué nos escondemos?
Atravesó la pantalla de hierba hasta llegar al pequeño descampado que conducía a la estrecha lengua de tierra.
—Vosotros dos seguid detrás. Yo iré en cabeza, y a un paso de mí, Piggy. Tened las lanzas preparadas.
Piggy miró con ansiedad el luminoso velo que colgaba entre él y el mundo.
—¿No será peligroso? ¿No hay un acantilado? Oigo el ruido del mar.
—Tú camina pegado a mí.
Ralph llegó al istmo. Dio con el pie a una piedra que rodó hasta el agua. En aquel momento el mar aspiró y dejó al descubierto un cuadrado rojo, tapizado de algas, a menos de quince metros del brazo izquierdo de Ralph.
—¿No me pasará nada? —dijo Piggy tembloroso—, me siento muy mal...
Desde lo alto de los pináculos llegó un grito repentino, y tras él la imitación de un grito de guerra al cual contestaron una docena de voces tras el peñón.
—Dame la caracola y quédate quieto.
—¡Alto! ¿Quién va?
Ralph echó la cabeza hacia atrás y pudo adivinar el oscuro rostro de Roger en la cima.
—¡Sabes muy bien quién soy! —gritó— ¡Deja de hacer tonterías!
Se llevó la caracola a los labios y empezó a sonarla. Aparecieron unos cuantos salvajes, que comenzaron a bajar por el saliente en dirección al istmo; sus rostros pintarrajeados les hacían irreconocibles. Llevaban lanzas y se preparaban para defender la entrada. Ralph siguió tocando, sin hacer caso del terror de Piggy.
—Andad con cuidado..., ¿me oís? —gritaba Roger.
Ralph apartó por fin los labios de la caracola y se paró a recobrar el aliento. Sus primeras palabras fueron un sonido entrecortado pero perceptible.
—...a convocar una asamblea.
Los salvajes que guardaban el istmo murmuraron entre sí sin moverse. Ralph dio unos cuantos pasos hacia delante. A sus espaldas susurró una voz con urgencia:
—No me dejes solo, Ralph.
—Arrodíllate —dijo Ralph de lado— y espera hasta que yo vuelva.
Se detuvo en el centro del istmo y miró de frente a los salvajes. Gracias a la libertad que la pintura les concedía, se habían atado el pelo por detrás y estaban mucho más cómodos que él. Ralph se prometió a sí mismo atarse el pelo de la misma manera cuando regresase. En realidad sentía deseos de decirles que esperasen un momento y atárselo allí mismo, pero eso era imposible. Los salvajes prorrumpieron en burlonas risitas durante unos instantes, y uno de ellos señaló a Ralph con su lanza. Roger se inclinó desde lo alto para ver lo que ocurría, después de apartar su mano de la palanca. Los muchachos que aguardaban en el istmo parecían estar dentro de un charco formado por sus propias sombras, del que sólo sobresalían las greñas de las cabezas. Piggy seguía agachado; su espalda era algo tan informe como un saco.
—Voy a reunir la asamblea.
Silencio.
Roger cogió una piedra pequeña y la arrojó entre los mellizos con intención de fallar. Ambos se estremecieron y Sam estuvo a punto de caer a tierra. Una extraña sensación de poder empezaba a latir en el cuerpo de Roger.
Ralph habló de nuevo, elevando la voz:
—Voy a reunir la asamblea.
Les recorrió a todos con la mirada.
—¿Dónde está Jack?
Los muchachos se agitaron y consultaron entre sí. Un rostro pintado habló con la voz de Robert.
—Está cazando. Y ha dicho que no os dejemos entrar.
—He venido por lo del fuego —dijo Ralph— y por lo de las gafas de Piggy.
Los que formaban el grupo frente a él se agitaron como una masa flotante, y sus risas ligeras y excitadas resonaron entre las altas rocas y fueron devueltas por estas.
Una voz habló a espaldas de Ralph.
—¿Qué quieres?
Los mellizos saltaron al otro lado de Ralph y quedaron entre él y la entrada. Ralph se volvió rápidamente. Jack, reconocible por la fuerza de su personalidad y la melena roja, venía del bosque. A cada lado de él se arrodillaba un cazador. Los tres se escondían tras las máscaras negras y verdes de pintura. En la hierba, detrás de ellos, habían depositado el cuerpo ventrudo y decapitado de una jabalina.
Piggy gimió:
—¡Ralph! ¡No me dejes solo!
Abrazó la roca con grotesco cuidado, apretándose contra ella, de espaldas al mar y a su ruido de succión. Las risas de los salvajes se convirtieron en abierta burla.
Jack gritó por encima de aquel ruido:
—Ya te puedes largar, Ralph. Tú quédate en tu lado de la isla. Éste es mi lado y esta es mi tribu. Así que déjame en paz.
Las burlas se desvanecieron.
—Birlaste las gafas de Piggy —dijo Ralph excitado— y tienes que devolverlas.
—¿Ah sí? ¿Y quién lo dice?
Ralph se volvió a él con violencia.
—¡Lo digo yo! Para eso me votasteis como jefe. ¿Es que no has oído la caracola? Fue una jugada sucia..., te habríamos dado fuego si lo hubieras pedido...
La sangre le acudió a las mejillas y su ojo lastimado le parecía a punto de estallar.
—Podías haber pedido fuego cuando quisieras, pero no: tuviste que venir a escondidas, como un ladrón, a robarle a Piggy sus gafas.
—¡Di eso otra vez!
—¡Ladrón! ¡Ladrón!
Piggy chilló:
—¡Ralph! ¡Que estoy aquí!
Jack se lanzó contra Ralph y estuvo a punto de clavarle en el pecho su lanza. Ralph adivinó la dirección del arma por la posición del brazo de Jack y pudo esquivarla con el mango de su propia lanza. Después dio vuelta a su lanza y asestó a Jack un golpe cortante en la oreja. Cuerpo a cuerpo, respiraban fuertemente, se empujaban y devoraban con la mirada.
—¿A quién has llamado ladrón?
—¡A ti!
Jack se libró y blandió la lanza contra Ralph. Ambos usaban ahora las lanzas como sables, sin atreverse a emplear las mortales puntas. El golpe se deslizó por la lanza de Ralph hasta llegar dolorosamente a sus dedos. Estaban de nuevo separados en posiciones invertidas: Jack del lado del Peñón del Castillo y Ralph hacia la isla. Ambos respiraban aguadamente.
—Vamos, atrévete...
—Atrévete tú...
Se enfrentaban ferozmente, pero se mantenían a una distancia discreta.
—¡Tú atrévete y verás!
—¡Tú atrévete...!
Piggy, pegado al suelo, intentaba llamar la atención de Ralph. Ralph se acercó e inclinó, sin apartar de Jack la mirada.
—Ralph... acuérdate a lo que vinimos. El fuego. Mis gafas.
Ralph asintió. Aflojó sus tensos músculos, se calmó y clavó en el suelo el mango de la lanza. Jack le miraba herméticamente a través de su pintura. Ralph alzó la vista hacia los pináculos, después la volvió al grupo de salvajes.
—Escuchadme. Os voy a decir a lo que hemos venido. Primero, tenéis que devolver las gafas de Piggy. No puede ver sin ellas. Así no se juega...
La tribu de salvajes pintados se agitó en risas y la mente de Ralph vaciló. Se echó el pelo hacia atrás y contempló la máscara verde y negra frente a él, intentando recordar el verdadero aspecto de Jack.
Piggy murmuró:
—Y lo del fuego.
—Ah, sí. En cuanto a lo del fuego, lo vuelvo a decir. Y llevo repitiéndolo desde que caímos en la isla.
Alzó su lanza y señaló a los salvajes.
—La única esperanza es mantener una hoguera de señal para que se vea mientras haya luz. Así puede que un barco vea el humo y venga a rescatarnos y llevarnos a casa. Pero sin ese humo vamos a tener que esperar hasta que se acerque un barco por casualidad. Podríamos pasarnos años esperando; hasta hacernos viejos...
La risa trémula, cristalina e irreal de los salvajes regó el aire y se desvaneció en la lejanía. Una ráfaga de ira sacudió a Ralph. Su voz se quebró.
—¿Es que no lo entendéis, imbéciles pintarrajeados? Nosotros cuatro —Sam, Eric, Piggy y yo— no somos bastantes. Tratamos de mantener viva la hoguera, pero no pudimos. Y vosotros aquí no hacéis más que jugar a la caza...
Señaló el lugar, detrás de ellos, donde el hilo de humo se dispersaba en una atmósfera de nácar.
—¡Mirad eso! ¿A eso le llamáis una hoguera de señal? Eso es una fogata para cocinar. Y ahora comeréis y ya no habrá humo. ¿Es que no lo entendéis? Puede que haya un barco allá fuera...
Calló, vencido por el silencio y la disfrazada anonimidad del grupo que defendía la entrada. El Jefe abrió una boca sonrosada y se dirigió a Sam y Eric, que estaban entre él y su tribu.
—Vosotros dos. Echaos hacia atrás.
Nadie le respondió. Los mellizos, asombrados, se miraron uno al otro, mientras Piggy, tranquilizado por el cese de la violencia, se levantaba con precaución. Jack miró a Ralph y después a los mellizos.
—¡Cogedles!
Nadie se movió. Jack gritó enfurecido:
—¡He dicho que les cojáis!
El grupo enmascarado se movió nerviosamente y rodeó a Samyeric. De nuevo corrió la cristalina risa.
Las protestas de Samyeric brotaron del corazón del mundo civilizado.
—¡Por favor!
—¡...en serio!
Les quitaron las lanzas.
—¡Atadles!
Ralph gritó, consternado, a la negra y verde máscara:
—¡Jack!
—Vamos, atadles.
El grupo de enmascarados sintió por vez primera la realidad física ajena de Samyeric, y el poder que ahora tenían. Excitados y en confusión derribaron a los mellizos. Jack estaba inspirado. Sabía que Ralph intentaría rescatarles. Giró en un círculo sibilante la lanza y Ralph tuvo el tiempo justo para esquivar el golpe. Detrás de ellos, la tribu y los mellizos eran un montón agitado y ruidoso. Piggy se agazapó de nuevo. Momentos después, los mellizos estaban en el suelo, atónitos, rodeados por la tribu. Jack se volvió hacia Ralph y le dijo entre dientes:
—¿Ves? Hacen lo que yo les ordeno.
De nuevo se hizo el silencio. Los mellizos se hallaban en el suelo, atados burdamente, y la tribu observaba a Ralph, en espera de su reacción.
Les contó a través de su melena y lanzó una mirada al estéril humo. Su cólera estalló. Gritó a Jack:
—¡Eres una bestia, un cerdo y un maldito... un maldito ladrón!
Se abalanzó.
Jack comprendió que era el momento crítico e hizo lo mismo. Chocaron uno contra el otro y el propio choque los separó. Jack lanzó un puñetazo a Ralph que le llegó a la oreja. Ralph alcanzó a Jack en el estómago y le hizo gemir. De nuevo quedaron cara a cara, jadeantes y furiosos, pero sin impresionarse por la ferocidad del contrario. Advirtieron el ruido que servía de fondo a la pelea, los vítores agudos y constantes de la tribu a sus espaldas.
La voz de Piggy llegó hasta Ralph.
—Deja que yo hable.
Estaba de pie, en medio del polvo desencadenado por la lucha, y cuando la tribu advirtió su intención los vítores se transformaron en un prolongado abucheo.
Piggy alzó la caracola; el abucheo cedió un poco para surgir después con más fuerza.
—¡Tengo la caracola!
Volvió a gritar:
—¡Os digo que tengo la caracola!
Sorprendentemente, se hizo el silencio esta vez; la tribu sentía curiosidad por oír las divertidas cosas que diría.
Silencio y pausa; pero en el silencio, un extraño ruido, como de aire silbante, se produjo cerca de la cabeza de Ralph. Le prestó atención a medias, pero volvió a oírse. Era un ligero «zup». Alguien arrojaba piedras; era Roger, que aún tenía una mano sobre la palanca. A sus pies, Ralph no era más que un montón de pelos y Piggy un saco de grasa.
—Esto es lo que quiero deciros, que os estáis comportando como una pandilla de críos.
Volvieron a abuchearle y a guardar silencio cuando Piggy alzó la blanca y mágica caracola.
—¿Qué es mejor, ser una panda de negros pintarrajeados como vosotros o tener sentido común como Ralph?
Se alzó un gran clamor entre los salvajes. De nuevo gritó Piggy:
—¿Qué es mejor, tener reglas y estar todos de acuerdo o cazar y matar?
De nuevo el clamor y de nuevo: «¡Zup!». Ralph trató de hacerse oír entre el alboroto.
—¿Qué es mejor, la ley y el rescate o cazar y destrozarlo todo?
Ahora también Jack gritaba y ya no se podían oír las palabras de Ralph. Jack había retrocedido hasta reunirse con la tribu y constituían una masa compacta, amenazadora, con sus lanzas erizadas. Empezaba a atraerles la idea de atacar; se prepararon, decididos a llevarlo a cabo y despejar así el istmo. Ralph se encontraba frente a ellos, ligeramente desviado a un lado y con la lanza preparada. Junto a él estaba Piggy, siempre en sus manos el talismán, la frágil y refulgente belleza de la caracola. La tormenta de ruido les alcanzó como un conjuro de odio. Roger, en lo alto, apoyó todo su peso sobre la palanca, con delirante abandono.
Ralph oyó la enorme roca mucho antes de verla. Sintió el temblor de la tierra a través de las plantas de los pies y oyó el ruido de las piedras quebrándose sobre el acantilado. Entonces, la monstruosa masa encarnada saltó al istmo y Ralph se arrojó al suelo mientras la tribu prorrumpía en chillidos.
La roca dio de pleno sobre el cuerpo de Piggy, desde el mentón a las rodillas: la caracola estalló en un millar de blancos fragmentos y dejó de existir. Piggy, sin una palabra, sin tiempo ni para un lamento, saltó por los aires, al costado de la roca, girando al mismo tiempo. La roca botó dos veces y se perdió en la selva. Piggy cayó a más de doce metros de distancia y quedó tendido boca arriba sobre la cuadrada losa roja que emergía del mar. El cráneo se partió y de él salió una materia que enrojeció en seguida. Los brazos y las piernas de Piggy temblaron un poco, como las patas de un cerdo después de ser degollado. El mar respiró de nuevo con un largo y pausado suspiro; las aguas hirvieron, blancas y rosadas, sobre la roca, y al retirarse, en la succión, el cuerpo de Piggy había desaparecido. El silencio aquella vez fue total. Los labios de Ralph esbozaron una palabra, pero no surgió sonido alguno.
Bruscamente, Jack se separó de la tribu y empezó a gritar enfurecido:
—¿Ves? ¿Ves? ¡Eso es lo que te espera! ¡Lo digo en serio! ¡Te has quedado sin caracola!
Corrió inclinado hacia delante.
—¡Soy el Jefe!
Con maldad, con la peor intención, arrojó su lanza contra Ralph. La punta rasgó la piel y la carne sobre las costillas de Ralph; se partió y se fue a parar al agua. Ralph estuvo a punto de desvanecerse, más por el pánico que por el dolor, y la tribu, que gritaba ahora con la misma violencia que su Jefe, avanzó hacia él. Sintió junto a su mejilla el zumbido de otra lanza, que no logró alcanzarle por estar curvada, y después, otra, arrojada desde lo alto por Roger. Los mellizos quedaban escondidos detrás de la tribu, y los anónimos rostros diabólicos invadían el istmo. Ralph dio vuelta y escapó. A sus espaldas surgió un gran ruido que parecía proceder de innumerables gaviotas. Obedeciendo a un instinto hasta entonces ignorado por él, giró bruscamente hacia el descampado y las lanzas se perdieron en el espacio. Vio el cuerpo decapitado del cerdo y pudo saltar a tiempo sobre él. Momentos después entraba bajo la protección de la selva, aplastando ramas y follaje.
El jefe se paró junto al cerdo abatido, dio la vuelta y alzó los brazos.
—¡Atrás! ¡A la fortaleza!
Pronto regresó la bulliciosa tribu al istmo, donde Roger salió a su encuentro. El Jefe le habló con dureza:
—¿Por qué no estás de guardia?
Los ojos de Roger eflejaban gravedad.
—Acababa de bajar para...
Emanaba de él ese horror que infunde el verdugo. El Jefe no le dijo más y volvió su mirada hacia Samyeric.
—Tenéis que entrar en la tribu.
—Suéltame...
—...y a mí.
El Jefe arrebató una de las pocas lanzas que quedaban y con ella sacudió las costillas a Sam.
—¿Qué es lo que te proponías, eh? —dijo el enfurecido Jefe—. ¿Qué es eso de venir aquí con lanzas? ¿Qué es eso de negarte a entrar en mi tribu, eh?
Los movimientos de la lanza se sucedían rítmicamente. Sam gritó:
—¡Así no se juega!
Roger pasó junto al jefe y estuvo a punto de empujarle con el hombro. Los gritos cesaron; Samyeric, tendidos en el suelo, alzaban los ojos en mudo terror. Roger se acercó a ellos como quien esgrime una misteriosa autoridad.
12. El grito de los cazadores
Ralph se había detenido en un soto a examinar sus heridas. La parte afectada cubría varios centímetros del lado derecho del tórax, y una herida inflamada y ensangrentada señalaba el lugar donde la lanza le había alcanzado. Tenía la melena cubierta de suciedad y los mechones de pelo se enredaban como los zarcillos de una trepadora. Se había producido arañazos y erosiones en todo el cuerpo durante su huida por el bosque. Cuando por fin recobró el aliento decidió que el cuidado de sus heridas habría de esperar. ¿Cómo iba a oír el paso de unos pies descalzos si se encontraba chapuzándose en el agua? ¿Cómo iba a estar a salvo junto al arroyuelo o en la playa abierta?
Escuchó atentamente. No se hallaba muy lejos del Peñón del Castillo. En los primeros momentos de pánico creyó oír el ruido de la persecución, pero no había sido más que una breve incursión de los cazadores por los bordes de la zona boscosa, quizá en busca de las lanzas perdidas, porque al poco rato corrieron de vuelta hacia la soleada roca como si les hubiese aterrado la oscuridad bajo el follaje. Había logrado ver a uno de ellos, una figura de rayas marrones, negras y rojas que le pareció ser Bill. Pero, pensó Ralph, realmente no era Bill. La imagen de aquel salvaje se negaba siempre a fundirse con la antigua estampa de un muchacho que vestía camiseta y pantalones cortos.
La tarde avanzó; las manchas circulares de sol pasaban sin descanso sobre la verde fronda y las fibras pardas, pero no llegaba ruido alguno del peñón. Por fin, Ralph se deslizó entre los helechos y salió sigilosamente hasta el borde de los impenetrables matorrales frente al istmo. Ya en el borde, se asomó con extraordinaria cautela entre unas ramas y vio a Robert montando guardia en la cima del acantilado. En la mano izquierda sostenía una lanza y con la derecha arrojaba al aire una piedra que luego volvía a recoger. Tras él se alzaba una columna de humo espeso. Ralph sintió un cosquilleo en la nariz y la boca se le hizo agua. Se pasó el dorso de una mano por la cara y por vez primera desde la mañana sintió hambre. La tribu, seguramente, estaría sentada alrededor del destripado cerdo, viendo cómo su grasa goteaba y ardía entre las ascuas. Estarían embobados en el festín. Un nuevo rostro que no reconoció apareció junto a Robert y le entregó algo; luego dio la vuelta y desapareció detrás de la roca. Robert dejó la lanza en la roca a su lado y empezó a comer algo que sostenía en las manos. El festín, al parecer, había comenzado y el vigilante acababa de recibir su porción.
Ralph comprendió que por el momento no corría riesgo. Se alejó cojeando hacia los frutales, atraído por aquel mísero alimento, pero amargado por el recuerdo del festín. Hoy festín, y mañana...
Intentó, aunque sin lograrlo, convencerse a sí mismo de que quizá se olvidasen de él, llegando incluso a declararle desterrado. Pero, en seguida, el instinto le devolvía a la negra e inmediata realidad. La destrucción de la caracola y las muertes de Piggy y Simón cubrían la isla como una niebla. Aquellos salvajes pintados se atreverían a más y más violencias. Además, aún existía aquella indefinible relación entre él y Jack, que jamás le dejaría en paz, jamás.
Se detuvo, su rostro salpicado por el sol, y se arrimó a una rama, dispuesto a esconderse tras ella. Le sacudió un espasmo de terror y exclamó en voz alta:
—No. No son de verdad tan malos. Fue un accidente.
Pasó bajo la rama, corrió inseguro y después se detuvo a escuchar. Llegó a la devastada zona de los frutales y comió con voracidad. Encontró a dos de los pequeños e, ignorando por completo su propio aspecto, se extrañó de verlos salir gritando.
Después de comer se dirigió a la playa. El sol llegaba ahora inclinado sobre las palmeras, junto al destrozado refugio. Allí estaban la plataforma y la poza. Lo mejor era rechazar aquel peso que le oprimía el corazón y confiar en el sentido común de la tribu, en la cordura que el sol de la mañana les devolvería. Ahora que la tribu había comido, lo lógico era que lo intentase de nuevo. Y, además, no podía quedarse allí toda la noche, en un refugio vacío junto a la playa abandonada. La piel se le erizó y todo su ser tembló bajo el sol vespertino. Ni hoguera, ni humo, ni rescate. Se volvió y marchó cojeando a través del bosque, hacia el extremo de la isla que le pertenecía a Jack.
Los rayos oblicuos del sol se perdían entre las ramas. Llegó por fin a un claro en la selva donde la roca impedía el crecimiento de la vegetación. En aquellos momentos no era más que una charca de sombras y Ralph estuvo a punto de estrellarse contra un árbol cuando vio algo en el centro; pero pronto advirtió que el blanco rostro era en realidad hueso, que la calavera del cerdo le sonreía desde el extremo de una estaca. Se dirigió lentamente hacia el centro del claro y contempló fijamente el cráneo que brillaba con la mejor blancura de la caracola y parecía sonreírle burlonamente.
Una hormiga curioseaba en la cuenca de uno de los ojos, pero aparte de eso, aquel objeto no ofrecía señal de vida.
¿O sí?
Un escalofrío le recorrió la espalda. Se paró para apartarse de los ojos, con ambas manos, el pelo. El cráneo y su propio rostro se encontraban casi al mismo nivel; los dientes se mostraban en una sonrisa, y las vacías cuencas parecían sujetar, como por magia, la mirada de Ralph. ¿Qué era aquello?
El cráneo le contemplaba como alguien que conoce todas las respuestas, pero se niega a revelarlas. Se vio sobrecogido de pánico e ira febriles. Golpeó con furia aquella cosa asquerosa que se balanceaba frente a él como un juguete y volvía a su sitio siempre con la misma sonrisa, obligando a Ralph a asestarle nuevos golpes y a gritarle sus insultos. Se detuvo para frotarse los nudillos lastimados y contemplar la estaca vacía, mientras el cráneo, partido en dos, le sonreía aún desde el suelo a dos metros. Arrancó la temblorosa estaca y a modo de lanza lo interpuso entre él y los blancos trozos. Después se apartó poco a poco, sin desviar la mirada de aquel cráneo que sonreía al cielo.
Cuando el verde resplandor del horizonte desapareció y llegó la noche, Ralph regresó al soto frente al Peñón del Castillo. Al asomarse comprobó que la cima aún estaba ocupada y que el vigilante, quienquiera que fuese, tenía su lanza preparada. Se arrodilló entre las sombras, con una amarga sensación de soledad. Eran salvajes, desde luego, pero eran personas como él. Y en aquellos momentos los escondidos terrores de la profunda noche emprendían su camino.
Ralph gimió quedamente. A pesar de su agotamiento, el temor a la tribu no le permitía cobijarse en el descanso ni el sueño. ¿No sería posible penetrar osadamente en la fortaleza, decir «vengo en son de paz», sonreír y dormir en compañía de los otros? ¿No podría actuar como si aún fueran niños, colegiales que en otro tiempo decían cosas como «Señor, sí, señor» y llevaban gorras de uniforme? La respuesta del sol mañanero quizá hubiera sido «sí», pero la oscuridad y el terror de la muerte decían «no». Allí tumbado, en la oscuridad, comprendió que era un desterrado.
—Y sólo por tener un poco de sentido común.
Se frotó una mejilla con el antebrazo y pudo percibir el áspero olor a sal y sudor y el hedor de la suciedad. A su izquierda, las olas del océano respiraban, se contraían y volvían a hervir sobre la roca.
Oyó ruidos que venían de detrás del Peñón del Castillo. Escuchó atentamente, desviando su mente del movimiento del mar, y logró descifrar un cántico familiar.
—¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
La tribu danzaba. En alguna parte, tras aquella rocosa muralla, habría un círculo oscuro, un fuego resplandeciente y carne. Estarían saboreando tanto el alimento como el sosiego de su seguridad.
Un ruido más cercano le espantó. Unos cuantos salvajes escalaban el Peñón del Castillo hacia la cima y pudo oír algunas voces. Se acercó unos cuantos metros a gatas y observó que la figura sobre la roca cambiaba de forma y se agrandaba. Sólo dos muchachos en toda la isla hablaban y se movían de aquel modo.
Ralph reclinó la cabeza sobre los brazos y aceptó aquel descubrimiento como una nueva herida. Samyeric se habían unido a la tribu. Defendían el Peñón del Castillo contra él. No había posibilidad alguna de rescatarles y formar con ellos una tribu de deportados, al otro extremo de la isla. Samyeric eran salvajes como los demás; Piggy había muerto y la caracola estallado en mil pedazos. Al cabo de un rato, el vigilante se retiró. Los dos que permanecieron no parecían sino una oscura prolongación de la roca. Tras ellos apareció una estrella que fue momentáneamente eclipsada por el movimiento de las siluetas.
Ralph siguió adelante a gatas, tanteando el escarpado terreno como un ciego. Vastas extensiones de aguas apenas perceptibles se extendían a su derecha y junto a su mano izquierda estaba el inquieto océano, tan temible como la boca de un pozo. Una vez por minuto las aguas se alzaban en torno a la losa de la muerte y caían como flores en una pradera de blancura. Ralph siguió a rastras hasta que alcanzó el borde de la entrada. Justo encima de él se hallaban los vigías y pudo ver la punta de una lanza asomando sobre la roca. Muy suavemente llamó:
—Samyeric...
No hubo respuesta. Debía hablar más alto si quería hacerse oír, pero así llamaría la atención de aquellos seres pintarrajeados y hostiles que festejaban junto al fuego. Se armó de valor y empezó a escalar, buscando a tientas los salientes de la roca. La estaca que había servido de soporte a una calavera le estorbaba, pero no quería deshacerse de su única arma. Estaba casi a la altura de los mellizos cuando habló de nuevo.
—Samyeric...
Oyó una exclamación y un brusco movimiento en la roca. Los mellizos estaban abrazados, balbuceando algo indescifrable.
—Soy yo, Ralph.
Atemorizado por si salían corriendo a dar la alarma, se alzó hasta asomar la cabeza y los hombros sobre el borde de la cima. Bajo él, a gran distancia, pudo ver la luminosa floración envolviendo la losa.
—Soy yo, no os asustéis.
Por fin se agacharon y vieron su cara.
—Creíamos que era...
—...no sabíamos lo que era...
—...creíamos...
Recordaron su nuevo y vergonzoso vasallaje. Eric permaneció callado, pero Sam se esforzó por cumplir con su deber.
—Será mejor que te vayas, Ralph. Vete ya...
Sacudió su lanza, esbozando un gesto enérgico.
—Lárgate, ¿me oyes?
Eric le secundó con la cabeza y sacudió la lanza en el aire. Ralph se apoyó sobre sus brazos, sin moverse.
—Os vine a ver a los dos.
Hablaba con gran esfuerzo; sentía dolor en la garganta, aunque no la tenía herida.
—Os vine a ver a los dos...
Meras palabras no podían expresar el sordo dolor que sentía. Guardó silencio, mientras las brillantes estrellas se derramaban y bailaban por todo el cielo. Sam se movió intranquilo.
—En serio, Ralph, es mejor que te vayas.
Ralph volvió a alzar los ojos.
—Vosotros dos no os habéis pintarrajeado. ¿Cómo podéis...? Si fuese de día...
Si fuese de día sentirían el escozor de la vergüenza por admitir aquellas cosas. Pero la noche era oscura. Eric habló primero, pero en seguida los mellizos reanudaron su habla antifonal.
—Tienes que irte porque aquí no estás seguro...
—...nos obligaron. Nos hicieron daño...
—¿Quién? ¿Jack?
—Oh no...
Se inclinaron cerca de él y bajaron sus voces.
—Vete, Ralph...
—...es una tribu...
—...no podíamos hacer otra cosa...
Cuando de nuevo habló Ralph, lo hizo con voz más apagada; parecía faltarle el aliento.
—¿Pero qué he hecho yo? Me era simpático... y yo sólo quería que nos viniesen a rescatar...
De nuevo se derramaron las estrellas por el cielo. Eric sacudió la cabeza preocupado.
—Escucha, Ralph. No trates de hacer las cosas con sentido común. Eso ya se acabó...
—Olvídate del Jefe...
—...tienes que irte por tu propio bien...
—El Jefe y Roger...
—...sí, Roger...
—Te odian, Ralph. Van a acabar contigo.
—Van a salir a cazarte mañana.
—Pero, ¿por qué?
—No sé. Y Jack, el Jefe, nos ha dicho que será peligroso...
—...y que tenemos que tener mucho cuidado y arrojar las lanzas como lo haríamos contra un cerdo.
—Vamos a extendernos en una fila y cruzar toda la isla...
—...avanzaremos desde aquí...
—...hasta que te encontremos.
—Tenemos que dar una señal. Así.
Eric alzó la cabeza y dándose con la palma de la mano en la boca lanzó un leve aullido. Después miró inquieto tras sí.
—Así...
—...sólo que más alto, claro.
—¡Pero si yo no he hecho nada —murmuró Ralph, angustiado—, sólo quería tener una hoguera para que nos rescatasen!
Guardó silencio unos instantes, pensando con temor en la mañana siguiente. De repente se le ocurrió una pregunta de inmensa importancia.
—¿Qué vais a...?
Al principio le resultó imposible expresarse con claridad, pero el miedo y la soledad le aguijaron.
—Cuando me encuentren, ¿qué van a hacer?
Los mellizos no contestaron. Bajo él, la losa mortal floreció de nuevo.
—¿Qué van a...? ¡Dios, que hambre tengo...!
La enorme roca pareció oscilar bajo él.
—Bueno... ¿qué...?
Los mellizos le contestaron con una evasiva.
—Será mejor que te vayas ahora, Ralph.
—Por tu propio bien.
—Aléjate de aquí lo más que puedas.
—¿No queréis venir conmigo? Los tres juntos... tendríamos más posibilidades.
Tras un momento de silencio, Sam dijo con voz ahogada:
—Tú no conoces a Roger. Es terrible.
—...y el Jefe... los dos son...
—...terribles...
—...pero Roger...
A los dos muchachos se les heló la sangre. Alguien subía hacia ellos.
—Viene a ver si estamos vigilando. Deprisa, Ralph.
Antes de comenzar el descenso, Ralph intentó sacar de aquella reunión un posible provecho, aunque fuese el único.
—Me esconderé en aquellos matorrales de allá cerca —murmuró—, así que haced que se alejen de allí. Nunca se les ocurriría buscar en un sitio tan cerca...
Los pasos aún se oían a cierta distancia.
—Sam... no corro peligro, ¿verdad?
Los mellizos siguieron en silencio.
—¡Toma! —dijo Sam de repente—, llévate esto...
Ralph sintió un trozo de carne junto a él y le echó la mano.
—¿Pero qué vais a hacer cuando me capturéis?
Silencio de nuevo. Su misma voz le pareció absurda. Fue deslizándose por la roca.
—¿Qué vais a hacer...?
Desde lo alto de la enorme roca llegó la misteriosa respuesta.
—Roger ha afilado un palo por las dos puntas.
Roger ha afilado un palo por las dos puntas. Ralph intentó descifrar el significado de aquella frase, pero no lo logró. En un arrebato de ira, lanzó las palabras más soeces que conocía, pero pronto cedió paso su enfado al cansancio que sentía. ¿Cuánto tiempo puede estar uno sin dormir? Sentía ansia de una cama y unas sábanas, pero allí la única blancura era la de aquella luminosa espuma derramada bajo él en torno a la losa, quince metros más abajo, donde Piggy había caído. Piggy estaba en todas partes, incluso en el istmo, como una terrible presencia de la oscuridad y la muerte. ¿Y si ahora saliese Piggy de las aguas, con su cabeza abierta...? Ralph gimió y bostezó como uno de los peques. La estaca que llevaba consigo le sirvió de muleta para sus agotadas piernas.
Volvió a enderezarse. Oyó voces en la cima del Peñón del Castillo. Samyeric discutían con alguien. Pero los helechos y la hierba estaban a sólo unos pasos. Allí es donde ahora debía ocultarse, junto al matorral que mañana le serviría de escondite. Este —rozó la hierba con sus manos— era un buen lugar para pasar la noche; estaba cerca de la tribu, y si aparecían amenazas sobrenaturales podría encontrar alivio junto a otras personas, aunque eso significase...
¿Qué significaba eso en realidad? Un palo afilado por las dos puntas. ¿Y qué? Ya en otras ocasiones habían arrojado sus lanzas fallando el tiro; todas menos una. Quizá también errasen la próxima vez.
Se acurrucó bajo la alta hierba y, acordándose del trozo de carne que le había dado Sam, empezó a comer con voracidad. Mientras comía, oyó de nuevo voces: gritos de dolor de Samyeric, gritos de pánico y voces enfurecidas. ¿Qué estaba ocurriendo? Alguien, además de él, se hallaba en apuros, pues al menos uno de los mellizos estaba recibiendo una paliza. Al cabo, las voces se desvanecieron y dejó de pensar en ellos. Tanteó con las manos y sintió las frescas y frágiles hojas al borde del matorral. Esta sería su guarida durante la noche. Y al amanecer se metería en el matorral, apretujado entre los enroscados tallos, oculto en sus profundidades, adonde sólo otro tan experto como él podría llegar, y allí le aguardaría Ralph con su estaca.
Permanecería sentado, viendo cómo pasaban de largo los cazadores y cómo se alejaban ululando por toda la isla, mientras él quedaba a salvo.
Se adentró haciendo un túnel bajo los helechos; dejó la estaca junto a él y se acurrucó en la oscuridad. Estaba pensando que debería despertarse con las primeras luces del día, para engañar a los salvajes, cuando el sueño se apoderó de él y le precipitó en oscuras y profundas regiones.
Antes de despegar los párpados estaba ya despierto, escuchando un ruido cercano. Al abrir un ojo, lo primero que vio fue la turba próxima a su rostro, y en él hundió ambas manos mientras la luz del sol se filtraba a través de los helechos. Apenas había advertido que las interminables pesadillas de la caída en el vacío y la muerte habían ya pasado y la mañana se abría sobre la isla, cuando volvió a oír aquel ruido. Era un ulular que procedía de la orilla del mar, al cual contestaba la voz de un salvaje, y luego, la de otro. El grito pasó sobre él y cruzó el extremo más estrecho de la isla, desde el mar a la laguna, como el grito de un pájaro en vuelo. No se paró a pensar: cogió rápidamente su afilado palo y se internó entre los helechos. Escasos segundos después se deslizaba a rastras hacia el matorral, pero no sin antes ver de refilón las piernas de un salvaje que se dirigía a él. Oyó el ruido de los helechos sacudidos y abatidos y el de unas piernas entre la hierba alta. El salvaje, quienquiera que fuese, ululó dos veces; el grito fue repetido en ambas direcciones hasta morir en el aire. Ralph permaneció inmóvil, agachado y confundido con la maleza, y durante unos minutos no volvió a oír nada.
Al fin examinó el matorral. Allí nadie podría atacarle, y además la suerte se había puesto de su parte. La gran roca que mató a Piggy había ido a parar precisamente a aquel lugar, y, al botar en su centro, había hundido el terreno, formando una pequeña zanja. Al esconderse en ella, Ralph se sintió seguro y orgulloso de su astucia.
Se instaló con prudencia entre las ramas partidas para aguardar a que pasaran los cazadores. Al alzar los ojos observó algo rojizo entre las hojas. Sería seguramente la cima del Peñón del Castillo, ahora remoto e inofensivo. Se tranquilizó, satisfecho de sí mismo, preparándose para oír el alboroto de la caza desvaneciéndose en la lejanía. Pero no oyó ruido alguno y, bajo la verde sombra, su sensación de triunfo se disipaba con el paso de los minutos. Por fin oyó una voz, la voz de Jack, en un murmullo.
—¿Estás seguro?
El salvaje a quien iba dirigida la pregunta no respondió. Quizá hiciese un gesto. Oyó después la voz de Roger.
—Mira que si nos estás tomando el pelo...
Inmediatamente oyó una queja y un grito de dolor. Ralph se agachó instintivamente. Allí, al otro lado del matorral, estaba uno de los mellizos con Jack y Roger.
—¿Estás seguro que es ahí donde te dijo?
El mellizo gimió ligeramente y de nuevo gritó.
—¿Te dijo que se escondería ahí?
—¡Sí... sí... ayy!
Un rocío de risas se esparció entre los árboles.
De modo que lo sabían.
Ralph aferró la estaca y se preparó para la lucha. Pero ¿qué podrían hacer? Tardarían casi una semana en abrirse camino entre aquella espesura y si alguno conseguía introducirse en ella a rastras se encontraría indefenso. Frotó un dedo contra la punta de su lanza y sonrió sin alegría. Si alguien lo intentaba se vería atravesado por su punta, gruñendo como un cerdo.
Se iban; volvían a la torre de rocas. Pudo oír el ruido de sus pisadas y después a alguien que reía en voz baja. De nuevo, aquel grito estridente parecido al de un pájaro volvía a recorrer toda la línea. De modo que permanecían algunos para vigilarle; pero...
Siguió un largo y angustioso silencio. Ralph se dio cuenta de que a fuerza de mordisquear la lanza se había llenado de corteza la boca. Se puso en pie y miró hacia el Peñón del Castillo.
En ese mismo instante oyó la voz de Jack desde la cima.
—¡Empujad! ¡Empujad! ¡Empujad!
La rojiza roca que había visto en la cima del acantilado desapareció como un telón, y pudo divisar unas cuantas figuras y el cielo azul. Segundos después, retumbaba la tierra; un rugido sacudió el aire y una mano gigantesca pareció abofetear las copas de los árboles. La roca, tronando y arrasando cuanto encontraba, rebotó hacia la playa mientras caía sobre Ralph un chaparrón de hojas y ramas tronchadas. Detrás del matorral se oían los vítores de la tribu.
De nuevo, el silencio.
Ralph se llevó los dedos a la boca y los mordisqueó. Sólo quedaba otra roca allá arriba que pudieran arrojar pero tenía el tamaño de media casa; eran tan grande como un coche, como un tanque. Con angustiosa claridad se presentó en la mente el curso que tomaría la roca: empezaría despacio, botaría de borde en borde y rodaría sobre el istmo como una apisonadora descomunal.
—¡Empujad! ¡Empujad! ¡Empujad!
Ralph soltó la lanza para volver a cogerla en seguida. Se echó el pelo hacia atrás con irritación, dio dos pasos rápidos dentro del pequeño espacio donde se hallaba y retrocedió. Se quedó observando las puntas quebradas de las ramas.
Todo seguía en silencio.
Notó el subir y bajar de su pecho y se sorprendió al comprobar la violencia de su respiración; los latidos de su corazón se hicieron visibles. De nuevo soltó la lanza.
—¡Empujad! ¡Empujad! ¡Empujad!
Oyó vítores fuertes y prolongados. Algo retumbó sobre la rojiza roca; después la tierra empezó a temblar incesantemente mientras aumentaba el ruido hasta ser ensordecedor. Ralph fue lanzado al aire, arrojado y abatido contra las ramas. A su derecha, tan sólo a unos cuantos metros de donde él cayó, los árboles del matorral se doblaron y sus raíces chirriaron al desprenderse de la tierra. Vio algo rojo que giraba lentamente, como una rueda de molino. Después, aquella cosa rojiza pasó por delante con saltos enormes que fueron cediendo al acercarse al mar.
La catástrofe es el progreso, el progreso es la catástrofe
—¿Es cierto lo que ven mis ojos, o estoy teniendo una visión?
—Eso depende de lo que estén viendo tus ojos.
—Creo que te estoy viendo a ti y a alguno más. No sé quiénes sois.
—Soy el Sujeto Criatura, y estos son mis seguidores —dijo, señalando a los demás que se habían congregado alrededor de la cueva al verlo llegar.
—¿Y qué hacéis en el culo del mundo?
—Nada importante. Pasamos el rato.
La belleza solo existe en la lucha. No hay obra maestra que no tenga un carácter agresivo
No somos primitivos, acobardados ante el rayo. Somos el máximo depredador; el rayo trabaja para nosotros.
La policía del Estado reclutaba menores para recoger chatarra que las fábricas robóticas regurgitarían convertida en drones de combate para silenciar los lamentos hambrientos de los niños de las excolonias.
Con el final del amor, aparecen los reyes magos: la melancolía, el silencio y la dicha. Avanzan lentamente en el aire azul. Traen con ellos una corona de sombra, una lágrima de oro. Vienen desde la infancia. Penetran en el alma. Lentamente. Día tras día. La melancolía, el silencio y la dicha. Siempre •en ese orden: el silencio en el medio, en el centro.
El simple vestido claro del silencio.
Cojea porque intenta engañar al tiempo en cada paso.
For my friends it was an ordinary day out
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