Una hora duerme el gallo,
Dos el caballo,
Tres el hermeneuta,
Cuatro el cuatrero,
Cinco el que pone el culo con ahínco,
Seis el jifero,
Siete el caminante,
Ocho el chocho,
Nueve el caballero,
Diez el Dragón,
Once el dipsómano,
Doce el adocenado,
Trece el supersticioso,
Catorce el lansquenete,
Quince el rugbista,
Dieciséis la huérfana,
Diecisiete el erizo,
Dieciocho el reaccionario,
Pero el Porco Bravo no duerme nunca. Hace guardia bajo las estrellas y se prepara para ganar una Edición tras otra, hasta que sólo queden cenizas y silencio en el barro de la Anglogalician.
Es este ciervo inglés bajo la luna roja incendiado de queimada y en nuestro cielo prusiano vertical inquebrantable
un papel desastrado con el calendario de su próxima derrota.
252 comentarios:
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O Vadío Da Brétema
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25 de xuño de 2025, 18:55
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O Vadío Da Brétema
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25 de xuño de 2025, 19:00
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Al buen varón, tierras ajenas su patria son
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25 de xuño de 2025, 19:36
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El hombre y la lefa
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25 de xuño de 2025, 21:44
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Las uvas de la ira
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25 de xuño de 2025, 21:46
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Peter North
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25 de xuño de 2025, 21:50
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El Dios Erizo protege a sus encolerizados
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25 de xuño de 2025, 22:05
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Juan Grasa Lacerda
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26 de xuño de 2025, 08:49
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O Xoves Hai Cocido
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26 de xuño de 2025, 19:06
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O Xoves Hai Cocido
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26 de xuño de 2025, 19:08
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O Xoves Hai Cocido
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26 de xuño de 2025, 19:10
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O Xoves Hai Cocido
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26 de xuño de 2025, 19:17
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O Xoves Hai Cocido
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26 de xuño de 2025, 19:18
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Jorge Alay Ladreda
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27 de xuño de 2025, 21:03
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Acerca de la marca de verificación azul de X
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28 de xuño de 2025, 00:32
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Ludwig
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28 de xuño de 2025, 22:16
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Todo eso me produjo un breve desorden psicótico.
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29 de xuño de 2025, 00:11
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Anamorfosis de la enajenación
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29 de xuño de 2025, 00:33
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Bujarras en Budapest
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29 de xuño de 2025, 09:21
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Cuervolo
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29 de xuño de 2025, 10:02
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La cosmovisión chamánica del orín de renos y del muscimol
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29 de xuño de 2025, 10:55
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The Puto Pato Glücklich
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29 de xuño de 2025, 23:50
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Algernon Mouse
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30 de xuño de 2025, 09:12
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Beber a morro del futuro
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30 de xuño de 2025, 17:46
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:50
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:51
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:51
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:52
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:53
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:53
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:54
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:55
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:55
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:56
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:57
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:59
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 17:59
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 18:00
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 18:00
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 18:01
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 18:02
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 18:02
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 18:03
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 18:04
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 18:08
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Y yo con estas pintas
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División 250
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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Y yo con estas pintas
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30 de xuño de 2025, 18:15
«A máis antiga ‹Máis antiga 201 – 252 de 252 Máis recente › A máis nova»Saben a diferenza entre unha meiga e unha bruxa?
Tres anos de matrimonio.
A AngoGalician é un xeito de rescatar a vida, de fixala, de explicala e finalmente de pasar a outra cousa
Dividimos los refranes en tres grandes grupos:
1.-Los que enuncian en forma más o menos abstracta una verdad universal: Sin conocer, amor no puede haber.
2.-Los que se basan en la experiencia para probar una afirmación: Más moscas se cogen con una gota de miel que con un panal de hiel.
3.-Los que ofrecen recomendaciones para casos particulares, sacadas del tesoro universal de la sabiduría popular: De grandes cenas están las sepulturas llenas.
Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:
─El amigo se murió.
─Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.
El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.
─Entra, niño, que llega el frío─ dijo la madre.
Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.
Atajo por medio de una viña apedreada: la tierra se hunde bajo mis botas. Parece que camino sobre un bizcocho, un bizcocho amargo.
Llego a casa y lo primero que hago es ir a comprobar la huerta. Toda la esperanza a la que este trozo de tierra nos invitan en mayo ha sucumbido: las alcachofas parecen cardos; las habas, guiñapos; las fresas, grama; los renques de cebollas y puerros, filas de estacas; el saúco está como devorado por una plaga bíblica; los rosales, sumidos en una preocupante melancolía; las peonías son pelos tiñosos, y el granado se ha quedado sin farolillos.
Ligeramente abatido entro en casa. El abuelo está leyendo el periódico, pero al oír mi saludo levanta la vista y me dice:
– Tenemos que bajar a comprar planta de pimienta y de tomate.
Supongo que habrá huerta mientras quede tierra en el suelo, agua en el pozo y voluntad en su cuerpo.
Durante el verano, elegimos detenernos. No por inercia, sino como un gesto deliberado: bajar el ritmo, volver la mirada hacia lo que normalmente se escapa. En la quietud, el pensamiento madura de otra manera. Los días largos invitan a leer sin urgencia, a escribir sin prisa, a pensar sin ruido. Aquí, en esta pausa, seguimos atentos. Cada semana, un coño distinto. Un respiro entre las mareas informativas. Porque también en la lentitud hay movimiento.
Distingamos dos tipos de personalidad: los erizos, que reducen el mundo a la idea directriz del Main, y las zorras, que multiplican las experiencias.
El FC Barcelona es el mayor ejemplo de privilegio institucional del fútbol español. Un club ahogado en deudas millonarias, con impagos a jugadores, técnicos y proveedores, que sigue operando gracias a la pasividad cómplice del Gobierno y los organismos deportivos. Mientras cualquier otro club sería sancionado o incluso descendido (como el Olympique de Lyon o la Juventus de Turín), al Barça se le permite todo: refinanciar lo impagable, fichar sin solvencia y construir un estadio con avales políticos. ¿Dónde está el control? ¿Dónde está la equidad? Todo se tapa, todo se justifica. El relato victimista catalanista sirve de escudo mientras exprimen hasta el último recurso del Estado que dicen rechazar. No es gestión, es protección. No es mérito, es trato de favor. El Barça no compite en igualdad, sobrevive porque lo sostienen desde arriba. Sin ayudas públicas encubiertas, su modelo ya estaría hundido. Y aún tienen la desfachatez de hablar de dignidad y valores.
Dentro de mil años no quedará casi nada de nuestra sofisticada cultura culinaria, ni ruinas ni memoria, solo silicio roto, chatarras de plástico, agua verdosa y muerta, tal vez algún extraño libro de papel encerrado en un museo, quizá algún pimiento fósil o algún trozo de pan candeal guardado cual reliquia o alguna morcilla momificada en su sarcófago… Pero quiero pensar que a pesar de todos los desastres seguirá habiendo pastores e higueras, nómadas y alfarería, viñas y rebaños por los montes. Y alguien, aún, amará y arropará luego el sueño más precioso de quién ama con el tesoro fácil de una sábana de seda auténtica y una manta primitiva y caliente. Y ese alguien, no sé en qué horizonte, clima o circunstancia, guisará higaditos de cordero con higos y aún no habrá olvidado que hace dos mil años ya había dos amantes que, después de aplacar el deseo, se alimentaron con este guisote y bebieron vino tinto para recuperar las fuerzas y refrescar el beso. Las patatas fritas son el acompañamiento ideal. Sí, es verdad las fritangas y las vísceras no tienen buena prensa hoy, engordan, tienen colesterol y no sé que miasmas, pero la alegría también es eso, no preocuparse y confiar en una vieja receta. Dicen que pronto todo el país será un desierto. Dicen que el mejor consejo dietético es “No comas nada que tu abuela no cocinase y comiera”.
Espero a que se temple el guiso y vuelvo a despertarla. Tal vez le entusiasmen estos sabores, tal vez no, la casquería no gusta a todos los paladares, pero eso tiene el amor cuando comienza: la intriga, la duda, la sorpresa.
Los tomates se confitan sin pelar en aceite templado junto con tres dientes de ajo pelados y una flor grande de orégano, a unos setenta grados durante una hora. Luego los dejamos enfriar y los pelamos. No puedo imaginar la cocina antes del tomate. Destripo unos tomatillos confitados, rompo unas anchoas en salazón, extiendo estos dos alimentos sobre una tostada de pan y el mundo se convierte en un lugar un poco más habitable. Borges pensaba que la única obligación fundamental que tienen los hijos para con los padres no es obedecerlos, ni seguir sus consejos, ni tener éxito laboral, ni cuidar su vejez. La obligación fundamental para con ellos es la de ser felices. Él mismo, a la muerte de su madre, se lamentaba de la mayor infamia que había perpetrado como hijo: no haber sido feliz. Sabemos que saborear de cuando en cuando algunos instantes de felicidad depende de muchas cosas y no se consiguen solo con voluntad o ganas, el azar y la necesidad también juegan sus cartas. Pero aspirar a ella, siquiera esos pocos instantes, es ya tocarla. Somos felices a ratos, a veces, por días, unos segundos, sin darnos cuenta. Y está bien ese azar, esa inconsciencia. Es bueno que no sea permanente. Además, la fruta del Paraíso no fue una manzana sino un tomate, el árbol de la ciencia del bien y del mal era una tomatera y no hizo falta serpiente para tentar el hambre. Yo tampoco hubiera dudado si Eva me ofrece un tomate. Mejor un tomate que Dios.
Me hace feliz lo sencillo. Para complicarse la vida ya está la vida misma, la crisis, esa locura laboral urbanícola de consumo con la que nos han engañado a casi todos. Mike Barja decía el otro día también algo muy sencillo y verdadero (en su caso apoyado por toneladas de datos) que al final solo “queremos tener tiempo, tiempo para nosotros, tiempo para querer y que nos quieran”. El consumo y el capital nos engaña pero aún no nos borra esa sencilla aspiración. Pero vendemos el tiempo de nuestra vida y no tenemos más. Esta receta gabacha es de mi amiga Bernadette: cebollas, pimientos, berenjenas, calabacines, tomates buenos y maduros, unos dientes de ajo, una ramita de tomillo fresco, que ahora es temporada, unas hojas de romero, pimienta, sal, un poquito de azúcar y, por supuesto, aceite de oliva.
Sofreímos cebollas y pimientos cortados en fino, tapamos la sartén y cocemos a fuego lento un cuarto de hora. Luego añadimos al guiso las berenjenas y calabacines cortados en dados, corregimos de sal y añadimos después los tomates troceados sin piel y sin semillas, dos ajos aplastados con la hoja del cuchillo y también el tomillo, el romero, un poco de guindilla y el azúcar. Continuamos el chup, chup media hora con la sartén tapada removiendo con delicadeza de vez en cuando. Yo he añadido a veces criadillas de tierra de Extremadura y un poco de poleo salvaje que cojo en la garganta. El lema de la película “Ratatouille” es “todo el mundo puede cocinar” parece una obviedad, pero hoy ya no lo es, mucha gente no cocina, no lo ha hecho nunca. No saben lo que se han perdido. Lo que se pierden.
Recuerdo esos veranos, con diez o doce años, siesta obligada de la que siempre nos escapamos para ir al río a pescar y a bañarnos hasta casi las nueve. Somos niños y niñas salvajes, requemados por el sol, que volvemos con un hambre caníbal. Olor a tierra caliente y mojada bajo la parra. Avispas mordiendo las uvas negras y peleando contra nosotros, ganan ellas, chicharras enloquecidas, brisa con olor a tabacos en flor. Una rebanada de pan y un tomate maduro y perfecto cortado por la mitad por mi abuelo, un chorro de aceite y sal. Nada más. Una delicia. Tal vez de verdad este es el sabor del paraíso, el maná, el fruto aquel del árbol de la ciencia.
Descubro que hoy, treinta años después, todos perseguimos aquel tomate mítico. Pero, ya lo escribimos al principio, no hay alimento en la tierra que no haya sido más manipulado genéticamente para que su color, su forma, su textura, su calibre, su duración sea más perfecta y rentable. Se olvidaron del pequeño detalle del sabor. Ahora, en vista de la demanda, quieren fabricar aquellos tomates de antes, pero no lo consiguen. Eso sí, cobran a precio de oro unos sucedáneos bautizados como “Raf” o “Muchamiel” o “Rosa” o cualquier otra farsa.
Siempre es caro recuperar la memoria de un sabor o de un amor. Casi nunca se consigue. Una vez, hace ya más de diez años, me pusieron un tomate de verdad en un restaurante de Baeza. El dueño me quería dar una hostia por haber besado a la cocinera y huertana que era su mujer, y a la que hacia gracia mi beso. La segunda vez que me encontré con el milagro fue en una cantina de mala muerte del Ampurdán, pero su dueño, malencarado y barrigón, no era besable. Le dejé una propina gastronómica. Luego, diez años después, viniste tú con unos tomates sospechosos, imaginé que comprados a alguna mafia de traficantes de tomates de verdad y otras solanáceas prohibidas. Sacaste una vieja navaja para cortar el pan y hacer unas rajas en la pulpa de ambas mitades, echaste el aceite precioso y la sal mallorquina que tanto te gustaba. Mordí ese tomate proutsiano y casi lloro. Debía de quedar por ahí alguna tomatera imperfecta, olvidada por los monstruos o los gangsters que fabrican hoy los alimentos. Me dijiste que había bancos de semillas, agricultores y agricultoras ecológicos que cultivaban tomates antiguos a los que dejaban madurar junto a la tierra. Hoy todavía falta un poco, aún no es tiempo de tomates. El tomate que nos regaló América es impagable. Si acaso decir: ¡gracias!
Los huesos, ceniza o fósil, cuando ya no estén ellos y mientras tanto alma invisible y tocable de la belleza, el soporte de la carne que se besa, el armazón resistente que aún no se ha mellado ni oxidado ni duele. Huesos dulces que pueden chocar sin miedo gracias a las almohadas mullidas de sus pubis. Comen las costillas con los dedos, sentados el uno frente al otro en la mesa grande que está bajo la parra. Beben el vino con sed y también para limpiar el ligero ardor y seguir disfrutando de nuevo del picante. Rebuscan con usura hasta la última piltrafa de carne y dejan los huesos limpios, amontonados en otro plato antiguo. De postre, las últimas naranjas del huerto de su abuelo. Nunca le dice que le gustan sus huesos, sus costillas. Tampoco ella. O el olor, el genio y cierta forma de mirar a lo lejos. Y cerca.
INGREDIENTES y PREPARACIÓN:
Cocer en olla a presión durante 20 minutos:
Un costillar de cerdo ibérico de 1 kilogramo
Una copa (100 cl) de Martini rojo o de vermú dulce
Media copa de mirin (vino de arroz ) puede servir un vino blanco dulce
Una cucharada sopera de tomillo seco
Tres hojas de laurel
Tres dientes de ajo triturados (puré de ajo)
Una cucharada de escamas de pimentón de la Vera
Una cucharada de orégano seco
Dos anchoas machacadas
Media copa de salsa soja dulce
Cuatro cucharas grandes de miel
Dos cucharadas de mostaza antigua
Cuatro cucharadas de aceite de oliva
Este es el disangelio propio de la actualidad, dime, nuevo caín: ¿dónde diablos está tu hermano?
Tal y como se ha informado ampliamente, el 1 de abril de 2023 empezamos a cerrar el programa de verificación anterior de Twitter. Anteriormente, para recibir una insignia azul, las cuentas tenían que ser auténticas, estar activas y ser consideradas importantes por el personal de Twitter (para obtener más información sobre la política anterior, haz clic aquí). Ahora, a partir de los cambios implementados para democratizar la plataforma, las cuentas que tienen una suscripción activa a X Premium y son completas, activas, seguras y no engañosas son aptas para recibir la marca de verificación azul, independientemente de su importancia percibida. X apoya la libertad de expresión y no avala ni valida las opiniones expresadas en las cuentas que muestran marcas de verificación. Obtén más información sobre las políticas relativas a las marcas de verificación azules de X y en la marcas rojas de la Anglogalician.
Tú, miserable bellaco! ¡Lo que yo cago es mejor que cualquiera de tus ideas!
El peligro más grande no es que nadie te escuche sino que a nadie le importe lo que digas, aseguraba un personaje de ficción vestido con túnica.
El peligro más grande es que no tengas nada importante que decir y que todo el mundo te escuche.
Que lance la primera piedra el que tenga algo verdaderamente importante que decir.
Un rey dura lo que dura su verdad. El tiempo en que nos tiene convencidos de que no hay más verdad que la suya.
Eeeeem, ¿Me lo parece sólo a mí o está poniendo el culo en pompa?
Lo decidís vosotros, cuervos que voláis sobre todo ello y que nadie puede comprar, que nadie puede utilizar, que no habláis, de quienes nadie se nutre salvo en las más tremendas carestías, a los que ni siquiera Willy S querría en su sombrero, queridos cuervos a los que el Main dio alas de un negro mate, un grito quebrado, un vuelo de piedra y, por boca de Diocleciano, servidor suyo, el nombre imperial de Corvus corax.
¿De dónde surgen términos como “maricón”, “marica” o “mariquita”? ¿Por qué tienen una presencia tan destacada y peyorativa en el imaginario? “El primer registro escrito de ‘maricón’ lo encontramos en 1517, en la Comedia Serafina, de Bartolomé Torres Naharro. El término se emplea para criticar al varón que no se comporta como tal, que no corteja a las mujeres, y así se dice de él que ‘al hombre que no lo hace / lo tienen por maricón’
“El origen etimológico es muy claro: viene de ‘Marica’, que era entonces el diminutivo más popular para el nombre de María. Así, todo hombre que no se comportara exactamente como se esperaba de su género era considerado afeminado, equivalente a una mujer, a una María cualquiera”, continúa.
“Durante mucho tiempo se empleó, junto con ‘marica’, registrado años después, en 1594, y ‘mariquita’, mucho más difícil de precisar por su homonimia con el insecto. De este modo, durante nuestros Siglos de Oro, se empleó ‘maricón’ y sus variantes como equivalente a afeminado, mientras que era ‘puto’ el término vulgar para referirse a quien entonces se catalogaba como ‘sodomita”.
Caballero bastardo, defensor de locos y viudas, de herejes, leprosos y huérfanos, que cobra con vino peleón y pan duro, dueño de nada y vasallo de nadie, gran señor del castillo de las hierbas y de las nubes, hijo libre de la tierra y del cielo de Galizalbion.
No, no... What you've been is not on boats.
Niños, no cojan caramelos de extraños
¿Abrir universidades nuevas, abrir la politécnica? Cada centro de estos es un nido de víboras. Cada estudiante es un rebelde, un alborotador, un librepensador. ¿Podemos sorprendernos de que el sha no quisiera cavar su propia tumba? El monarca tuvo una idea mejor: mantener a todos los estudiantes lejos del país. A este respecto, Irán era un caso insólito en el mundo. Más de cien mil jóvenes estudiaban en Europa y América. Esto le costó a Irán mucho más de lo que le hubiese costado crear sus propias universidades. Pero de esta manera el régimen se procuraba una relativa calma y seguridad. La mayoría de esta juventud no volvía nunca. Pueden hoy encontrarse más médicos iraníes en San Francisco y Hamburgo que en Tabriz y Meshed. No volvían a pesar de los suntuosos sueldos ofrecidos por el sha; tenían miedo a la Savak, y no querían volver a besar las botas de nadie. Desde hacía años aquello había sido la gran tragedia del país. La dictadura del sha con sus represalias y persecuciones condenaba a la emigración, al silencio o a las cadenas a los mejores hombres del Irán: a los escritores más insignes, a los científicos, a los pensadores. Era más fácil encontrar a un iraní con carrera en Marsella o Bruselas que en Hamadan o Qazvin. Un iraní en Irán no podía leer libros de sus grandes escritores (porque se editaban sólo en el extranjero), no podía ver las películas de sus mejores directores (porque estaba prohibido exhibirlas dentro del país), no podía escuchar la voz de sus intelectuales (porque estaban condenados al silencio). Fue la voluntad del sha lo que hizo que la gente no tuviese más remedio que elegir entre la Savak y los mullahs. Y, naturalmente, eligió a los mullahs. Cuando se habla de la caída de la dictadura (y el régimen del sha había sido una dictadura particularmente brutal y pérfida), no se puede tener la ilusión de que junto a ella se acabe todo el sistema, desapareciendo como un mal sueño. En realidad sólo termina su existencia física. Pero sus efectos psíquicos y sociales permanecen, viven y durante años se hacen recordar, e incluso pueden quedarse en formas de comportamientos cultivados en el subconsciente. La dictadura, al destruir la inteligencia y la cultura, ha dejado tras sí un campo vacío y muerto en el que el árbol del pensamiento tardará mucho tiempo en florecer. A este campo estéril salen de los escondrijos, de los rincones y grietas no siempre los mejores sino, a menudo, los que han resultado ser los más fuertes; no siempre los que traerán y crearán valores nuevos sino más bien aquellos a quienes su piel dura y resistencia interior han permitido sobrevivir. En estos casos la historia comienza a girar en un trágico círculo vicioso y a veces hace falta un siglo entero para que pueda salir de él. Pero aquí tenemos que detenernos, incluso retroceder varios años, porque, adelantando los acontecimientos, ya hemos destruido la Gran Civilización que antes hemos de construir. Sin embargo, ¿cómo se puede construir nada sin contar con especialistas, y con un pueblo que aunque ardiese en deseos de estudiar no tiene dónde? Para hacer realidad la visión del sha era necesario contratar inmediatamente a setecientos mil profesionales. Se encontró la salida más sencilla y segura: los traeremos del extranjero.
La cuestión de la seguridad era aquí un argumento de peso, pues se sobreentiende que un extraño no va a dedicarse a organizar complots ni rebeliones, no va a adoptar posturas contestatarias o de indignación frente a la Savak, porque lo único que va a interesarle será hacer su trabajo, cobrar y marcharse. En el mundo cesarían las revoluciones si gentes, por ejemplo, del Ecuador construyesen el Paraguay, o los hindúes, Arabia Saudí. Mezclen, revuelvan, trasladen, dispersen, y tendrán tranquilidad. Así que llegan a aterrizar los aviones uno tras otro. Vienen criadas de Filipinas, fontaneros de Grecia, electricistas de Noruega, contables de Paquistán, médicos de Italia, militares de los Estados Unidos. Contemplamos las fotografías del sha de aquel período: el sha hablando con un ingeniero de Munich, el sha hablando con un perito de Kuznieck. Y ¿quiénes son los únicos iraníes que vemos en estas fotos? Son ministros y hombres de la Savak, que protegen al monarca. En cambio, los iraníes que no vemos en las fotos lo miran todo con ojos cada vez más grandes. Sobre todo por su profesionalidad, por saber apretar los botones adecuados, mover las palancas adecuadas, unir los cables adecuados, este ejército de extranjeros, por más modestamente que se comporte (como fue el caso de nuestro pequeño grupo de especialistas), empieza a dominar, a crear en los iraníes un complejo de inferioridad. Él sabe y yo no. Los iraníes son un pueblo orgulloso y tremendamente sensible cuando de su dignidad se trata. Un iraní no reconocerá no saber hacer algo; para él es una gran vergüenza, un bochorno. Sufrirá, se sentirá deprimido y, finalmente, empezará a odiar. El iraní comprende en seguida el proyecto del sha: vosotros seguid sentados a la sombra de las mezquitas y llevad a pastar las ovejas, porque habrá de pasar un siglo antes de que sirváis para algo, mientras que yo, con los americanos y los alemanes, en diez años voy a construir un imperio mundial. Por eso los iraníes reciben la Gran Civilización sobre todo como una gran humillación. Pero esto es sólo una parte de la historia. En seguida empieza a correr la noticia de lo que ganan estos especialistas en un país en que para muchos campesinos diez dólares es toda una fortuna (un campesino recibía por sus productos el 5% del precio al que éstos se vendían después en el mercado).
Mayor impacto causa el conocer los sueldos de los oficiales norteamericanos traídos por el sha. A menudo alcanzan ciento cincuenta o doscientos mil dólares anuales. Después de pasar cuatro años en Irán, un oficial se marcha con medio millón de dólares en el bolsillo. Los ingenieros cobran mucho menos, pero para los iraníes los ingresos de los extranjeros se miden tomando como punto de referencia los sueldos americanos. Se puede uno imaginar fácilmente lo mucho que adora un iraní medio, incapaz de llegar a fin de mes sin traumas, al sha y a su Gran Civilización, lo que siente cuando en su propia patria es continuamente tratado a empujones, se le dan lecciones y se ríen de él muchas personas extrañas que, incluso sin manifestarlo, tienen el convencimiento de su superioridad. Al final, gracias a la ayuda extranjera, fue construida una parte de las fábricas, pero entonces resultó que no había electricidad (lo que desconocía el sha). Para ser más exactos, no pudo saberlo porque el sha leía unas estadísticas de las que se desprendían que sí la había. Y ello era cierto, sólo que en realidad había dos veces menos de lo que éstas mostraban. En aquellos momentos el sha estaba con el agua al cuello; quería exportar rápidamente productos industriales por la sencilla razón de que no sólo se había gastado hasta el último céntimo de toda esa fabulosa cantidad de dinero sino que había empezado a pedir créditos a diestro y siniestro. ¿Y para qué pedía Irán estos créditos? Para comprar acciones de grandes empresas extranjeras, americanas, alemanas y de otros países. Pero ¿era necesario? Sí, lo era, porque el sha tenía que gobernar el mundo. Llevaba ya algunos años dando lecciones a todos, aconsejaba a los suecos y a los egipcios, pero necesitaba todavía de una fuerza real. El campo iraní estaba inundado de barro y apestaba a estiércol, pero ¿qué importancia tenía eso frente a las ambiciones a escala mundial del sha?
El uniforme, de excelente corte, que resalta la silueta ágil y atractiva de Mohammed Reza, nos abruma con la riqueza de sus galones, la cantidad de sus medallas y la composición rebuscada de sus entorchados que se cruzan en el pecho. En este cuadro contemplamos al sha en su papel predilecto: el de comandante en jefe del ejército. Porque el sha, bien es verdad que se preocupa por sus súbditos y que se dedica a acelerar el proceso de desarrollo, etc., pero éstas no son más que unas obligaciones tediosas, inevitables para quien es el padre de la nación, pero el ejército es su única afición, su pasión verdadera. Y no se trata de una pasión desinteresada. El ejército siempre había constituido el principal apoyo del trono y, con el paso del tiempo, su único apoyo. En el momento en que el ejército quedó desmembrado el sha dejó de existir. Ahora me asalta la duda de si debo usar la palabra ejército, pues podría inducir a falsas asociaciones. En nuestra cultura el ejército era una unión de hombres que derramaban su sangre «por la libertad vuestra y nuestra», que defendían las fronteras, luchaban por la independencia, que, victoriosos, triunfaban cubriendo de honor sus enseñas o que sufrían trágicas derrotas con las que daban comienzo a largos períodos de sometimiento cruel del pueblo entero.
Nada parecido se puede decir del ejército de los shas Pahlevi. Este ejército tuvo una única oportunidad para erigirse en el defensor de la patria (en 1941), pero justamente en aquella ocasión, al ver al primer soldado extranjero, tocó a retirada, se dispersó, y a esconderse en casa. Sin embargo, tanto antes como después, este mismo ejército mostró con especial empeño su fuerza en circunstancias muy distintas, es decir, masacrando minorías nacionales, a menudo indefensas, o manifestaciones populares, igualmente indefensas. En una palabra, aquel ejército no era más que un instrumento del terror interno, una especie de policía acuartelada. La historia del ejército de Mohammed Reza lo está por grandes masacres de su propio pueblo (Azerbaidján 1946, Teherán 1963, Kurdistán 1967, Irán entero 1978, etc.). Por eso cualquier ampliación del ejército era acogida con horror y espanto por el pueblo, consciente de que lo que el sha hacía no era sino fabricar un látigo todavía más grueso y más doloroso que tarde o temprano acabaría por caer sobre sus espaldas. Incluso la división entre el ejército y policía (y había ocho clases dentro de ella) era de índole meramente formal. Al frente de todas aquellas clases de policía estaban los generales del ejército, es decir, los hombres más próximos al sha. El ejército, al igual que la Savak, gozaba de todos los privilegios. («Al terminar los estudios en Francia —cuenta un médico—, volví a Irán. Fui con mi mujer al cine; nos pusimos en la cola. Apareció un suboficial y compró una entrada en la taquilla pasando por delante de todos lo que aguardábamos nuestro tumo. Le llamé la atención. Entonces se me acercó y me dio una bofetada. No tuve más remedio que encajarla sin chistar pues mis vecinos de cola me advirtieron que cualquier palabra de protesta podía tener como resultado que acabase en la cárcel»). Así pues, como mejor se sentía el sha era con el uniforme puesto y dedicaba a su ejército más tiempo que a nadie.
Llevaba años ocupado en su actividad favorita, la cual consistía en hojear esas revistas (de las que se publican por decenas en Occidente) en que fábricas y empresas anuncian nuevos tipos de armamento. Mohammed Reza estaba suscrito a todas y las leía con suma atención. Durante años enteros, mientras se prolongaban aquellas lecturas fascinantes, al no disponer de dinero suficiente para comprar todos los juguetes mortales que le habían gustado, sólo podía soñar y contar con que los americanos le diesen algún que otro tanque o avión. Y los americanos, a decir verdad, no es que le dieran poco, pero siempre aparecía algún senador que levantaba el revuelo y criticaba al Pentágono por mandar demasiado armamento al sha, y entonces los envíos se interrumpían por algún tiempo. Sin embargo, ahora que el sha disponía del gran dinero del petróleo, ¡se habían acabado todos los problemas! Antes que nada dividió en dos aquella increíble suma de veinte mil millones de dólares (al año): diez mil para la economía nacional y diez mil para el ejército (llegados a este punto cabe añadir que el ejército apenas representaba el uno por ciento de la población). Acto seguido el monarca se entregó con más ahínco que nunca a la lectura de las revistas dedicadas al armamento e inundó el mundo con una fantástica avalancha de pedidos. ¿Cuántos tanques tiene Gran Bretaña? Mil quinientos. Bien, dice el sha, encargo dos mil. ¿Cuántos cañones tiene la Bundeswehr? Mil. Bien, nuestro pedido es de mil quinientos. Y ¿por qué ha de ser siempre más que la British Army y la Bundeswehr? Porque debemos tener el tercer ejército del mundo. Hemos de resignarnos a no tener ni el primero ni el segundo pero sí podemos tener el tercero y lo vamos a conseguir. Y una vez más se dirigen hacia Irán barcos, aviones y camiones repletos de las más modernas armas que la humanidad haya inventado y fabricado. Al poco tiempo (es cierto que hubo problemas en la construcción de fábricas, pero los envíos de tanques se realizaron a la perfección) Irán se convierte en una gran exposición de todo tipo de armamento. Y nunca mejor dicho, pues en el país no existen almacenes, ni depósitos, ni hangares para guardar y asegurarlo todo. Se presenta ante los ojos un panorama realmente increíble. Si hoy se desplaza uno de Shuraz a Isfahán, en un lugar determinado a la derecha de la carretera y en pleno desierto verá aparecer centenares de helicópteros. La arena cubre poco a poco los inútiles aparatos. Nadie vigila este territorio porque, al fin y al cabo, no hace ninguna falta; no hay nadie que sepa ponerlos en marcha. Aglomeraciones de cañones abandonados se acumulan en las afueras de Qom, montones de tanques se apiñan en los capos de Ahvaz. Pero no adelantemos los acontecimientos. Todavía está en Teherán Mohammed Reza, que en estos momentos tiene una agenda apretadísima. Y es que el arsenal del monarca crece sin parar; cada día trae consigo algo nuevo: ayer eran cohetes, hoy son radares, mañana serán aviones cazas o carros blindados. Son muchísimas armas; en apenas un año el presupuesto militar del Irán se ha quintuplicado: de dos a diez mil millones de dólares, y el sha ya está pensando en incrementarlo aún más. El monarca viaja, mira, examina, toca. Recibe partes e informes, escucha las explicaciones de para qué sirve tal o cual palanca o qué sucederá si se aprieta aquel botón rojo.
El sha escucha, asiente con la cabeza. Y sin embargo son extraños los rostros que asoman debajo de los cascos de combate o de las gorras de aviador o tanquista. Son caras muy blancas, de barba clara, o, por el contrario, demasiado oscuras, caras de negro. ¡Caras de americanos, eso es! Al fin y al cabo alguien debe pilotar aquellos aviones, dirigir los radares y centrar las miras, y nosotros ya sabemos que Irán carece de cuadros técnicos no sólo entre la población civil sino también en el seno del ejército. Al comprar armamento de lo más sofisticado, el sha también tuvo que pagar a precio de oro a expertos militares norteamericanos que supieran manejarlo. De ellos permanecían en Irán alrededor de cuarenta mil en el último año de su reinado. De modo que uno de cada tres hombres de la nómina de oficiales era de esta nacionalidad. Con los dedos de una mano se podían contar los oficiales iraníes en no pocas formaciones técnicas. Pero ni siquiera el ejército americano disponía del número de expertos que exigía el sha. Un buen día, al hojear un folleto de propaganda de una de tantas fábricas de armamento, el monarca se quedó contemplando un Spruance, el más moderno buque de guerra, cuyo precio se cifraba en trescientos treinta y ocho millones de dólares por unidad. En seguida encargó cuatro. Los buques llegaron al puerto de Bender Abbas, pero sus tripulaciones tuvieron que regresar a Estados Unidos porque este país no disponía del suficiente excedente en «marines» con preparación para el manejo de estos navíos. Los cuatro Spruance siguen hasta hoy en el puerto de Bender Abbas, cayéndose a pedazos. En otra ocasión el sha se quedó admirado del prototipo del cazabombardero F-16. En seguida decidió comprar una buena remesa. Pero los americanos resultaron demasiado pobres, no se podían permitir nada bien hecho y una vez más habían decidido suspender la fabricación del bombardero por parecerles su precio demasiado elevado: veintiséis millones de dólares por unidad. Por suerte el sha salvó el asunto al tomar la determinación de ayudar a sus amigos pobres. Les hizo un pedido de ciento setenta de esos aviones adjuntando un cheque por valor de tres mil ochocientos millones de dólares. ¿Y por qué no restar de estas sumas desorbitantes aunque sólo fuese unos cuantos autobuses urbanos para los habitantes de Teherán? La gente de la capital pierde horas esperando un autobús y luego más horas para llegar al trabajo.
¿Autobuses urbanos? ¿Qué brillo imperial puede emanar de un autobús? Y ¿qué tal si se restara un millón de esos miles de millones para construir pozos en unos cuantos pueblos? ¿Pozos? ¿Quién irá a esos pueblos para ver sus pozos? Los pueblos están lejos, entre montañas; nadie tendrá ganas de visitarlos y admirarlos. Supongamos que vamos a confeccionar un álbum que muestre a Irán como la quinta potencia del globo. Y que colocamos en ese álbum la fotografía de un pueblo con su pozo en medio. La gente en Europa pensará: ¿qué se desprende de esta imagen? Nada. Simplemente se ve un pueblo que tiene un pozo en medio. Y si, por el contrario, ponemos una fotografía con el monarca sobre un fondo de hileras de aviones supersónicos (existen muchas de esas fotos) todo el mundo moverá la cabeza con un gesto de admiración y dirá: ¡hay que reconocer que este sha ha conseguido algo realmente increíble! Entretanto Mohammed Reza se sienta en su despacho del cuartel general. He visto por televisión un reportaje filmado en ese despacho. Un enorme mapamundi ocupa una pared entera. A una distancia considerable del mapa hay un sillón hondo y grande y, a su lado, una mesa pequeña y tres teléfonos. Llama la atención el hecho de que en el resto de la habitación no haya ningún otro mueble. Ni más sillones, ni sillas siquiera. Aquí solía pasar el tiempo solo. Se sentaba en el sillón y contemplaba el mapa. Las islas del estrecho de Ormuz. Ya están conquistadas, ocupadas por sus tropas. Omán. Allí se encuentran sus divisiones. Somalia. Le prestó ayuda militar. El Zaire. También le prestó ayuda. Concedió créditos a Egipto y a Marruecos. Europa. Aquí tenía capitales, bancos, participaciones en multinacionales. América. Aquí también compró muchas acciones, tenía algo que decir. Irán crecía, se volvía grande, afianzaba sus posiciones en todos los continentes. Océano Indico. Sí, ha llegado el momento de reforzar la influencia en el Océano Indico. A este asunto empezó a dedicarle cada vez más tiempo.
La familia del sha aceptaba sobornos de cien millones de dólares o más. Sólo en Irán disponía de una suma que oscilaba entre tres y cuatro mil millones de dólares, no obstante tener colocada su principal fortuna en bancos extranjeros. Los ministros y generales recibían sobornos de veinte hasta cincuenta millones de dólares. Cuanto más se bajaba, menor era la cantidad pero ¡dinero lo había siempre! A medida que aumentaban los precios se incrementaba la cuantía de los sobornos y la gente corriente se quejaba de tener que destinar partes cada vez mayores de sus ingresos a alimentar el monstruo de la corrupción. En tiempos pasados había existido en Irán la costumbre de vender los cargos públicos en subasta. El sha daba el precio de salida por un cargo de gobernador, que se adjudicaba al mejor postor. Luego, una vez en el puesto, desplumaba como podía a los súbditos para recuperar (con creces) el dinero que había entregado a los monarcas. Ahora esta costumbre había renacido aunque bajo una apariencia diferente. Ahora el sha compraba a las personas enviándolas fuera para que firmaran grandes contratos, militares sobre todo. Semejante oportunidad suponía comisiones impresionantes de las que parte correspondían a la familia del sha. Aquello era un paraíso para los generales (el ejército y la Savak fueran los que mayores fortunas amasaron con la Gran Civilización). Los generales se llenaban los bolsillos sin el menor asomo de vergüenza. El jefe de la marina de guerra, contraalmirante Ramzi Abbas Atai, usaba la flota para transportar contrabando de Dubai a Irán. Por mar, Irán estaba indefenso: sus barcos permanecían amarrados en el puerto de Dubai, en tanto que el contraalmirante cargaba sus cubiertas de coches japoneses.
El sha, dedicado a la construcción de la Quinta Potencia, a la Revolución, a la Civilización y al Progreso, no tenía tiempo para ocuparse de asuntos tan insignificantes como sus subordinados. Las cuentas multimillonarias del monarca se creaban de manera mucho más sencilla. Él era la única persona con derecho a supervisar la contabilidad de la Sociedad Petrolífera de Irán, lo que quiere decir que era quien decía cómo se iban a distribuir los petrodólares; y la frontera entre el bolsillo del monarca y el tesoro del Estado estaba muy desdibujada, invisible casi. Añadamos que el sha, agobiado por tantas obligaciones, no se olvidó ni por un momento de su caja particular y saqueaba a su país de todas las maneras posibles. Y ¿qué era de las inmensas cantidades de dinero que reunían sus favoritos? Por lo general, éstos depositaban sus fortunas en bancos extranjeros. Ya en el año 1958 el senado norteamericano fue escenario de un escándalo cuando alguien descubrió que el dinero donado por América al Irán hambriento había vuelto a los Estados Unidos en forma de ingresos bancarios en las cuentas privadas del sha, sus familiares y personas de su confianza. Pero a partir del momento en que el Irán comienza su fabuloso negocio del petróleo, es decir, desde los grandes aumentos de los precios del crudo, ningún senado tendrá derecho a inmiscuirse en los asuntos internos del reino y el río de dólares podrá fluir tranquilamente del país hacia los bancos extranjeros de confianza. Cada año la élite iraní deposita en sus cuentas privadas de los mismos más de dos mil millones de dólares y el año de la revolución sacó del Irán más de cuatro mil millones. Así que todo aquello no era más que un gran saqueo del propio país a una escala inconcebible. Todos y cada uno podían sacar fuera cuanto poseyeran, sin ningún tipo de control o limitación; bastaba con firmar un cheque. Pero no queda ahí la cosa, pues además se sacan enormes sumas de dinero para ser gastadas inmediatamente en regalos y diversiones así como para comprar calles enteras de edificios y chalets, decenas de hoteles, hospitales privados, casinos de juego y restaurantes en Londres o en Francfort, en San Francisco o en la Costa Azul. El gran dinero permite al sha crear una nueva clase, desconocida hasta entonces por los historiadores y los sociólogos: la «petroburguesía», fenómeno social que va bastante más allá de lo meramente curioso. Esta burguesía no crea nada y su única ocupación consiste en consumir con auténtico desenfreno. A esta clase se accede no por medio de la lucha social (contra el feudalismo) ni tampoco a través de la competencia (industrial y comercial) sino luchando y compitiendo por el favor y la benevolencia del sha. Este ascenso puede convertirse en un hecho en un sólo día, en un minuto; basta con una palabra del monarca, basta con una firma suya. Ascenderá aquel que resulte más cómodo al sha, el que sepa adularlo mejor y más ardientemente que otros, el que le convenza de su lealtad y de su entrega. Sobran otros valores y otras cualidades. Es una clase de parásitos que no tarda en hacerse con una buena parte de los ingresos del Irán procedentes de la venta del petróleo, lo que la convierte en la dueña del país. Todo le está permitido a esta gente, desde el momento en que satisface la necesidad imperiosa del sha: la necesidad de la adulación.
Ahora Mohammed Reza se ve rodeado de un ejército armado hasta los dientes y de una multitud que al verlo profiere gritos de admiración. Todavía no se percata de lo ilusorio, de lo falso, de la fragilidad de todo aquello. De momento reina la petroburguesía (formada por una amalgama de lo más extraña: la alta burocracia civil y militar, los integrantes de la corte con sus familias, la capa superior de los especuladores y de los usureros y también numerosos individuos de categoría indeterminada, sin profesión y sin cargo conocidos. Estos últimos son difíciles de clasificar. Todos ellos disfrutan de buena posición, de fortuna e influencias. ¿Por qué?, pregunto. La respuesta es siempre la misma: eran hombres del sha. Con eso bastaba). La característica de esta clase, que concita el odio particular de la sociedad iraní, tan apegada a sus tradiciones, es su desnaturalización. Estas personas se visten en Nueva York y Londres (aunque las señoras prefieren París), pasan el tiempo libre en los clubs americanos de Teherán y envían a sus hijos a estudiar al extranjero. Esta clase goza de las simpatías de Europa y América en el mismo grado que de la antipatía de sus compatriotas. En sus elegantes salones recibe a huéspedes que vienen a visitar Irán y les ofrece una visión del país (que a menudo ella misma desconoce ya). Tiene modales mundanos y habla en lenguas europeas, ¿no es comprensible, pues, que, aunque sólo sea por esta última razón, un europeo busque contacto precisamente con ella? Sin embargo, ¡cuán engañosas son estas visitas, cuán lejos de estos lujosos chalets se encuentra el Irán verdadero que pronto hará oír su voz sorprendiendo al mundo! La clase de la que hablamos, llevada por un instinto de supervivencia, presiente que su carrera es tan brillante como efímera. Por eso desde el principio tiene las maletas preparadas, saca el dinero del país e invierte en Europa y América. Pero como el dinero no escasea, ni mucho menos, se puede destinar parte de él a vivir cómodamente en el mismo Irán. En Teherán empiezan a surgir barrios superlujosos cuyo confort y riqueza no pueden menos que impresionar a los visitantes. Los precios de muchas casas alcanzan millones de dólares. Estos barrios se alzan en la misma ciudad en que en otras calles familias enteras viven apiñadas en unos pocos metros cuadrados, sin luz ni agua para mayor escarnio. Y si, al menos, ese tremendo consumo de privilegios, esa gran «bouffe» se llevase a cabo con discreción, cójase y escóndase; que nada se vea; disfrútense los banquetes pero antes tápense las ventanas con cortinas; constrúyase la mansión, pero en medio del bosque, lejos, para no soliviantar a los demás. Pero ¡no! Aquí la costumbre manda impresionar y dejar boquiabierto, sacarlo todo afuera como si de un escaparate se tratara, encender todas las luces, deslumbrar, hacer que otros se caigan de rodillas, ¡apabullar, aplastar! Porque si no, ¿de qué sirve poseer? ¿Qué sentido tiene que alguien apunte un «se dice», «parece que», «alguien ha visto»…? ¡No! Poseer así equivale a no poseer en absoluto. Poseer de verdad significa gritar que se posee, llamar para que contemplen, que vean y que admiren, ¡que se les vayan los ojos! Y efectivamente, ante los ojos de la multitud silenciosa, aunque cada vez más hostil, la nueva clase da todo un espectáculo de la «dolce vita» iraní que no conoce límites a su desenfreno, a su voracidad y a su cinismo. Así, esta clase provocará un incendio en el que perecerá junto con su creador y protector.
El sha Nasser-ed-Din contrajo tantas deudas en los burdeles de París que, para pagarlas y poder regresar a su patria, tuvo que vender a los franceses el derecho a realizar excavaciones arqueológicas en Irán y a sacar del país todas las antigüedades que encontrasen. Pero esto había ocurrido en el pasado. Ahora, a mediados de los años setenta, Irán consigue que el dinero afluya al país en grandes cantidades. Y ¿qué hace el sha? Distribuye parte de él entre la élite, destina la mitad a su ejército y el resto al desarrollo. Pero ¿qué significa desarrollo? El desarrollo no es una categoría neutra o abstracta; siempre se realiza en nombre de algo y para alguien. Puede haber un desarrollo que enriquezca a la sociedad y haga de la vida algo mejor, más libre y más justo, pero también puede tener un carácter totalmente distinto. Eso es lo que ocurre en los sistemas de poder unipersonal, donde la élite identifica su propio interés con el del Estado (instrumento en sus manos para el ejercicio del poder) y donde el desarrollo económico, al tener por objetivo reforzar el Estado y su aparato de represión, refuerza la dictadura, la esclavitud, la avidez, la esterilidad y el vacío existencial. Justamente fue éste el desarrollo del Irán, que se vendía envuelto en un resplandeciente papel de regalo donde se anunciaba la Gran Civilización. ¿Podemos acaso sorprendernos de que los iraníes se sublevaran y destruyeran este modelo del desarrollo aun a costa de enormes sacrificios? Lo hicieron no porque fueran ignorantes y atrasados (me refiero al pueblo, no a cuatro fanáticos enloquecidos) sino, por el contrario, porque eran sabios e inteligentes y porque comprendían lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Comprendían que unos años más de esta Civilización y no habría aire para respirar e incluso dejarían de existir como nación. La lucha contra el sha (es decir, contra la dictadura) no sólo la llevaron Jomeini y los mullahs. Así lo presentaba (muy hábilmente, como se vería más tarde) la propaganda de la Savak: los ignorantes mullahs estaban destruyendo la obra ilustrada y progresista del sha. ¡No! Esta lucha fue llevada a cabo sobre todo por los que estaban al lado de la sabiduría, la conciencia, el honor, la honestidad y el patriotismo. Los obreros, los escritores, los estudiantes y los científicos. Ellos eran, antes que nadie, quienes morían en las cárceles de la Savak y los primeros en coger las armas para luchar contra la dictadura. Y es que la Gran Civilización se desarrolló desde el principio acompañada de dos fenómenos que alcanzaron grados nunca vistos en ese país: por un lado el aumento de la represión policial y del terror ejercido por la tiranía, y por otro, un número cada vez más alto de huelgas obreras y estudiantiles así como el surgimiento de una fuerte guerrilla. Son sus jefes los fedayines del Irán (que, por lo demás, no tenían nada que ver con los mullahs; muy al contrario, éstos los combaten). La existencia de esta guerrilla, que actúa a una escala bastante más importante que muchas de las guerrillas hispanoamericanas, es, por lo general, desconocida en el mundo, porque ¿a quién le importan los fedayines del Irán ahora que el sha permite a todos ganar millones? Estos guerrilleros no son sino médicos, estudiantes, ingenieros, poetas, esa «chusma analfabeta» del Irán que se opone al ilustrado sha y a su moderno país que todos elogian y admiran. A lo largo de cinco años centenares de guerrilleros iraníes mueren en combate y centenares de otros son torturados hasta la muerte por la Savak durante los interrogatorios. En aquella época ni Somoza ni Stroessner tuvieron sobre sus conciencias tantas víctimas trágicas. No quedó ni un solo hombre de los que habían creado la guerrilla iraní, de los que eran sus jefes e ideólogos, de los dirigentes de los fedayines, mudyahidines y otras formaciones de lucha; ni uno solo.
El chiíta es, antes que nada, un opositor implacable. En un principio los chiítas no fueron más que un pequeño grupo de amigos y partidarios de Alí, el yerno de Mahoma y marido de su queridísima hija Fátima. Tras la muerte de Mahoma, quien no había tenido descendencia masculina ni tampoco había designado sucesor, empezó entre los musulmanes una lucha por la herencia del profeta, es decir, por el puesto de jefe (califa) de los fieles de Alá, una lucha por quién sería el hombre número uno del mundo islámico. El partido de Alí (la palabra chi’a significa precisamente partido) reclama el puesto para su jefe alegando que Alí es el único representante de la familia del profeta y padre de los dos nietos de Mahoma, Hassán y Hussein. No obstante, la mayoría mahometana que constituyen los sunitas desoirá durante veinticuatro años la voz de los chiítas y elegirá uno tras otro como califas a Abu Bakr, Umar y Utman. Finalmente Alí conseguirá erigirse en califa, pero sólo por cinco años, pues morirá a manos de un asesino que le hiende la cabeza con un sable envenenado. Tampoco sobrevivirán los hijos de Alí; Hassán morirá también víctima del veneno y Hussein, en un combate. La extinción de la familia de Alí privará a los chiítas de la posibilidad de conseguir el poder (que quedará en manos de las dinastías sunitas por este orden: Omeyas, Abbasíes y Otomanos). El califato, que, según los principios sentados por el profeta, habría de ser una institución que se caracterizara por su modestia y sencillez, se convierte en una monarquía hereditaria. Ante esta situación los chiítas, plebeyos, piadosos y pobres, escandalizados por el estilo nuevo rico de los califas victoriosos, pasan a la oposición.
Ocurría todo esto a mediados del siglo VII pero sigue siendo hasta hoy una historia viva y capaz de levantar pasiones. De modo que a lo largo de una conversación con un chiíta piadoso éste volverá una y otra vez a aquellos tiempos remotos, relatando con lágrimas en los ojos todos los detalles de la matanza de Kerbala, que fue donde le cortaron la cabeza a Hussein. Un europeo escéptico no dejará de pensar con ironía: Dios mío, ¡¿qué importancia tiene hoy todo eso?! Pero si hace esta pregunta en voz alta causará indignación y se granjeará el odio del chiíta.
El destino de los chiítas ha sido siempre trágico y ese sino de tragedia, ese infortunio y esa desgracia que les han acompañado a lo largo de la historia han marcado profundamente sus conciencias. Hay colectividades en el mundo que vienen fracasando en sus intentos desde hace siglos. Todo se les escapa de las manos y si alguna vez se enciende un rayo de esperanza, se apaga en seguida: tienen el viento siempre de cara. En una palabra, diríase que arrastran un signo fatal. Tal es el caso de los chiítas. Quizá por eso dan la impresión de ser mortalmente serios, tensos, aferrados a sus razones y principios incluso de una manera agresiva y, en fin, tristes (lo que no deja de ser una impresión, claro está).
Desde el momento en que los chiítas (que apenas constituyen una décima parte de los musulmanes, pues el resto es sunita) pasaron a la oposición, empiezan las persecuciones. Hasta hoy está vivo en ellos el recuerdo de los muchos pogromos de los que fueron víctimas a lo largo de la historia. Por eso mismo, se encierran en sus ghetos, viven dentro de los límites de su comunidad, se comunican por medio de signos comprensibles sólo para ellos y elaboran formas de comportamiento clandestino. No obstante, los golpes siguen cayendo sobre sus cabezas. Los chiítas son arrogantes, muy distintos de la dócil mayoría sunita; se oponen al poder oficial (que, a diferencia de lo usual en los tiempos puritanos de Mahoma, se rodea ahora de esplendor y riqueza) y también a la ortodoxia obligatoria, lo cual, sin duda alguna, les cierra las puertas a toda tolerancia.
Poco a poco empiezan a buscar lugares más seguros que les brinden mejores condiciones de supervivencia. En aquella época de comunicaciones difíciles y lentas, cuando la distancia y él espacio desempeñan el papel de un muro que separa y aísla con eficacia, los chiítas intentan alejarse lo más posible del centro del poder (que primero se encuentra en Damasco y más tarde, en Bagdag). Se dispersan por el mundo, atraviesan montañas y desiertos; se ocultan del resto dentro de su clandestinidad. Una parte de sus errantes comunidades se dirige al este. Atraviesa el Tigris y el Eufrates así como los montes Zagros y llega al altiplano desértico de Irán. Así surge la diáspora chiíta que ha perdurado en el mundo islámico hasta nuestros días.
En esos tiempos Irán, agotado y diezmado por las guerras seculares con Bizancio, acaba siendo conquistado por los árabes, que empiezan a imponer una nueva fe, el islam. Este proceso se desarrolla lentamente y en un ambiente de lucha. Hasta aquel momento los iraníes habían tenido su propia religión oficial (el zoroastrismo) ligada al régimen imperante (el de los Sasánidas) y ahora intentan imponerles otra religión oficial, ligada, a su vez, a un nuevo régimen (extraño, por añadidura): el islam sunita. Es un poco como llover sobre mojado.
Pero justo en ese momento aparecen en Irán los chiítas, cansados, paupérrimos, desdichados y con huellas inequívocas del calvario que acaban de pasar. Los iraníes se enteran de que estos chiítas son musulmanes y además (según ellos mismos proclaman) los únicos musulmanes legítimos, los únicos portadores de la fe pura y verdadera por la que están dispuestos a morir. «—Pues bien —preguntan los iraníes—, ¿y vuestros hermanos árabes que nos han conquistado?». «¿Hermanos? —exclaman los chiítas indignados—, pero si ellos son sunitas, los usurpadores y los perseguidores nuestros. Han asesinado a Ali y se han hecho con el poder. No, nosotros no los reconocemos. ¡Somos sus enemigos!». Tras esta declaración los chiítas preguntan si pueden descansar del largo y agotador viaje y piden un jarro de agua fresca.
La declaración de aquellos viajeros descalzos hace que los iraníes se den cuenta de algo muy importante: se puede ser musulmán sin por ello pertenecer al régimen. Más aún, de lo que dicen se desprende que se puede ser ¡musulmán en la oposición! y que así se es incluso ¡mejor musulmán! Pronto simpatizan con estos chiítas pobres y perseguidos. También ellos están arruinados por la guerra, y su país gobernado por el invasor. Así que tampoco tardan en encontrar un lenguaje común con aquellos exiliados que buscan refugio entre ellos y cuentan con su hospitalidad. Empiezan a escuchar con suma atención las palabras de los predicadores y un proceso de conversión a su fe se pone en marcha.
Toda la inteligencia e independencia de los iraníes se pone de manifiesto en esta hábil maniobra. Tienen éstos una facilidad muy particular para mantenerse independientes en condiciones de dependencia. A lo largo de cientos de años Irán había sido víctima de agresiones, conquistas y repartos, gobernado durante siglos enteros por extraños o por regímenes locales dependientes de potencias extranjeras, y había sabido mantener por encima de todo su cultura y su lengua, su impresionante personalidad y esa fuerza de espíritu que en condiciones favorables le ha permitido renacer de sus cenizas. A lo largo de los veinticinco siglos de su historia escrita, los iraníes, más tarde o más temprano, siempre han sabido burlar a los que creían poder gobernarlos impunemente. Algunas veces para conseguir este objetivo han tenido que recurrir como arma a la sublevación o la revolución, pagando por ello el trágico tributo de la sangre, y lo han hecho de una manera increíblemente consecuente, casi extrema. Cuando ya están hartos de un poder que se ha hecho insoportable y que no están dispuestos a tolerar por más tiempo, el país entero se queda inmóvil, y todo su pueblo desaparece como si se lo hubiera tragado la tierra. El poder da órdenes, pero no hay quien las oiga; frunce el ceño, pero nadie lo ve; grita, pero es una voz en el desierto. Finalmente el poder se desploma como un castillo de naipes. No obstante, el método que usan con más frecuencia es el de absorber, el de asimilar, y ello de una forma tan activa que el arma extraña se funde y convierte en propia.
Así es como actúan al ser conquistados por los árabes. «Si queréis el islam —dicen a sus ocupantes—, lo vais a tener, pero en una edición nuestra, independiente y rebelde. Seguirá siendo una fe, pero será iraní; una fe en la que se reflejará nuestro espíritu, nuestra cultura y nuestra independencia». Esta es la filosofía que lleva a los iraníes a tomar la decisión de adoptar el islam. Lo adoptan, pero en su versión chiíta, que en aquellos momentos es la fe de los humillados y vencidos, instrumento de oposición y resistencia, ideología de unos rebeldes que están dispuestos a sufrir para no abandonar sus principios porque quieren conservar su independencia y su dignidad. El chiísmo se convertirá para los iraníes no sólo en su religión nacional sino también en su asilo y su refugio; en una forma de supervivencia de este pueblo y, en muchas ocasiones, de lucha y liberación.
Irán se convierte en la provincia más inquieta del imperio musulmán. Hay aquí miles de complots, de sublevaciones; emisarios enmascarados se mueven por todo el país, circulan de manera clandestina octavillas y panfletos. Los representantes del poder ocupante siembran el terror, pero los resultados son contrarios a lo que se pretende. Como respuesta al terror oficial, los chiítas iraníes le declararán la guerra, pero no una guerra frontal, pues son demasiado débiles. Uno de los componentes de la sociedad chiíta lo constituirá a partir de este momento el elemento terrorista, si se me permite la expresión. Estas organizaciones terroristas, que a pesar de su reducido tamaño no conocen el miedo ni la piedad, siembran hasta hoy el pánico en Irán. La mitad de los asesinatos que se cometen en el país y de los que se culpa a los ayatollahs son ejecuciones de las sentencias de muerte pronunciadas por estos grupos. No en vano se considera que los chiítas han sido los primeros de la historia en inventar la teoría del terror individualizado como método de lucha y los primeros en llevarlo a la práctica. En definitiva, ese aludido elemento terrorista no es más que el producto de las luchas ideológicas que durante siglos fueron desarrollándose en el seno del chiísmo.
A los chiítas, como a cualquier otra comunidad perseguida, condenada a aislarse en guetos y obligada a luchar por su supervivencia, les caracteriza el cerrilismo: un cuidado obsesivo, fanático y ortodoxo por mantener pura su doctrina. Para sobrevivir, el hombre perseguido tiene que conservar intacta su fe en lo justo de su elección así como velar por los principios que han decidido que la elección fuese ésta y no otra. Lo cierto es que todas las escisiones, de las que el chiísmo ha vivido decenas, siempre han tenido un denominador común: el ser escisiones (como diríamos ahora) de extrema izquierda. Siempre se encontró algún grupo fanático que lanzaba ataques a los demás fieles, acusándoles de no profesar la fe con fervor suficiente, de tomarse a la ligera los mandatos de ésta, de ser cómodos y oportunistas. Entonces se producía la escisión, tras la cual los más fanáticos de entre sus autores echaban mano a la espada para castigar a los enemigos del islam y para pagar con su sangre (pues a menudo morían) por la traición y la pereza de sus hermanos rezagados.
Los chiítas iraníes llevan ochocientos años viviendo en las catacumbas, en la clandestinidad. Su vida recuerda el martirio de los primeros cristianos en Roma, arrojados a los leones para ser devorados. A veces parece que van a ser aniquilados hasta el último, que les espera el exterminio definitivo. Años enteros se refugian en las montañas, viven en grutas y mueren de hambre. Sus cantos, que han sobrevivido a lo largo del tiempo, rebosan pena y desesperación; vaticinan el fin del mundo.
Pero también hay épocas de relativa paz durante las cuales Irán se convierte en asilo para todos los opositores del imperio musulmán que llegan hasta allí desde todos los rincones del mundo para encontrar refugio, estímulo y salvación entre los chiítas clandestinos. También pueden recibir enseñanzas en la gran escuela de la conspiración chiíta. Por ejemplo, pueden aprender el arte de camuflarse (taqiya), lo que facilita su supervivencia. Al encontrarse el chiíta con un contrincante más fuerte, este arte le permite simular que conoce la religión dominante, incluso declararse su adepto con tal de salvar su propia vida y la de los suyos. Pueden aprender el arte de confundir al contrario (kitman), lo que en situaciones de peligro permite al chiíta negar absolutamente todo lo que acaba de decir; hacerse el tonto. Por todo ello en la Edad Media Irán se erige en la Meca de todo tipo de contestatarios, rebeldes, sublevados, ermitaños de lo más estrafalario, profetas, poseídos, herejes, estigmáticos, místicos, brujos y videntes que aquí llegan por todos los caminos para enseñar, meditar, rezar y profetizar. Todo ello imprime al Irán ese carácter tan típico: un ambiente de religiosidad, de exaltación y misticismo. «Cuando iba al colegio —dice un iraní— era muy piadoso y los demás niños creían que una aureola luminosa rodeaba mi cabeza». Imaginémonos a un dirigente europeo diciendo que se cayó a un precipicio mientras cabalgaba pero que de repente algún santo alargó el brazo, lo cogió en el aire y así le salvó la vida. En cambio el sha sí narra en su libro tal historia y todos los iraníes la leen con seriedad. Aquí el creer en los milagros es una cosa muy arraigada. Igual que creer en cábalas, signos, símbolos, profecías y apariciones.
En el siglo XVI los soberanos de la dinastía iraní de los Safaríes elevan el chiísmo al rango de religión oficial. Así el chiísmo, que antes era la ideología de la oposición popular, se convierte en la ideología del Estado de Irán, país que se rebela contra la dominación sunita del imperio otomano. Sin embargo, con el paso del tiempo, las relaciones entre la monarquía y la iglesia chiíta se irán deteriorando cada vez más.
El hecho es que los chiítas no sólo rechazan el poder de los califas sino que, además, apenas toleran cualquier poder laico. Irán constituye un caso único de país cuya comunidad cree exclusivamente en la soberanía de sus jefes religiosos, los imanes, de los que el último, por añadidura, abandonó este mundo en el siglo IX , según criterios racionales que no chiítas.
En este punto llegamos a la clave de la doctrina chiíta, al acto de fe fundamental de sus adeptos. Los chiítas, privados de la oportunidad de hacerse con el califato, deciden dar la espalda a los califas para siempre y empiezan a reconocer tan sólo a los jefes de su propia religión: los imanes. El primer imán es Alí, el segundo y el tercero, sus hijos Hassan y Hussein y así sucesivamente hasta el duodécimo. Todos estos imanes murieron de muerte violenta, asesinados o envenenados por los califas, que ven en ellos a los dirigentes de una oposición peligrosa. No obstante, los chiítas creen que el último imán, el duodécimo, llamado Mohammed, no ha muerto sino que ha desaparecido en una gruta de la gran mezquita de Samarra (Iraq). Eso sucedía en el año 878. Este es el imán Oculto, el Esperado que aparecerá en el momento oportuno como Mahdi (guiado por Dios) y fundará en la tierra el reino de la justicia. Después llegará el fin del mundo. Los chiítas creen que si ese imán no existiera, si no estuviera presente, el mundo se derrumbaría. La fe en la existencia del Esperado es la fuente de la fuerza espiritual de los chiítas; con ella viven y por ella mueren. En realidad se trata de la aspiración bien humana de una comunidad que sufre persecuciones y que en esta idea encuentra la esperanza y, lo que es más importante, el sentido de la vida. No sabemos cuándo aparecerá el Esperado; puede llegar en cualquier momento, tal vez hoy mismo. Y entonces cesarán de correr las lágrimas y no habrá nadie que no tenga su sitio en la mesa de la abundancia.
El Esperado es el único jefe al que los chiítas están dispuestos a someterse. En un grado inferior reconocen a sus guías espirituales, a sus ayatollahs, y en un grado menor aún, a los shas. Si al Esperado se le rinde un culto sin límites, un sha, por el contrario, no puede pretender más que ser, como mucho, el Tolerado.
Desde los tiempos de los Safaríes ha venido existiendo en Irán un doble poder: el de la monarquía y el de la religión. Las relaciones entre ambas fuerzas han atravesado etapas diversas, pero nunca han sido demasiado amistosas. Cuando se rompe el equilibrio entre estas fuerzas, cuando el sha intenta imponer su poder de una forma absoluta (contando, además, con la ayuda de protectores extranjeros), entonces el pueblo se reúne en las mezquitas y se pone en lucha.
Para los chiítas la mezquita es algo más que un lugar de culto; es un refugio donde esperar que cese la tormenta o, incluso, donde salvar la vida. Es un territorio protegido por la inmunidad; su entrada le está vedada al poder. En el Irán de antaño había existido la costumbre siguiente: si un rebelde perseguido por la justicia se refugiaba en una mezquita, quedaba a salvo; ninguna fuerza era capaz de sacarlo de allí.
En la propia construcción de una iglesia cristiana y una mezquita se pueden encontrar diferencias importantes. La iglesia es un espacio cerrado, un lugar silencioso, dedicado a la oración y al recogimiento. Si en ella alguien se pone a hablar, le llamarán la atención. La mezquita es algo muy diferente. Su parte principal la constituye un patio abierto donde, además de rezar, se puede pasear y discutir e incluso celebrar actos multitudinarios. La mezquita sirve de escenario para una animada vida política y social. El iraní, que es atosigado en el trabajo, que encuentra en las oficinas públicas sólo burócratas gruñones que le atienden de mala gana y del cual se hacen sobornar, a quien la policía sigue a todas partes, viene a la mezquita para encontrar paz y equilibrio, para recuperar su dignidad. Aquí nadie lo acosa, nadie lo insulta. Aquí las jerarquías desaparecen, todos son iguales, todos son hermanos, y como la mezquita también es lugar de conversación, de diálogo, la persona puede pedir la palabra, expresar su opinión, quejarse y escuchar lo que dicen los demás. ¡Qué alivio en el momento en que más se necesita! Por eso, a medida que la dictadura aprieta las tuercas y el silencio en el trabajo y en la calle se hace cada vez más grande, las mezquitas se llenan de gentío y de bullicio. No es que todos los que allí acuden sean musulmanes fervientes o que les lleve un repentino ataque de religiosidad; van porque quieren respirar, quieren sentirse personas. En el interior de las mezquitas incluso la Savak tiene un campo de acción bastante limitado. Aunque es cierto que detiene y tortura a numerosos ulemas: son los que condenan abiertamente los abusos de poder. El ayatollah Saidi muere en una sesión de tortura: quemado sobre la mesa eléctrica. El ayatollah Azarshari muere instantes más tarde cuando los de la Savak lo sumergen en aceite hirviendo. El ayatollah Teleghani saldrá de la cárcel pero lo hará en un estado tan deplorable que le quedará muy poco de vida. No tiene párpados. Los savakistas se dedicaron a violar delante de él a su hija y Teleghani, al no querer verlo, cerraba los ojos. Entonces le quemaban los párpados con cigarrillos para que los mantuviera abiertos. Todo esto ocurre en los años setenta de nuestro siglo. Sin embargo, el comportamiento del sha en el terreno religioso está lleno de contradicciones. Por un lado persigue a la oposición de los ayatollahs, pero por el otro —en su afán de ganar popularidad— se declara musulmán ferviente, va en peregrinación a los lugares sagrados, se sume en la oración y busca las bendiciones de los mullahs. En estas condiciones, ¿cómo declarar abiertamente la guerra a las mezquitas?
Pero también hay otro motivo por el que las mezquitas gozan de cierta libertad. Los americanos, que han manejado al sha (lo que le acarreó al monarca toda clase de disgustos y desgracias, pues éstos no conocían el Irán y nunca comprendieron lo que allí ocurría), consideran que los comunistas son los únicos enemigos de Mohammed Reza. Por eso todo el fuego de la Savak se dirige contra su partido, el Tudeh. En este tiempo, empero, quedan ya muy pocos comunistas, pues han sido diezmados y los que no han muerto viven en el exilio. El régimen está tan ocupado en perseguirlos, tanto a los reales como a los imaginarios, que no se percata de que en otro lugar y bajo otros lemas ha surgido una fuerza que acabará con la dictadura.
El chiíta va a la mezquita también porque siempre tiene una a mano, a tiro de piedra, siempre le pilla una de camino. Sólo en Teherán hay mil mezquitas. El ojo inexperto del turista verá únicamente unas cuantas: las más vistosas. Sin embargo, la mayoría de las mezquitas, sobre todo las de los barrios pobres, son edificios insignificantes, difíciles de distinguir de las deleznables casuchas en las que se amontona la plebe. Están construidas del mismo barro y tan insertas en la monotonía de las calles y de los callejones que al transitar por allí pasamos por delante de muchos de estos templos sin darnos cuenta de su existencia. Eso crea cada día un lima íntimo entre el chiíta y su lugar de culto. No hace falta organizar expediciones de muchos kilómetros; tampoco hace falta vestirse de fiesta; la mezquita es el quehacer cotidiano, es la vida misma.
Los primeros chiítas que llegaron a Irán eran gente urbana: pequeños comerciantes y artesanos. Se encerraban en sus guetos, construían una mezquita y a su alrededor montaban sus tenderetes y comercios. Allí mismo los artesanos abrían sus talleres. Y como un musulmán debe lavarse antes de orar, también empezaron a surgir los baños públicos. Y como después de orar un musulmán quiere tomar un poco de té o de café o comer algo, también debe disponer de casas de comida y cafés. Así es como surge el fenómeno principal del paisaje urbano iraní: el bazar (palabra que define este lugar de mil colores y sonidos, siempre lleno de gentío, un lugar místico-comercial-consumista). Si alguien dice: voy al bazar, no significa que deba llevar consigo una cesta para las compras. Se puede ir al bazar para rezar, para encontrarse con los amigos, para arreglar algún asunto o para pasar el rato en un café. Se puede ir allí para oír chismes o para participar en una reunión de la oposición. En un sólo sitio, en el bazar, el chiíta satisface todas las necesidades de su cuerpo y de su alma sin tener que recorrer la ciudad, sin apenas moverse. Allí encontrará lo que es imprescindible para la existencia terrestre y también allí, con los rezos y las limosnas, se asegurará la vida eterna.
Los mercaderes más ancianos, los artesanos de más talento y los mullahs de la mezquita constituyen la élite del bazar. La comunidad chiíta entera escucha sus opiniones y sigue sus indicaciones, pues son ellos los que deciden sobre la vida tanto en el cielo como en la tierra. Si el bazar se declara en huelga y cierra sus puertas, la gente se morirá de hambre y no tendrá acceso al lugar donde podría confortar el espíritu. Por eso la alianza entre la mezquita y el bazar es la fuerza capaz de derribar cualquier poder. Este fue, precisamente, el caso del último sha: cuando el bazar lo condenó, la suerte del monarca estuvo echada.
A medida que la lucha se volvía más y más encarnizada, los chiítas iban encontrándose cada vez más en su medio. El talento de un chiíta no se manifiesta en el trabajo sino en la lucha. Contestatarios y rebeldes de nacimiento, gente de gran dignidad y honra e incansables opositores, al ponerse en lucha contra el enemigo, se volvieron a encontrar en terreno conocido.
Para los iraníes el chiísmo siempre ha sido lo que el sable guardado tras la viga del desván había sido para nuestros conspiradores en las épocas de las sublevaciones. Mientras la vida era soportable y las fuerzas estaban sin organizar, el sable permanecía oculto envuelto en trapos empapados de aceite. Pero cuando sonaba la señal de ataque, cuando llegaba el momento de la acción, se oía el crujir de la escalera que conducía al desván y, luego, el galopar de los caballos y el tris tras de los filos cortando el aire.
Mahmud Azari regresó a Teherán a principios de 1977. Había vivido ocho años en Londres trabajando como traductor de libros para distintas editoriales y en otros textos, encargados por agencias de publicidad. Era un hombre mayor y solitario, al que, aparte de su trabajo, le gustaba en sus ratos de ocio pasear y charlar con sus compatriotas. Durante estos encuentros se discutían principalmente las dificultades por las que atravesaban los ingleses, pues incluso en Londres la Savak era omnipresente, por lo que había que evitar conversaciones alusivas a los problemas del Irán.
Cuando terminaba su estancia en Inglaterra, Mahmud recibió por conductos privados varias cartas de Teherán que le enviaba su hermano. El remitente le aconsejaba volver con la afirmación de que se avecinaban tiempos interesantes. Mahmud tenía miedo a los tiempos interesantes, pero en la familia el hermano siempre había ejercido cierta influencia sobre él. Por eso hizo las maletas y regresó a Teherán.
No pudo reconocer su ciudad.
El tranquilo y desértico oasis de antaño se había convertido en un enjambre ensordecedor. Cinco millones de personas apiñadas intentando hacer algo, decir algo, comer algo, ir a alguna parte. Un millón de coches agolpándose en las estrechas callejuelas, y eso que su movilidad era prácticamente nula, pues la columna que avanzaba en un sentido chocaba con la que lo hacía en sentido contrario y ambas, a su vez, eran atacadas, embestidas y diezmadas por las que salían por la derecha y por la izquierda, por el nordeste y por el suroeste, formando entre todas gigantescos atascos humeantes y ensordecedores, aprisionados en los estrechos callejones como en jaulas. Miles de bocinas de automóviles aullaban sin sentido ni utilidad alguna desde la madrugada hasta la noche.
Notó que la gente, tan pacífica y amable tiempo atrás, se peleaba ahora cada dos por tres, montaba en cólera por cualquier motivo, se increpaba sin cesar, gritaba y maldecía. Aquella gente le recordaba a extraños monstruos surrealistas de los que una parte se inclinaba servilmente ante cualquier persona importante y poderosa mientras que la otra pisoteaba y aplastaba a toda débil. Por lo visto gracias a ello se conseguía alcanzar un equilibrio interior, que, aunque penoso y vil, era necesario para mantenerse a flote y sobrevivir.
Le invadió la duda de si, al encontrarse por primera vez con semejante monstruo, sería capaz de prever cuál de las dos partes iba a reaccionar primero: la que se inclinaba o la que pisoteaba. Pero no tardó en descubrir que la última era más activa, que no paraba de lanzarse hacia adelante y que sólo retrocedía ante la presión de circunstancias de suma gravedad.
En su primer paseo fue a un parque. Se sentó en un banco ocupado por un hombre con el que intentó entablar conversación. Pero éste se levantó sin pronunciar palabra y se alejó apresuradamente. Volvió a intentarlo con otro hombre que pasaba por allí. El hombre le dirigió una mirada llena de tanto miedo como si estuviera viendo a un loco. Así que lo dejó en paz y decidió volver al hotel en que se alojaba desde su llegada.
En la recepción un tipo medio dormido y gruñón le dijo que debía presentarse a la policía. Por primera vez en ocho años sintió miedo y en aquel mismo momento se dio cuenta de que este sentimiento no envejecía nunca: el mismo bloque de hielo puesto sobre la espalda desnuda, que recordaba tan bien de los años pasados, la misma pesadez en las piernas.
La policía ocupaba un edificio tétrico y maloliente situado al final de la calle en que estaba el hotel. Mahmud se puso en una larga cola de gente lúgubre y apática. Al otro lado de la barandilla había policías sentados leyendo el periódico. En la enorme habitación llena de gente reinaba un silencio total; los policías estaban absortos en la lectura y nadie de la cola se atrevía a pronunciar palabra. De repente, sin saber por qué motivo, todo se puso en movimiento. Ahora los policías arrastraban las sillas, revolvían los cajones y reunían a los allí congregados usando las palabrotas más soeces.
¿De dónde había salido tanta zafiedad?, se preguntó Mahmud con espanto. Cuando le llegó el tumo le dieron un impreso que debía rellenar allí mismo. Vacilaba ante todas las preguntas y notó que todos le miraban con aire de sospecha. Horrorizado, empezó a escribir con nerviosismo y de manera desordenada, como si fuera analfabeto. Sintió que la frente se le empapaba de gotas de sudor y, al comprobar que se le había olvidado el pañuelo, empezó a sudar aún más copiosamente.
Al entregar el impreso, salió de allí a toda prisa y, ya en la calle, absorto en sus pensamientos, chocó con un transeúnte. Este se puso a insultarlo a voz en cuello. Varias personas se detuvieron. De este modo causó Mahmud una transgresión de las leyes, pues con su comportamiento había provocado una aglomeración de gente. Y eso iba contra las disposiciones legales, que prohibían toda reunión no autorizada. Apareció un policía. Mahmud tuvo que emplear mucho tiempo en explicar que se trataba de un encontronazo casual y que en ningún momento del accidente se habían proferido gritos en contra de la monarquía. A pesar de ello el policía apuntó sus datos personales y se fue con mil rials en el bolsillo.
Regresó al hotel abrumadísimo. Se dio cuenta de que ya lo habían apuntado y además, como si esto fuera poco, lo habían hecho dos veces. Se puso a imaginar qué ocurriría si ambas notas coincidieran en alguna parte. Después se consoló pensando que, tal vez, todo acabaría diluyéndose en el desbarajuste imperante.
A la mañana siguiente fue a verlo su hermano y, tras las acostumbradas palabras de bienvenida, Mahmud le dijo que ya habían tomado nota de su nombre. «¿No sería más prudente —preguntó— volver a Londres?». Tiempo atrás el hermano había dirigido una editorial que más tarde destruyó la Savak. La Savak censuraba los libros una vez impresa toda la tirada. Si algún libro despertaba sospechas, se tenía la obligación de destruir todos los ejemplares y el editor corría con los gastos. De este modo se arruinó a la mayor parte de ellos. Los que se mantuvieron a flote temían arriesgarse —en un país de treinta y cinco millones de habitantes— a lanzar tiradas de más de mil ejemplares. El best-seller de la Gran Civilización, "Cómo cuidar su coche", apareció en una edición de quince mil ejemplares, pero al llegar a esta cifra dejó de imprimirse porque la Savak vio en él alusiones a la situación del gobierno en los capítulos que trataban de las averías del motor, de la mala ventilación o de la batería descargada.
El hermano quería hablar con él pero le pidió salir de la habitación y lo invitó a una pequeña excursión por las afueras de la ciudad al tiempo que le señalaba la araña en el techo, el teléfono, los enchufes y la lamparilla de noche. Se sentaron en un coche viejo y maltrecho y se dirigieron hacia las montañas. Se detuvieron en un camino vacío. Corría el mes de marzo; soplaba un viento helado y había nieve en todas partes. Temblando de frío, se escondieron tras un peñasco.
El hermano dijo: «No tienes otro remedio. ¡Pertenecemos todos! El pueblo entero como un solo hombre debe pertenecer a él». Mahmud regresó a casa y pidió ingresar en el partido a la segunda visita de los activistas. Y así fue como se convirtió en militante de la Gran Civilización.
Poco tiempo después recibió una invitación para presentarse en la sede del Rastakhiz que estaba situada en las inmediaciones de su casa. Se iba a celebrar allí una reunión de artistas que debían homenajear con sus obras el trigesimoséptimo aniversario de la subida al trono del monarca. Todos los aniversarios ligados a la persona del sha y a sus obras más grandes —la Revolución Blanca y la Gran Civilización— se celebraban de una manera solemne y pomposa; toda la vida del imperio transcurría de un aniversario a otro en un ritmo grave, adornado y ceremonioso. Con el calendario en la mano, cantidades incalculables de gente vigilaban alertas para no dejar pasar el día del cumpleaños del monarca, el de su última boda, el de su coronación, el día en que vino al mundo el sucesor del trono y los descendientes sucesivos, felizmente nacidos. Además, se iban añadiendo más y más fiestas nuevas a las tradicionales. Apenas se acababa un aniversario, cuando ya se estaba preparando el siguiente y ya se detectaba en el ambiente la fiebre y la excitación: cesaba todo trabajo, todo el mundo se disponía a participar en el nuevo día que iba a transcurrir en medio de ruidosos banquetes, premios, felicitaciones y una liturgia solemne.
Esta vez en la reunión se discutían los proyectos de nuevos monumentos al sha que debían inaugurarse el día del aniversario. En la sala se sentaban unas cien personas y al dirigirse a ellas el presidente subrayaba una y otra vez que se trataba de grandes hombres. Sin embargo, ninguno de los apellidos mencionados le decía nada a Mahmud. «¿Quiénes son aquellos —preguntó Mahmud a su vecino— que se sientan delante, en los sillones de raso?». «Son unos hombres especialmente distinguidos —le contestó éste en un susurro—, un día recibieron de la mano del sha un ejemplar firmado de un libro suyo».
Presidía la reunión un escultor, Kurush Lashai, a quien Mahmud había conocido un día en Londres. Lashai había pasado muchos años en esa ciudad y en París intentando hacerse una carrera artística. Pero nada le había salido bien; no tenía talento y no había logrado ser reconocido. Tras una serie de fracasos, desilusionado y con el orgullo herido, regresó a Teherán. Pero como hombre ambicioso que era no podía admitir su fracaso, así que buscó una compensación. Se apuntó al Rastakhiz y desde aquel momento empezó a ascender un peldaño tras otro. Al cabo de poco tiempo fue nombrado miembro principal del jurado de la Fundación Pahlevi, empezó a decidir sobre premios, pasando a ser considerado el teórico del realismo imperial. Se pensaba que una palabra de Lashai lo decidía todo, circulaba la opinión de que era el consejero del sha en asuntos de cultura.
Cuando Mahmud salía de la reunión se le acercó un escritor y traductor, Golam Qasemi. No se habían visto en muchos años; Mahmud vivía en el extranjero mientras Golam seguía en Irán, escribiendo relatos que glorificaban la Gran Civilización. Vivía por todo lo alto, tenía acceso libre a palacio, sus libros aparecían encuadernados en piel. Golam quería decirle algo importante, por eso se lo llevó casi por la fuerza a un café armenio. Una vez allí, desplegó sobre unas mesas un semanario y le dijo con una voz llena de orgullo: «¡Mira lo que he conseguido publicar!». Se trataba de una traducción de poesía de Paul Eluard. Mahmud echó una ojeada a los versos y preguntó: «¿Qué de extraordinario tiene eso?». «¿Cómo —exclamó Golam indignado—, no lo entiendes? Léelo con atención». Mahmud lo leyó con suma atención, sin embargo preguntó por segunda vez: «¿Qué tiene de extraordinario? ¿De qué te sientes tan orgulloso?». «¡Hombre! —exclamó Golam enfurecido— ¿te has vuelto ciego? Fíjate:
Llegó tal hora de tristeza, de noche, negra como el hollín,
Que sería indigno echar de casa hasta a los ciegos».
Mientras leía, subrayaba sobre el papel con la uña cada una de las palabras. «¡A cuántos subterfugios no he tenido que recurrir —gritaba excitado— para convencer a la Savak de que esto podía publicarse! ¡En este país, donde todo debe rebosar optimismo, debe florecer y sonreír aparece de repente “llegó tal hora de tristeza”! ¿Puedes imaginártelo?». Su rostro expresaba victoria. Estaba orgulloso de su valor.
Sólo en aquel momento, al contemplar Mahmud la cara encogida pero vivaz de Golam, creyó por primera vez en que se estaba acercando la revolución. Le pareció haberlo comprendido todo. Golam presentía la catástrofe que estaba a punto de llegar. Había puesto en marcha unas maniobras astutas, estaba cambiando de bando, intentaba limpiarse, pagaba su tributo a la fuerza que avanzaba inexorablemente y cuyos amenazantes pasos retumbaban ya con un eco sordo en su corazón despavorido y asediado. Por el momento Golam había colocado, a escondidas, una chincheta sobre el cojín escarlata en el que solía sentarse el sha. No era una bomba que pudiese estallar, no. El sha no moriría de ello. Golam, en cambio, se sentiría mejor: ¡se había pronunciado en contra! Ahora enseñaría mil veces aquella chincheta, hablaría mucho de ella, buscaría reconocimiento y elogios entre sus allegados, en fin, estaría muy contento por haber demostrado su independencia.
Sin embargo, por la noche a Mahmud le asaltaron las dudas de siempre. Estuvo paseando junto a su hermano por las calles, que se iban quedando vacías. Pasaban al lado de rostros cansados, apagados. Fatigados, los transeúntes corrían hacia sus casas o esperaban en silencio el autobús. Había algunos hombres sentados contra una tapia; dormitaban con las cabezas apoyadas en las rodillas. «¿Quién hará esa revolución tuya? —preguntó Mahmud señalándoles con una mano— ¡Si aquí todo el mundo duerme!». «Esa misma gente —repuso el hermano—. Los mismos que estás viendo. Un buen día les crecerán alas». Pero Mahmud no era capaz de imaginárselo.
(«Sin embargo, a comienzos del verano empecé a sentir que algo estaba cambiando, algo se despertaba en la gente, en el aire. Era un ambiente difícil de definir, tal vez parecido al momento del despertar tras un sueño agotador. De momento los americanos habían presionado al sha para que soltara de las cárceles a una parte de los intelectuales. No obstante, el sha esquivaba hacerlo: soltaba a unos mientras encerraba a otros. Aunque lo más importante había sido el que hubiese tenido que ceder, aunque fuese en una mínima parte, el que en aquel sistema tan rígido y duro hubiese aparecido una primera fisura, una grieta.
Y sin embargo, puedes no creerme, soy un rey.
¿Tú, un rey? Me das risa.
Ríete si es lo que quieres, pero soy un rey. Sin reino, sin súbditos, sin amigos, sin, sin, sin…, pero un rey. He llevado a cabo empresas, estaba a la cabeza de un gran número de naves… Guerreros. Amigos. Compañeros. Muertos. Tengo frío. ¿Me oís? ¡Tengo frío! ¿Dónde estáis? ¿Tal vez a mi alrededor? ¡Bajo tierra! ¿Bajo el hielo? También vosotros tenéis un aliento frío que no se condensa. Invisibles.
Adelante, siempre adelante. Ya no sé cuándo fue la última vez que comí. No sé por qué mi destino no se aplaca, por qué no puedo vivir como la mayoría de los hombres con un hogar, con una familia, con la comida preparada tres veces al día.
La revolución puso fin a la soberanía del sha. Destruyó su palacio y enterró la monarquía. Este acontecimiento tuvo su principio en un aparentemente pequeño error que había cometido el poder imperial. El poder dio un paso en falso y se condenó a la destrucción.
Por lo general, las causas de una revolución se buscan entre las condiciones objetivas: en la miseria generalizada, en la opresión, en abusos escandalosos. Pero este enfoque de la cuestión, aunque acertado, es parcial, pues condiciones parecidas se dan en decenas de países y, sin embargo, las revoluciones estallan en contadas ocasiones. Es necesaria la toma de conciencia de la miseria y de la opresión, el convencimiento de que ni la una ni la otra forman parte del orden natural del mundo. No deja de ser curioso que sólo el experimentarlas, por más doloroso que ello resulte, no es, en absoluto, suficiente. Es imprescindible la palabra catalizadora, el pensamiento esclarecedor. Por eso los tiranos, más que al petardo o al puñal, temen a aquello que escapa a su control: las palabras. Palabras que circulan libremente, palabras clandestinas, rebeldes, palabras que no van vestidas de uniforme de gala, desprovistas del sello oficial. Pero ocurre también que precisamente las palabras oficiales, con su uniforme y su sello, provocan una revolución.
Hay que distinguir la revolución de la revuelta, del golpe de Estado o de palacio. Un atentado o una sublevación militar se pueden planificar; una revolución, jamás. Su estallido, el momento en que se produce, sorprende a todos, incluso a aquellos que la han hecho posible. Se quedan atónitos ante el cataclismo que surge de repente y arrasa todo lo que encuentra en su camino. Y lo arrasa tan irremisiblemente que al final puede destruir hasta los lemas que lo desencadenaron.
Es errónea la creencia de que los pueblos maltratados por la historia (que son la mayoría) viven con el pensamiento puesto en la revolución, que ven en ella la solución más sencilla. Toda revolución es un drama, y el hombre evita instintivamente las situaciones dramáticas. Cuando se encuentra en situación semejante, busca febrilmente salir de ella; aspira a la tranquilidad, a la rutina de cada día. Por eso las revoluciones nunca duran mucho tiempo. Son el último cartucho, y cuando un pueblo decide echar mano de él es porque una larga experiencia le ha enseñado que no le queda ninguna otra salida. Todos los demás intentos han fracasado; han fallado los demás recursos.
Toda revolución viene precedida por un estado de agotamiento general y se desarrolla en un marco de agresividad exasperada. El poder no soporta al pueblo que lo irrita y el pueblo no aguanta al poder al que detesta. El poder ha perdido ya toda la confianza y tiene las manos vacías; el pueblo ha perdido los restos de su paciencia y aprieta los puños. Reina un clima de tensión y agobio, cada vez más insoportable. Empezamos a dejarnos dominar por una psicosis del terror. La descarga se acerca. Lo notamos.
Atendiendo a la técnicas de lucha, la historia conoce dos tipos de revolución. El primero es la revolución por asalto y el segundo, la revolución por asedio. En el caso de la revolución por asalto, lo que determina su ulterior destino y su éxito es la profundidad del primer golpe. ¡Atacar y ocupar la mayor cantidad de terreno posible! He ahí lo importante, pues una revolución de este tipo, con ser la más violenta, es, también, la más superficial. El adversario ha sido derrotado, pero, al ceder, ha conservado parte de sus fuerzas. Contraatacará y forzará a retroceder a los vencedores. Por eso, cuanto más lejos lleve el ataque inicial más terreno retendrá la revolución a pesar de los retrocesos ulteriores.
En una revolución por asalto la primera etapa es la más radical. Las siguientes son un retroceso, lento pero constante, hasta un punto en que ambas fuerzas, la rebelde y la conservadora, llegan a un compromiso definitivo. Es distinto el caso de la revolución por asedio: en ésta el primer golpe es, por lo general, débil; resulta difícil advertir que anuncia un cataclismo. Pero los acontecimientos, que no tardan en sucederse, cobran vida y dramatismo. Participa en ellos un número de gente cada vez mayor. Los muros tras los cuales se refugia el poder se agrietan y rompen. El éxito de la revolución por asedio depende de la determinación de los sublevados, de su fuerza de voluntad y de su aguante. ¡Un día más! ¡Un esfuerzo más! Al final las puertas acaban cediendo. La muchedumbre irrumpe en el interior y celebra su triunfo.
El poder es quien provoca la revolución. Desde luego no lo hace conscientemente. Y, sin embargo, su estilo de vida y su manera de gobernar acaban convirtiéndose en una provocación. Esto sucede cuando entre la élite se consolida la sensación de impunidad. Todo nos está permitido, lo podemos todo. Esto es ilusorio, pero no carece de un fundamento racional. Porque, efectivamente, durante algún tiempo parece que lo pueda todo. Un escándalo tras otro, una injusticia tras otra quedan impunes. El pueblo permanece en silencio; se muestra paciente y cauteloso. Tiene miedo, todavía no siente su fuerza. Pero, al mismo tiempo, contabiliza minuciosamente los abusos cometidos contra él, y en un momento determinado hace la suma. La elección de este momento es el mayor misterio de la historia. ¿Por qué se ha producido en este día y no en otro? ¿Por qué lo adelantó este y no otro acontecimiento? Si ayer, tan sólo, el poder se permitía los peores excesos y, sin embargo, nadie ha reaccionado. ¿Qué he hecho, pregunta el soberano sorprendido, para que de repente se hayan puesto así? Y he aquí lo que ha hecho: ha abusado de la paciencia del pueblo. Pero ¿por dónde pasa el límite de esta paciencia, cómo determinarlo? En cada caso la respuesta será diferente, si es que existe algo que se pueda definir a este respecto. Lo único seguro es que sólo los poderosos que conocen la existencia de este límite y saben respetarlo pueden contar con mantenerse en el poder durante mucho tiempo. Pero éstos son escasos.
¿De qué manera el sha había traspasado este límite, pronunciando así la sentencia contra sí mismo? Todo se desencadenó a partir de un artículo en un periódico. Una palabra no sopesada puede hacer volar al más grande de los imperios; el poder debería saberlo. Parece que lo sepa, parece que esté alerta, pero en algún momento le falla el instinto de conservación. Confiado y seguro de sí mismo, comete el error de la arrogancia y se derrumba. En aquel tiempo Jomeini vivía en el exilio; luchaba desde allí contra el sha. Perseguido por el déspota y expulsado posteriormente del país, era el ídolo y la conciencia del pueblo. Destruir el mito de Jomeini significaba destruir la santidad, arruinar la esperanza de los oprimidos y humillados. Y ésta, precisamente, había sido la intención del artículo.
¿Qué hay que escribir para acabar con el adversario? Lo mejor es demostrar que no se trata de uno de los nuestros, que es un extraño. Con tal fin se crea la categoría de auténtica familia. Nosotros, tú y yo, el poder y el pueblo, formamos una familia. Vivimos unidos, todo nos va bien, estamos en casa. Compartimos techo y mesa, podemos comprendernos, siempre nos echamos una mano. Desgraciadamente no estamos solos. En derredor nuestro se amontonan los extraños que quieren destruir nuestra paz y ocupar nuestra casa. ¿Quién es un extraño? Un extraño es, sobre todo, alguien peor y, a la vez, alguien peligroso. ¡Si sólo fuese peor y se mantuviera al margen! ¡Pero no! Molestará, enturbiará y destruirá. Provocará, aturdirá y devastará. El extraño te acosa y es causa de tus desgracias.
Y ¿dónde radica la fuerza del extraño? Radica en que lo respaldan fuerzas extrañas. Se las defina o no, una cosa es segura: son prepotentes. Lo son, claro está, si las minusvaloramos. En cambio, si nos mantenemos alerta y las combatimos, somos más fuertes que ellas. Y ahora mirad a Jomeini. Es un extraño. Su abuelo era de la India, así que puede plantearse la pregunta: ¿qué intereses representa ese nieto de extranjero? Esta fue la primera parte del artículo. La segunda estaba dedicada a la salud. ¡Qué bien que todos estemos sanos! Y lo estamos porque nuestra auténtica familia es también una familia sana. Sana de cuerpo y de alma. ¿Gracias a quién? Gracias a nuestro poder, que nos asegura una vida buena y feliz, y por eso es el mejor poder bajo el sol. Por consiguiente, ¿quién puede oponerse a un poder así? Sólo aquel que no está en su sano juicio. Si éste es el mejor poder, hay que estar loco para combatirlo. Una sociedad sana debe apartar a semejantes orates, debe enviarlos a lugares de aislamiento. Qué bien hizo el sha expulsando del país a Jomeini. De lo contrario se le hubiera tenido que mandar a un manicomio.
Cuando el periódico que publicaba este artículo llegó a Qom, una gran indignación se apoderó de la gente, que empezó a congregarse en calles y plazas. Quien sabía leer lo leía en voz alta a los demás. La gente, soliviantada, formaba grupos cada vez más numerosos, en los que se gritaba y se discutía; el vicio de los iraníes es llevar a cabo interminables discusiones en cualquier lugar y a cualquier hora del día o de la noche. Los grupos más excitados por la discusión empezaron a actuar como imanes, atrayendo a un auditorio cada vez mayor de nuevos curiosos. Al final una gran multitud llenó la enorme plaza. Y esto es, precisamente, lo que menos gusta a la policía. ¿Quién autorizó esta inmensa asamblea? Nadie. No existía tal autorización. ¿Quién autorizó que se profiriesen gritos? ¿Quién permitió agitar los brazos? La policía sabía de antemano que estas preguntas eran retóricas y que, simplemente, debía ponerse manos a la obra.
Ahora el momento más importante y que va a decidir el destino del país, del sha y de la revolución será el momento en que un policía reciba la orden de abandonar su formación, acercarse a un hombre de entre la multitud y ordenarle a voz en cuello que se vaya a su casa. Tanto el policía como el hombre de la multitud son personas sencillas y anónimas, y, sin embargo, su encuentro tendrá un significado histórico. Ambos son personas adultas que han vivido ya algo y han acumulado experiencia. La experiencia del policía: si le pego un grito a alguien y levanto la porra, éste se aterrorizará y echará a correr. La experiencia del hombre de la multitud: al ver acercarse a un policía me entra el pánico y echo a correr. Basándonos en estas experiencias, completamos el guión: el policía grita, el hombre huye, tras él huyen los demás, la plaza queda vacía. Esta vez, sin embargo, todo se desarrolla de una manera diferente. El policía grita, pero el hombre no huye. Se queda donde está y mira al policía. Su mirada es vigilante, todavía contiene algo de miedo, pero, al mismo tiempo, es dura y descarada. ¡Sí! El hombre de la multitud mira descaradamente al poder uniformado. Se queda plantado donde está. Después mira a su alrededor y ve las miradas de los demás. Son parecidas: vigilantes, todavía con una sombra de miedo, pero ya firmes e inexorables. Nadie huye a pesar de que el policía sigue gritando. Al final llega un momento en que se calla; se produce un breve silencio. No sabemos si el policía y el hombre de la multitud se han dado cuenta de lo que acaba de ocurrir. De que el hombre de la multitud ha dejado de tener miedo y de que esto es el principio de una revolución. La revolución empieza en este punto. Hasta ahora, cada vez que se acercaban estos dos hombres, inmediatamente un tercer personaje cobraba forma y se interponía entre ellos: el miedo. El miedo aparecía como aliado del policía y enemigo del hombre de la multitud. Imponía su ley, lo resolvía todo.
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