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Fábula del gallo, las larvas y la centrifugadora de almas


Déjenme, o no, darles mi opinión sobre todo este engorroso asunto. Permítanme, o no, tomarme el rigor a la ligera, si es que puede hacerse algo así, o qué, y abordar cuestiones de tan altos vuelos con el tono socarrón de una coplilla de Sánchez Ferlosio, Chicho. O no.

No me cabe duda de que todos ustedes, los cuatro, los cuatrocientos y los cuarenta mil, están en posesión de una cultura más vasta que la mía, más profunda y mejor entendida. Desde luego, los que son conocen mucho mejor que un observador distante como yo el sentido de todo esto: nunca me he restregado contra sudor inglés. Pero se me ocurre que la magnitud que ha adquirido la empresa puede requerir de una perspectiva más amplia que la que tienen los miembros de facto de la AGC. Quizás, incluso, sea necesario abandonar las humedades propias de Galizalbión, los cielos grises entumecidos y las tristes colinas que asedian nuestras tabernas.

Umberto Eco estaba escribiendo en su portátil un artículo sobre sus vaqueros nuevos. Había adelgazado diez kilos y su mujer le había llevado a la boutique de Dolce&Gabbana en Milán para regalarle unos pantalones adecuados a su nueva silueta. En efecto, Umberto, que no en vano sigue siendo una de las esculturas vivientes de Manzoni, se sintió inmediatamente favorecido por el corte slim de los jeans que Renata le había escogido. Se miró al espejo del probador bastante satisfecho de sí mismo y corrió la cortina con aire seductor. Como viera a su mujer con otros cuatro pares de pantalones colgando del brazo, decidió zanjar rápido el asunto y se mostró entusiasmado con los vaqueros, poniendo en juego todo su poder de convicción para no tener que volver a probarse nada. Tanto se esmeró que, consciente como nadie del peso específico de la imagen, comunicó a su esposa su intención de abandonar las dependencias comerciales vistiendo su regalo. Y pagaron y se fueron.

Al llegar a casa, después de un paseo que se le hizo eterno, Umberto se metió en su despacho. (Renata, cara, vado lavorare. Va bene, cucciolino, mangiamo alle due). En cuanto se sentó, notó la presión de los pantalones en la entrepierna. Hacía como veinte años que no se ponía unos vaqueros y la rigidez de las costuras cargadas, la hostilidad de las tachuelas, el tacto agreste del denim… le estaban poniendo cachondo. Se echó la mano al paquete y sintió deseos de masturbarse. En cambio, se puso a reflexionar sobre cómo determina la ropa la percepción del propio cuerpo y cómo puede eso estorbar al pensamiento, que se dispersa cuando uno está pendiente de lo que enseña a los otros… y se puso a escribir. Pero esto no nos interesa.

A última hora de la tarde, vistiendo todavía sus pantalones nuevos, le apeteció salir a tomar algo. Renata lo miró de arriba abajo y le dijo que se alegraba de que hubiera comprado los vaqueros, que era evidente que le habían “insuflado una energía juvenil” (la expresión llamó mucho la atención del filósofo), pero que estaba ocupada y no podía acompañarlo. Umberto se alegró íntimamente y pensó si aún encontraría a alguna vieja gloria en Al Campari, inocente él, que ignoraba que ya no hay lugar en el mundo para locales así. Al menos no en el centro de Milán.

Pone el pie en la calle y un enorme gato negro se cruza ante él, acariciándole las rodillas con el extremo de la cola enhiesta. Lo mira pasar (le gustan los gatos) y reanuda su camino. Entonces, cuando cruza la línea imaginaria trazada por la trayectoria del animal, su mente, su cuerpo, sus vaqueros, todo él se sumerge en una especie de gelatina transparente, no pringosa, y comprende inmediatamente que está atravesando un umbral entre dimensiones espacio-temporales, qué cosas pasan, y de pronto está en una ciudad que no conoce, bajo la lluvia, una arquitectura pétrea de proporciones achatadas, colores sin nombre, cambiantes bajo la luz temblorosa del farolito que pende, ante sus narices, junto a la puerta acristalada de un bar. The Furious Debate, se lee en la placa, bajo el farol. El vaho empaña el cristal y no se ve el interior, pero imagina a los hombres que dibujan las carcajadas rotas. Mientras entra, se arrepiente de haber elegido esos pantalones.

Un hombre de pelo oscuro, vestido de negro: “John Dee podría ser un buen sustituto para Crowley. Ambos estudiaron en Cambridge y a los dos les queda bien el birrete ”. Un hombre de pelo oscuro, vestido de negro: “¿Barrilete? No lo creo, Laimbeer. Las togas le hacen perder el juicio”. Un hombre de pelo oscuro, vestido de negro: “No, hombre, dice que es insoportable que una sola vida tenga que enfrentarse con una sola identidad”. El mismo de antes: “Lo que yo decía”. Un hombre calvo, vestido de oscuro: “Eso enlaza con lo de la teoría de los circuitos cortos de Willy”. El primero: “Entonces celebremos su muerte, Mike Barja. Ponnos otra ronda, camarero”. Y el camarero, risueño, pelo oscuro y vestido de negro, aparta la vista de los parroquianos y ve a Umberto, pacientemente acodado, con su chubasquero azul, su jersey rojo y sus D&G nuevos, atento a cada palabra. “Veni apotemus”, le dice con la mirada. Y Umberto, embriagado aun antes de haber bebido, obedece.

Cuando se despierta en su casa, la cama vacía, huele intensamente a huérfana y un poco menos a alcohol. No sabe cómo ha regresado. Ve sus pantalones nuevos en el suelo, cubiertos de barro, y recuerda que ha decidido escribir un tratado semiótico sobre una cosa llamada The Anglogalician Cup, algo que tiene que ver con el fútbol (qué apasionante) y con las borracheras de Malcolm Lowry (maldito alcohol) y con literaturas de provincias y laberintos y sociedades secretas y páginas de Internet (porco Dio, ¿dónde demonios he estado?)…

Pero, ¿qué cojones es esto? ¿Qué lamentable Deus ex machina de baratillo? ¿Umberto Eco escribir sobre nosotros? ¿A santo de qué? ¿Me vas a contar, Main, a qué coño viene publicar esta mierda de redacción de pajillero mentecato? ¿Qué tiene esto que ver con nuestra lucha encarnizada con el enemigo? Hasta los huevos estamos de los jueguecitos tortuosos de pedantes aburridos. Largaos a tomar viento y devolvednos la AGC, la verdad, la verdad y nada más que la realidad. Oh, yeah.
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Pero también podemos olvidarnos de los porqués. Desasirnos de los yugos de la memoria y utilizar los recuerdos como materia combustible, alimento de sueños. Darnos con burka, ocultos en las celosías de la generosidad plena, libres de envidias y esquemas y resentimientos. Si un día tenemos la suerte de presenciar a rostro descubierto una edición de la AGC, si llegamos a ser tan afortunados como para compartir euforia etílica con los hombres que hierven en la noche previa al encuentro, entonces ahí vestiremos caras nuevas, pantalones vaqueros, palabras amables y amor fraternal. Puede que en sus comentarios, la razón de ser, alma y desahogo de esta web, reconstruyan con su ingenio y sabiduría el diálogo de esa noche entre el filósofo y los habitantes de Galizalbión. Puede que se diluya un tanto el debate sobre la naturaleza de la Cup y la (im)pertinencia del blog. Puede que se disipe la inseguridad que generan la incertidumbre, el ruido y la entropía que actúan como telón de fondo de este proyecto desmesurado: recomponer un mundo desde la fragmentación sobre un único punto de apoyo. Seguramente no me explico bien, pero no hay tiempo para más. Lo que está hecho es evidente. Lo por hacer imprevisible.